Un taxi en la ciudad de México. La radio difunde una canción que no conozco. Letra y música me son indiferentes hasta que cuajan en una frase: puedo noviar con la Rosa o la Charito, / no hay ley que me prohíba noviar en lo oscurito. Estas cuatro palabras finales me espabilan y no atino a hacer otra cosa, durante el resto de mi recorrido, que recordarlas y deleitarme en su acierto. El genio popular es amigo de sacar la cabeza donde ya se le daba por extinto.
Hay palabras capaces de sugerir, por sí solas, un color: quien dice “mar” dice azul; quien “sol”, amarillo; quien “novia”, blanco. Y algo de esa blancura pervive en el verbo “noviar” y se aviva cuando el idilio se acoge a un ámbito oscuro, o mejor aun, “oscurito”, porque toda la gracia de la frase está en su diminutivo, en esa pequeñez ciega donde lo blanco se instala y es sinónimo de cuchicheo, caricia y clandestinidad. Noviar en lo oscurito es blanquear el centro de la sombra cuidando no desbordarla, es darle huevo a un ojo que acaso engendre niña.
“El adjetivo, cuando no da vida, mata”, advirtió Vicente Huidobro. Más peligroso que el adjetivo es el diminutivo, tan propenso a lo ñoño. Empalaga la persona aficionada a él. Lo que de entrada se agradece, por insinuar quién sabe qué ternura o amabilidad extremas, acaba por exasperar. Mi mujer desistió de continuar visitando a un dentista que, en su afán de mostrar mayor consideración hacia sus pacientes, todo lo minimizaba: boquita, lengüita, muelita. El consumo de azúcar, responsable de tanta ruina bucal, tenía en sus melindres el aliado perfecto.
Pero la canción mexicana ha sabido utilizar los diminutivos con picardía, haciéndose de un repertorio que de tanto entonarse, mereciendo ser celebrado, pasa inadvertido: Quisiera ser solecito / para entrar por tu ventana, / y darte los buenos días / acostadito en tu cama.
Este anhelo de ser un sol diminuto, capaz de escurrirse en el dormitorio de la mujer que se ama y amanecer echado junto a ella, calentando sus sábanas, rebosa encanto. Es, en cierto sentido, la versión diurna de una peripecia erótica registrada por Octavio Paz en un poema de “Ladera Este”, donde una pareja se acopla en compañía de la luna. O mejor aun, donde la luna, que ilumina el lecho, participa en el acoplamiento. El amante de “Las mañanitas” es más y menos ambicioso, no aspira a disfrutar de un ménage à trois: el sol, aunque disminuido, es él.
Igualmente encantador es el cielito lindo que luce lunar. No sólo el sol, el cielo es capaz de reducirse a una persona y tener pretendientes prontos a disputarse sus manchas y vanagloriarse de haber sido los elegidos para recrearse en ellas: Ese lunar que tienes, cielito lindo, junto a la boca, / no se lo des a nadie, cielito lindo, que a mí me toca.
Otro acierto: el calificativo: “lindo”. Lejos de enseriar la miniatura del cielo –un adjetivo más lujoso lo hubiera desangelado-- le amplía la sonrisa e imprime al piropo la fragancia de lo popular íntegro. La belleza impone distancia; la lindura, no.
Pariente de tanto diminutivo certero, aunque se le confiera mayor alcurnia, es el que José Gorostiza introduce en el penúltimo verso de “Muerte sin fin”, como ansioso, él también, de noviar en lo oscurito:
Desde mis ojos insomnes
mi muerte me está acechando,
me acecha, sí, me enamora
con su ojo lánguido.
¡Anda, putilla del rubor helado,
anda, vámonos al diablo!
Entre los diminutivos que agracian la poesía cubana está “Ismaelillo”, título con el que José Martí convierte al Ismael bíblico, padre de la nación árabe, en su hijo; están las “palomitas de hierro” que en un poema de Eugenio Florit se clavan en el cuerpo de San Sebastián; está mucho Emilio Ballagas:
Muy despacio y de puntillas
viene el sueño.
De corcho las zapatillas
y el dedo
sobre la boca --¡Silencio!—
tocando las naricillas.
¡Qué sueño!...
¡Me duermo!
Pero tengo un predilecto:
Empapada de su carne
aquí está la lluvia hermana:
por el aire viene, y viene
hechesita un mar de lágrimas.
Hay palabras capaces de sugerir, por sí solas, un color: quien dice “mar” dice azul; quien “sol”, amarillo; quien “novia”, blanco. Y algo de esa blancura pervive en el verbo “noviar” y se aviva cuando el idilio se acoge a un ámbito oscuro, o mejor aun, “oscurito”, porque toda la gracia de la frase está en su diminutivo, en esa pequeñez ciega donde lo blanco se instala y es sinónimo de cuchicheo, caricia y clandestinidad. Noviar en lo oscurito es blanquear el centro de la sombra cuidando no desbordarla, es darle huevo a un ojo que acaso engendre niña.
“El adjetivo, cuando no da vida, mata”, advirtió Vicente Huidobro. Más peligroso que el adjetivo es el diminutivo, tan propenso a lo ñoño. Empalaga la persona aficionada a él. Lo que de entrada se agradece, por insinuar quién sabe qué ternura o amabilidad extremas, acaba por exasperar. Mi mujer desistió de continuar visitando a un dentista que, en su afán de mostrar mayor consideración hacia sus pacientes, todo lo minimizaba: boquita, lengüita, muelita. El consumo de azúcar, responsable de tanta ruina bucal, tenía en sus melindres el aliado perfecto.
Pero la canción mexicana ha sabido utilizar los diminutivos con picardía, haciéndose de un repertorio que de tanto entonarse, mereciendo ser celebrado, pasa inadvertido: Quisiera ser solecito / para entrar por tu ventana, / y darte los buenos días / acostadito en tu cama.
Este anhelo de ser un sol diminuto, capaz de escurrirse en el dormitorio de la mujer que se ama y amanecer echado junto a ella, calentando sus sábanas, rebosa encanto. Es, en cierto sentido, la versión diurna de una peripecia erótica registrada por Octavio Paz en un poema de “Ladera Este”, donde una pareja se acopla en compañía de la luna. O mejor aun, donde la luna, que ilumina el lecho, participa en el acoplamiento. El amante de “Las mañanitas” es más y menos ambicioso, no aspira a disfrutar de un ménage à trois: el sol, aunque disminuido, es él.
Igualmente encantador es el cielito lindo que luce lunar. No sólo el sol, el cielo es capaz de reducirse a una persona y tener pretendientes prontos a disputarse sus manchas y vanagloriarse de haber sido los elegidos para recrearse en ellas: Ese lunar que tienes, cielito lindo, junto a la boca, / no se lo des a nadie, cielito lindo, que a mí me toca.
Otro acierto: el calificativo: “lindo”. Lejos de enseriar la miniatura del cielo –un adjetivo más lujoso lo hubiera desangelado-- le amplía la sonrisa e imprime al piropo la fragancia de lo popular íntegro. La belleza impone distancia; la lindura, no.
Pariente de tanto diminutivo certero, aunque se le confiera mayor alcurnia, es el que José Gorostiza introduce en el penúltimo verso de “Muerte sin fin”, como ansioso, él también, de noviar en lo oscurito:
Desde mis ojos insomnes
mi muerte me está acechando,
me acecha, sí, me enamora
con su ojo lánguido.
¡Anda, putilla del rubor helado,
anda, vámonos al diablo!
Entre los diminutivos que agracian la poesía cubana está “Ismaelillo”, título con el que José Martí convierte al Ismael bíblico, padre de la nación árabe, en su hijo; están las “palomitas de hierro” que en un poema de Eugenio Florit se clavan en el cuerpo de San Sebastián; está mucho Emilio Ballagas:
Muy despacio y de puntillas
viene el sueño.
De corcho las zapatillas
y el dedo
sobre la boca --¡Silencio!—
tocando las naricillas.
¡Qué sueño!...
¡Me duermo!
Pero tengo un predilecto:
Empapada de su carne
aquí está la lluvia hermana:
por el aire viene, y viene
hechesita un mar de lágrimas.
Mariano Brull
Ante él sólo atino
a sacar mi pañuelo,
ofrecerlo a la lluvia
y quitarme el sombrero.
a sacar mi pañuelo,
ofrecerlo a la lluvia
y quitarme el sombrero.