Uva de Aragón llegó al Centro Juan Marinello, en la Avenida Boyeros en La Habana, vestida de negro, con collares llamativos y pulsos de colores más claros en su brazo derecho. Unos kilos extras y una nostalgia evidente: vive alejada de su Habana. El exilio le duele.
Como muchos en la diáspora, Uva sabe lo que es vivir tan cerca de La Habana y tan lejos de Cuba, por razones de caprichos políticos de autócratas, presidentes acomodados a la inercia en Estados Unidos y congresistas de origen cubano que en su puja por desbancar a los Castro olvidan las razones humanas.
De eso y más conoce esta notable intelectual cubana-americana que hace décadas tuvo que marcharse con su familia, por los coletazos colaterales provocados durante la Guerra Fría en Cuba y un barbudo que decididamente instauró un gobierno solo para sus partidarios.
Pero esa tarde habanera, Uva no fue a charlar del dolor por lo perdido. No era la tribuna. A la altura de su vida, ve el pasado con menos pasión.
La razón de esta fiesta de la palabra, de una narradora que no necesita la pluma para encantar, era traernos en su bolso las memorias de su abuelo.
Por diplomacia no señaló a ningún culpable, pero ella mejor que nadie sabe que después de la llegada al poder de Fidel Castro, por mala leche u olvido -voluntario o involuntario-, se intentó borrar de la cultura nacional a ese tipo imprescindible de las letras cubanas que responde al nombre de Alfonso Hernández Catá.
En la sala estaban presentes intelectuales y amigos de su familia como Graciela Pogolotti, Enrique Pineda Barnet y Raúl Roa hijo. También, jóvenes que poco o nada sabían de Hernández Catá.
La charla fue una clase. De amor familiar y evocaciones. De patria. Y una lección que deben aprender los encargados de proteger el patrimonio de la nación: la cultura cubana es una sola.
Una cultura que no se gestó con la llegada al poder del guerrillero. En todo caso, creció. Porque antes, en la República, numerosos intelectuales ya habían grabado su nombre con letras góticas en la isla toda, desde oriente a occidente.
Hombres y mujeres que gozaban con una ventaja importante: tenían libertad a la hora de crear su obra. Se le agradece a Uva de Aragón redimir del silencio oficial a Alfonso Hernández Catá. Ético y lúcido. Había nacido en España, pero era cubano por los cuatro costados.
Como señaló Uva, el premio de literatura instaurado en su nombre después del fallecimiento de su abuelo en un accidente aéreo en Brasil, en 1940, fue un galardón que solo obtuvieron los grandes de las letras cubanas.
Vivió en una época irrepetible, cuando Cuba tuvo su mejor etapa dentro de la democracia. Donde comunistas como Juan Marinello o Salvador García Agüero tomaban café y en un bar de la ciudad charlaban con Hernández Catá, un liberal, desinhibido y amigo de los placeres mundanos. Unos y otros conversaban respetuosamente, sin que por ello se afectaran sus ideologías.
Alfonso Hernández Catá fue diplomático y en todas sus pláticas en el extranjero llevaba a Cuba prendida en la solapa. Como su nieta Uva, quien en la tarde del 19 de abril, nos esbozó una soberbia acuarela de su abuelo y de otros parientes suyos involucrados en la vida cultural habanera anterior a 1959.
Uva de Aragón nos trajo de vuelta a un intelectual imprescindible de la etapa republicana. Se agradece el intento de rescatarlo de la omisión planificada y la mala memoria oficial. Ella sabe que es deuda y compromiso.
Como muchos en la diáspora, Uva sabe lo que es vivir tan cerca de La Habana y tan lejos de Cuba, por razones de caprichos políticos de autócratas, presidentes acomodados a la inercia en Estados Unidos y congresistas de origen cubano que en su puja por desbancar a los Castro olvidan las razones humanas.
De eso y más conoce esta notable intelectual cubana-americana que hace décadas tuvo que marcharse con su familia, por los coletazos colaterales provocados durante la Guerra Fría en Cuba y un barbudo que decididamente instauró un gobierno solo para sus partidarios.
Pero esa tarde habanera, Uva no fue a charlar del dolor por lo perdido. No era la tribuna. A la altura de su vida, ve el pasado con menos pasión.
La razón de esta fiesta de la palabra, de una narradora que no necesita la pluma para encantar, era traernos en su bolso las memorias de su abuelo.
Por diplomacia no señaló a ningún culpable, pero ella mejor que nadie sabe que después de la llegada al poder de Fidel Castro, por mala leche u olvido -voluntario o involuntario-, se intentó borrar de la cultura nacional a ese tipo imprescindible de las letras cubanas que responde al nombre de Alfonso Hernández Catá.
En la sala estaban presentes intelectuales y amigos de su familia como Graciela Pogolotti, Enrique Pineda Barnet y Raúl Roa hijo. También, jóvenes que poco o nada sabían de Hernández Catá.
La charla fue una clase. De amor familiar y evocaciones. De patria. Y una lección que deben aprender los encargados de proteger el patrimonio de la nación: la cultura cubana es una sola.
Una cultura que no se gestó con la llegada al poder del guerrillero. En todo caso, creció. Porque antes, en la República, numerosos intelectuales ya habían grabado su nombre con letras góticas en la isla toda, desde oriente a occidente.
Hombres y mujeres que gozaban con una ventaja importante: tenían libertad a la hora de crear su obra. Se le agradece a Uva de Aragón redimir del silencio oficial a Alfonso Hernández Catá. Ético y lúcido. Había nacido en España, pero era cubano por los cuatro costados.
Como señaló Uva, el premio de literatura instaurado en su nombre después del fallecimiento de su abuelo en un accidente aéreo en Brasil, en 1940, fue un galardón que solo obtuvieron los grandes de las letras cubanas.
Vivió en una época irrepetible, cuando Cuba tuvo su mejor etapa dentro de la democracia. Donde comunistas como Juan Marinello o Salvador García Agüero tomaban café y en un bar de la ciudad charlaban con Hernández Catá, un liberal, desinhibido y amigo de los placeres mundanos. Unos y otros conversaban respetuosamente, sin que por ello se afectaran sus ideologías.
Alfonso Hernández Catá fue diplomático y en todas sus pláticas en el extranjero llevaba a Cuba prendida en la solapa. Como su nieta Uva, quien en la tarde del 19 de abril, nos esbozó una soberbia acuarela de su abuelo y de otros parientes suyos involucrados en la vida cultural habanera anterior a 1959.
Uva de Aragón nos trajo de vuelta a un intelectual imprescindible de la etapa republicana. Se agradece el intento de rescatarlo de la omisión planificada y la mala memoria oficial. Ella sabe que es deuda y compromiso.