La comparsa cumple cien años: habría que estar sordo para no celebrarlo. Se trata de una de las composiciones cubanas más bellas y célebres del siglo XX, y de una cuyas primeras notas son capaces de garantizar al compatriota más insensible un reencuentro afortunado con algo de lo más hermoso de su país. No importa que el susodicho haga derroche y hasta alarde de ordinariez: La comparsa, durante un par de minutos escasos, lo civilizará.
Los biógrafos de Ernesto Lecuona sitúan su estreno en el Teatro Sauto de Matanzas. El autor tenía diecisiete años, el éxito fue inmediato y la obra para piano no tardó en rebasar las fronteras nacionales, adoptar título en inglés (For want of a star) y escucharse en adaptaciones para otros instrumentos y arreglos orquestales y vocales. Raro es el pianista cubano que no la incluya en su repertorio, es cheque al portador, y más raro aun es el auditorio que no agradezca escucharla. La comparsa es a la música cubana lo que algunos “Versos sencillos” de José Martí a la poesía de la isla: algo que todo el mundo se sabe (o cree saberse), y algo que parece “fácil” y no lo es tanto.
Entre sus exégetas estuvo a Jorge Mañach: “¿Qué imágenes, qué emociones me vienen a mí de la música de Lecuona? Me llegan una imagen y una emoción íntegramente criollas. Pienso en su famosa Comparsa. Esa lejanía que se va haciendo poco a poco presencia, que tiene un momento de auge frenético y vuelve a perderse luego en melancólico disminuendo. Es una de las composiciones de Lecuona en que la inspiración negra es más evidente, pero sin que se sobreponga al matiz criollo, a ciertas nostalgias de otras cosas que no son la selva pura y que están metidas en nuestra alma con no menos raigambre: la tristeza siboney y la alegría blanca”.
La comparsa puede escucharse interpretada por algunos virtuosos de la isla, pero sus metamorfosis ofrecen al melómano enamorado de ella un caudal de curiosidades: desde versiones de la Banda Nacional de Conciertos de Cuba o la orquesta “Tokio Cuban Boys”, dirigida por el japonés Tadaaki Misago, hasta interpretaciones cantadas del trío Los Panchos, Plácido Domingo y José Luis Rodríguez (“El Puma”), donde el título de la danza es sustituido por El último beso, y la letra oficial (“Escucha el rumor, escucha el sonar, / del seco tambor, de las maracas y el timbal”), por una de carácter amoroso, extraña al espíritu “afrocubano” de la composición, pero más fresca y susceptible de interesar a los seguidores del cantante venezolano.
Manuel Barrueco ha hecho una impecable adaptación para la guitarra, y Willy Chirino ha mezclado, traviesamente, sus notas iniciales con las de una canción de Los Beatles: Because. Entre las versiones más libres se encuentran una de Paquito D´Rivera al saxofón, y otra, que prefiero, al clarinete. El saxofón imprime a La comparsa un aire desengañado, de cantante de cabaret a quien, de tanto beber y trasnochar, se le ha rajado la voz y duda entre la taciturnidad y el arrebato. El clarinete, sin embargo, la vuelve más corpórea pero sin restarle ligereza: escuchándola se la ve deambular sola, a medianoche, por una calle de La Habana, como una jiribilla melancólica y desvelada que el músico, sonriente, sigue de puntillas, y de cuyo instrumento brota como la voluta de humo de la boca del fumador preciosista.
Hay otras dos versiones libérrimas de La comparsa capaces de irritar a sus devotos más tradicionalistas: una, para violín y voz, de Pedro Alfonso, y una para piano, guitarra eléctrica y percusión, de Bebo Valdés, Carlos Emilio Morales y Carlos “Patato” Valdés. La primera es pura diversión: el violinista ataca las primeras notas con la voz, produciendo monosílabos ininteligibles, como alfileres inofensivos, destinados a hacerle cosquillas al aire, donde más que clavarse rebotan y quedan, con la punta mellada, vibrando en el oído. La segunda es pura expansión de virtuosos, marea de improvisaciones que lejos de atentar contra la obra le abren las ventanas que la tradición mantenía cerradas y llenan de buen humor el espacio que se abre dentro y fuera de ella. Escucharla es visitar un patio lleno de voces y juegos de niños. No hay irreverencia: hay homenaje, pero a partir de una destreza y un relajamiento creador que Lecuona, criollo triste y sin embargo zumbón, músico ante todo, hubiera disfrutado y agradecido.
Las versiones simplificadas de La comparsa que interpretan los niños estudiantes de piano en sus exámenes finales no me incomodan: me conmueven. Me incomoda la versión de Ry Cooder incluida en el disco “Sublime ilusión” de Eliades Ochoa y el Cuarteto Patria. El guitarrista norteamericano prescinde del tema en el bajo más característico de la obra, descuida la digitación y trastoca más de una frase melódica, como si lejos de haberse tomado en serio la obra, aprendiéndosela a cabalidad, la tocara de oído y no se la supiera bien. El resultado es una interpretación desigual y monótona, indigna de un músico de su trayectoria.
No rechazo, pues, toda versión de La comparsa que deserte de la versión canónica, pero estimo que la obra jamás debió cantarse, hacerlo la banaliza, y que por más duchos que sean los músicos que la adapten a otros instrumentos y formatos orquestales, nunca será más fiel a sí misma ni dará lo mejor de sí que cuando un buen ejecutante, de formación clásica pero familiarizado con la música popular cubana y sus sutilezas rítmicas, donde reside su gracia, la interprete al piano.
Recuerdo una amiga a quien irritaba, con razón, la tendencia de algunos pianistas a “echarse a correr” a medida que abordaban la sección más brillante de La comparsa, cuando la clave no está en acelerar el tempo sino en incrementar el sonido, porque ese conjunto callejero de músicos y bailadores que evoca y estiliza Lecuona, y que viene de lejos, no aprieta el paso al llegar ante nosotros: sólo lo oímos mejor. El clímax de La comparsa no es cuestión de velocidad sino de intensidad: hay quien las confunde y, en su apremio, convierte la danza en barullo.
Si Cuba desapareciera del mapa, y con ella su cultura, pero sobreviviera La comparsa, ella sola bastaría para dar una idea exacta de quienes fuimos. Y si no de quienes fuimos, de quienes hubiéramos podido ser y de cuyos ideales, torpes, abjuramos.
Los biógrafos de Ernesto Lecuona sitúan su estreno en el Teatro Sauto de Matanzas. El autor tenía diecisiete años, el éxito fue inmediato y la obra para piano no tardó en rebasar las fronteras nacionales, adoptar título en inglés (For want of a star) y escucharse en adaptaciones para otros instrumentos y arreglos orquestales y vocales. Raro es el pianista cubano que no la incluya en su repertorio, es cheque al portador, y más raro aun es el auditorio que no agradezca escucharla. La comparsa es a la música cubana lo que algunos “Versos sencillos” de José Martí a la poesía de la isla: algo que todo el mundo se sabe (o cree saberse), y algo que parece “fácil” y no lo es tanto.
Entre sus exégetas estuvo a Jorge Mañach: “¿Qué imágenes, qué emociones me vienen a mí de la música de Lecuona? Me llegan una imagen y una emoción íntegramente criollas. Pienso en su famosa Comparsa. Esa lejanía que se va haciendo poco a poco presencia, que tiene un momento de auge frenético y vuelve a perderse luego en melancólico disminuendo. Es una de las composiciones de Lecuona en que la inspiración negra es más evidente, pero sin que se sobreponga al matiz criollo, a ciertas nostalgias de otras cosas que no son la selva pura y que están metidas en nuestra alma con no menos raigambre: la tristeza siboney y la alegría blanca”.
La comparsa puede escucharse interpretada por algunos virtuosos de la isla, pero sus metamorfosis ofrecen al melómano enamorado de ella un caudal de curiosidades: desde versiones de la Banda Nacional de Conciertos de Cuba o la orquesta “Tokio Cuban Boys”, dirigida por el japonés Tadaaki Misago, hasta interpretaciones cantadas del trío Los Panchos, Plácido Domingo y José Luis Rodríguez (“El Puma”), donde el título de la danza es sustituido por El último beso, y la letra oficial (“Escucha el rumor, escucha el sonar, / del seco tambor, de las maracas y el timbal”), por una de carácter amoroso, extraña al espíritu “afrocubano” de la composición, pero más fresca y susceptible de interesar a los seguidores del cantante venezolano.
Manuel Barrueco ha hecho una impecable adaptación para la guitarra, y Willy Chirino ha mezclado, traviesamente, sus notas iniciales con las de una canción de Los Beatles: Because. Entre las versiones más libres se encuentran una de Paquito D´Rivera al saxofón, y otra, que prefiero, al clarinete. El saxofón imprime a La comparsa un aire desengañado, de cantante de cabaret a quien, de tanto beber y trasnochar, se le ha rajado la voz y duda entre la taciturnidad y el arrebato. El clarinete, sin embargo, la vuelve más corpórea pero sin restarle ligereza: escuchándola se la ve deambular sola, a medianoche, por una calle de La Habana, como una jiribilla melancólica y desvelada que el músico, sonriente, sigue de puntillas, y de cuyo instrumento brota como la voluta de humo de la boca del fumador preciosista.
Hay otras dos versiones libérrimas de La comparsa capaces de irritar a sus devotos más tradicionalistas: una, para violín y voz, de Pedro Alfonso, y una para piano, guitarra eléctrica y percusión, de Bebo Valdés, Carlos Emilio Morales y Carlos “Patato” Valdés. La primera es pura diversión: el violinista ataca las primeras notas con la voz, produciendo monosílabos ininteligibles, como alfileres inofensivos, destinados a hacerle cosquillas al aire, donde más que clavarse rebotan y quedan, con la punta mellada, vibrando en el oído. La segunda es pura expansión de virtuosos, marea de improvisaciones que lejos de atentar contra la obra le abren las ventanas que la tradición mantenía cerradas y llenan de buen humor el espacio que se abre dentro y fuera de ella. Escucharla es visitar un patio lleno de voces y juegos de niños. No hay irreverencia: hay homenaje, pero a partir de una destreza y un relajamiento creador que Lecuona, criollo triste y sin embargo zumbón, músico ante todo, hubiera disfrutado y agradecido.
Las versiones simplificadas de La comparsa que interpretan los niños estudiantes de piano en sus exámenes finales no me incomodan: me conmueven. Me incomoda la versión de Ry Cooder incluida en el disco “Sublime ilusión” de Eliades Ochoa y el Cuarteto Patria. El guitarrista norteamericano prescinde del tema en el bajo más característico de la obra, descuida la digitación y trastoca más de una frase melódica, como si lejos de haberse tomado en serio la obra, aprendiéndosela a cabalidad, la tocara de oído y no se la supiera bien. El resultado es una interpretación desigual y monótona, indigna de un músico de su trayectoria.
No rechazo, pues, toda versión de La comparsa que deserte de la versión canónica, pero estimo que la obra jamás debió cantarse, hacerlo la banaliza, y que por más duchos que sean los músicos que la adapten a otros instrumentos y formatos orquestales, nunca será más fiel a sí misma ni dará lo mejor de sí que cuando un buen ejecutante, de formación clásica pero familiarizado con la música popular cubana y sus sutilezas rítmicas, donde reside su gracia, la interprete al piano.
Recuerdo una amiga a quien irritaba, con razón, la tendencia de algunos pianistas a “echarse a correr” a medida que abordaban la sección más brillante de La comparsa, cuando la clave no está en acelerar el tempo sino en incrementar el sonido, porque ese conjunto callejero de músicos y bailadores que evoca y estiliza Lecuona, y que viene de lejos, no aprieta el paso al llegar ante nosotros: sólo lo oímos mejor. El clímax de La comparsa no es cuestión de velocidad sino de intensidad: hay quien las confunde y, en su apremio, convierte la danza en barullo.
Si Cuba desapareciera del mapa, y con ella su cultura, pero sobreviviera La comparsa, ella sola bastaría para dar una idea exacta de quienes fuimos. Y si no de quienes fuimos, de quienes hubiéramos podido ser y de cuyos ideales, torpes, abjuramos.