La noticia de que se cumplen sesenta años de la publicación de El viejo y el mar me ha recordado una vieja fotografía donde aparecen Ernest Hemingway y su hijo Gregory, niño aún, empuñando escopetas. El escritor rezuma complacencia; Gregory, no tanto. El cañón de la escopeta del primero apunta hacia arriba; el cañón de la escopeta del segundo, hacia abajo. Sin embargo se diría que es Gregory, y no su padre, el que estaría más pronto a disparar, y a juzgar por la expresión de su rostro, a hacerlo contra el primero que le dé una excusa para dar rienda suelta a los sentimientos que su expresión sugiere.
No acierto a recordar la trama de El viejo y el mar sin que se me imponga, más que alguna de las peripecias que en él se narran o la sustancia última de la obra, la imagen del enorme pez que el protagonista remolca a la orilla; ese espinazo sanguinolento, devastado por la furia de los tiburones, cuya espada inútil acabará empuñando un niño y cuyo destino será flotar en el agua sucia, entre latas de cerveza vacías, hasta ser confundido, basura entre la basura, ironía de ironías, con los despojos de un tiburón.
Solía ver en ese cuerpo desguazado una representación de la persona de Ernest Hemingway, y en los escualos, una de los demonios que se disputaron su vida y acabaron dando cuenta de ella. Pero me equivocaba: el pez no era un retrato del escritor sino uno, anticipado, de su hijo más joven, Gregory, fallecido en una cárcel de Miami, el 1 de octubre de 2001, a los 69 años de edad, víctima de un ataque al corazón.
Gregory Hemingway, médico anestesista, viajero incansable, corredor de maratones, excelente jugador de tenis, cazador de elefantes, campeón de tiro, aficionado a la pesca, conversador brillante, casado en cuatro ocasiones y padre de siete hijos, fue encerrado en una celda para mujeres después de haber sido hallado de madrugada, desnudo, sentado al borde de una carretera, tratando de ponerse una pieza de ropa interior femenina y empuñando un par de zapatos de tacón alto y un vestido rosa.
Los agentes de la policía, que de momento no supieron de quién se trataba ni descubrieron en la presunta exhibicionista atributos masculinos, acabaron revelando que Gregory se había sometido a una operación quirúrgica para cambiar de sexo y que algunos de sus principales documentos, entre ellos la cédula electoral, lo identificaban como Gloria, una mujer que a veces, y sólo a veces, era también él mismo.
El alcoholismo despojó a Gregory Hemingway de la licencia para ejercer la medicina. En l987 confesó a un periodista haber recibido 98 tratamientos de electrochoques y haber sufrido varias crisis nerviosas. Era un maníaco depresivo a quien el abandono de sus medicamentos podía sumir en los más extremos estados de ánimo, desde la absoluta inanición hasta una suerte de paroxismo capaz de llevarlo a arrancarse la ropa y proferir incoherencias.
Todo indica que Gregory adoraba a su padre, pero que esa adoración no era correspondida. En el libro Mi hermano, Ernest Hemingway, Leicester Hemingway destaca que Pauline Pfeiffer, una de las esposas del novelista, había soñado darle a éste una hija, y que el nacimiento de Gregory bien pudo resultar una decepción para ambos. En casa se le llamó siempre "Gigi" y es probable que ninguno de los padres alcanzara a disimular cierto rechazo al niño cuyo alumbramiento, incluso, había puesto en peligro la vida de Pauline.
En l987, Gregory Hemingway reveló a la prensa que su padre había estado al tanto de su afición a vestirse de mujer. Su viuda denunciaría esa afición como una de las razones que la llevaron a recurrir al divorcio en l995. La pareja volvería a casarse en 1997. Su primer encuentro había tenido lugar en 1991, en los servicios sanitarios para mujeres de un restaurante de Miami, adonde ella, curiosa, lo había seguido. Por entonces, Ida Mae Hemingway veía en el travestismo de su futuro esposo un hecho "divertido y conmovedor".
Hemingway padre y Hemingway hijo naufragaron en el más tenebroso de los mares: el mar de sus respectivas vidas interiores. Al ser arrojados a la orilla de la muerte no estaban en mejor estado que el pez espada cuyos restos intrigan a las personas reunidas en una terraza en la última página de El viejo y el mar. Estoy entre ellas.
NOTA
La identificación del pez espada devorado por los tiburones con la persona de Ernest Hemingway y, luego, con la de su hijo Gregory, forma parte de un imaginario personal que incluye un breve y estremecedor poema de Francisco Hernández:
El viejo Ernest
asentó la frente
contra los cañones
de su escopeta,
cerró los ojos,
vio que un león se acercaba
y disparó.