En un ensayo titulado “Galanteos animales”, el zoólogo Gerald Durrell describe las estrategias utilizadas por algunos animales para buscar pareja, y entre esas estrategias destaca la del tilonorrinco, un pájaro australiano que comienza por construir un “templo de amor”.
El tilonorrinco reúne ramas pequeñas, pajas, hierbas, trozos de cuerda y levanta un pequeño edificio que luego adorna meticulosamente con todo lo que sospecha que pudiera halagar a su virtual compañera: caracoles vacíos, hebras de hilo, pedazos de papel metálico procedente de las cajas de cigarrillos, piedras de distintos colores y todo género de miniaturas. En estado silvestre, dice Durrell, el tilonorrinco es una de las pocas aves capaces de utilizar frutas, carbón húmedo y cualquier tipo de material fibroso para pintar su nido. Más curioso que el tilonorrinco es Cristóbal Díaz Ayala, el musicógrafo cubano, que no ha elaborado su obra para cortejar a alguien sino por puro amor a la música cubana y a Cuba, y lo ha hecho con un fervor capaz de avergonzar a su émulo australiano.
Sin su esplendidez a la hora de compartir hallazgos y grabaciones, sin su amistad, mi afición a la música popular cubana no hubiera encontrado móvil para extenderse y renovarse a lo largo de varias décadas. Los libros de Díaz Ayala han representado, y aún representan, una invitación constante a escuchar esa música con oídos nuevos, a repensar hechos y a deleitarme con un insospechado caudal de sugerencias.
A la campaña de distorsión y escamoteo que llevó a cabo el gobierno cubano en lo que al cancionero tradicional de la isla se refiere, excluyendo de su nómina a tanto músico e intérprete de valor que no cedió a la tentación de servirle de cómplice con su silencio o su arte y optó por abandonar el país, Cristóbal Díaz Ayala ha opuesto, sin alharacas patrióticas, sin más recursos económicos que los provenientes de su bolsillo, su labor de rescate, su arqueología amorosa, ávida de reintegrar viejos nombres al patrimonio nacional.
Gracias a él muchos cubanos futuros sabrán lo que ignoran muchos cubanos actuales; tendrán noticia de quiénes fueron Julio Gutiérrez, René Touzet, Osvaldo Farrés, Bobby Collazo, Mario Fernández Porta, Fernando Mulens, Ernesto Duarte, Pepé Delgado y tantos otros compatriotas suyos muertos en el extranjero cuyo trabajo fue piedra angular del cancionero popular cubano de la primera mitad del siglo XX y a quienes se intentó amputar de la memoria del país.
“Música cubana. Del areíto a la Nueva Trova”, el primer libro de Cristóbal Díaz Ayala, publicado mucho antes de que Ry Cooder, un estadounidense, le devolviera a la música tradicional cubana el protagonismo internacional que el gobierno de la isla le había secuestrado en un afán de erradicar mucha gloria pasada y de aupar a sus incondicionales, fue el primer mapa con el que contamos muchos para adentrarnos en esa selva, virgen hasta entonces, de la música popular cubana; música que algunos resabidos desdeñan porque sólo alcanzan a distinguir una forma de esparcimiento donde deberían reconocer algunas de las expresiones más puras del alma de la isla, lo que quedará cuando mucho de lo que ellos inflan se desvanezca.
Hay que felicitar a la Universidad Internacional de la Florida por acoger el legado de Cristóbal Díaz Ayala, un legado que debe cuidarse y compartirse con esa mezcla de dadivosidad y de celo con los que el investigador ha sabido hacerlo. Si la institución pone ese legado en manos groseras o indiferentes estará traicionando el ejemplo de Díaz Ayala. Si lo encierra en un espacio con ínfulas de museo, al que sólo puedan tener acceso unos pocos elegidos, la traición será aun mayor. Nada le hará más justicia a la labor extraordinaria de este hombre que la disponibilidad responsable pero generosa de su trabajo.
A veces, cuando me pregunto qué habrá sido de aquellos cubanos cordiales que podían ser expresivos y hasta chistosos sin ser vulgares; qué habrá sido de aquellos cubanos sencillos y atildados para quienes ser decentes no era ser tontos sino fieles a ciertos principios y modos de convivencia aprendidos en la infancia; qué habrá sido de aquéllos que nunca perdieron la fe en Cuba o en alguna dimensión de Cuba y no dudaron en poner su vida al servicio de ella, pienso en Cristóbal Díaz Ayala, y ese pensamiento me conforta. Si la nación hubiera contado y contara con un número mayor de cubanos como él, nuestro pasado reciente no sería tan lamentable, nuestra actualidad tan desalentadora, nuestro futuro tan incierto.
La música campesina cubana ostenta algunos sobrenombres destinados a celebrar las aptitudes de sus intérpretes identificándolos con las aves canoras y la patria chica de cada uno: El sinsonte de Govea, El jilguero de Cienfuegos, La calandria matancera… Al tilonorrinco australiano, artífice de algunos de los templos de amor más curiosos del mundo, le ha surgido un competidor aventajado en el Caribe, sólo que a éste no lo mueve interés alguno sino la pura vocación para reparar el daño que el tiempo y algunos compatriotas suyos, indignos de su nobleza, han hecho.
El tilonorrinco reúne ramas pequeñas, pajas, hierbas, trozos de cuerda y levanta un pequeño edificio que luego adorna meticulosamente con todo lo que sospecha que pudiera halagar a su virtual compañera: caracoles vacíos, hebras de hilo, pedazos de papel metálico procedente de las cajas de cigarrillos, piedras de distintos colores y todo género de miniaturas. En estado silvestre, dice Durrell, el tilonorrinco es una de las pocas aves capaces de utilizar frutas, carbón húmedo y cualquier tipo de material fibroso para pintar su nido. Más curioso que el tilonorrinco es Cristóbal Díaz Ayala, el musicógrafo cubano, que no ha elaborado su obra para cortejar a alguien sino por puro amor a la música cubana y a Cuba, y lo ha hecho con un fervor capaz de avergonzar a su émulo australiano.
Sin su esplendidez a la hora de compartir hallazgos y grabaciones, sin su amistad, mi afición a la música popular cubana no hubiera encontrado móvil para extenderse y renovarse a lo largo de varias décadas. Los libros de Díaz Ayala han representado, y aún representan, una invitación constante a escuchar esa música con oídos nuevos, a repensar hechos y a deleitarme con un insospechado caudal de sugerencias.
A la campaña de distorsión y escamoteo que llevó a cabo el gobierno cubano en lo que al cancionero tradicional de la isla se refiere, excluyendo de su nómina a tanto músico e intérprete de valor que no cedió a la tentación de servirle de cómplice con su silencio o su arte y optó por abandonar el país, Cristóbal Díaz Ayala ha opuesto, sin alharacas patrióticas, sin más recursos económicos que los provenientes de su bolsillo, su labor de rescate, su arqueología amorosa, ávida de reintegrar viejos nombres al patrimonio nacional.
Gracias a él muchos cubanos futuros sabrán lo que ignoran muchos cubanos actuales; tendrán noticia de quiénes fueron Julio Gutiérrez, René Touzet, Osvaldo Farrés, Bobby Collazo, Mario Fernández Porta, Fernando Mulens, Ernesto Duarte, Pepé Delgado y tantos otros compatriotas suyos muertos en el extranjero cuyo trabajo fue piedra angular del cancionero popular cubano de la primera mitad del siglo XX y a quienes se intentó amputar de la memoria del país.
“Música cubana. Del areíto a la Nueva Trova”, el primer libro de Cristóbal Díaz Ayala, publicado mucho antes de que Ry Cooder, un estadounidense, le devolviera a la música tradicional cubana el protagonismo internacional que el gobierno de la isla le había secuestrado en un afán de erradicar mucha gloria pasada y de aupar a sus incondicionales, fue el primer mapa con el que contamos muchos para adentrarnos en esa selva, virgen hasta entonces, de la música popular cubana; música que algunos resabidos desdeñan porque sólo alcanzan a distinguir una forma de esparcimiento donde deberían reconocer algunas de las expresiones más puras del alma de la isla, lo que quedará cuando mucho de lo que ellos inflan se desvanezca.
Hay que felicitar a la Universidad Internacional de la Florida por acoger el legado de Cristóbal Díaz Ayala, un legado que debe cuidarse y compartirse con esa mezcla de dadivosidad y de celo con los que el investigador ha sabido hacerlo. Si la institución pone ese legado en manos groseras o indiferentes estará traicionando el ejemplo de Díaz Ayala. Si lo encierra en un espacio con ínfulas de museo, al que sólo puedan tener acceso unos pocos elegidos, la traición será aun mayor. Nada le hará más justicia a la labor extraordinaria de este hombre que la disponibilidad responsable pero generosa de su trabajo.
A veces, cuando me pregunto qué habrá sido de aquellos cubanos cordiales que podían ser expresivos y hasta chistosos sin ser vulgares; qué habrá sido de aquellos cubanos sencillos y atildados para quienes ser decentes no era ser tontos sino fieles a ciertos principios y modos de convivencia aprendidos en la infancia; qué habrá sido de aquéllos que nunca perdieron la fe en Cuba o en alguna dimensión de Cuba y no dudaron en poner su vida al servicio de ella, pienso en Cristóbal Díaz Ayala, y ese pensamiento me conforta. Si la nación hubiera contado y contara con un número mayor de cubanos como él, nuestro pasado reciente no sería tan lamentable, nuestra actualidad tan desalentadora, nuestro futuro tan incierto.
La música campesina cubana ostenta algunos sobrenombres destinados a celebrar las aptitudes de sus intérpretes identificándolos con las aves canoras y la patria chica de cada uno: El sinsonte de Govea, El jilguero de Cienfuegos, La calandria matancera… Al tilonorrinco australiano, artífice de algunos de los templos de amor más curiosos del mundo, le ha surgido un competidor aventajado en el Caribe, sólo que a éste no lo mueve interés alguno sino la pura vocación para reparar el daño que el tiempo y algunos compatriotas suyos, indignos de su nobleza, han hecho.