Escribir es escapar, hacerse de una realidad más propia que la ostensible y sobrevivir en ella los embates de turno, aunque es común que éstos sean los que nos sobrevivan y continúen ensañándose con la juventud que, a su hora, obstinada y víctima de una inadecuación similar a la nuestra, se dará a escribir. La historia más reciente de Cuba es tan rica en prófugos, es decir, en escritores o personas que han ensayado serlo, como en tumbas, y los embates, además de no menguar, no varían. Tienta a la vez que asola reconocer que han prevalecido sobre toda buena intención, y que arrostrándolos o pretendiendo ponerles coto puede haberse perdido el tiempo. No se puede abolir lo que, fatalmente, se genera o, pero aún, se es: los embates somos nosotros.
La decisión de mi abuelo Mariano Esteva Lora de dedicarse al estudio y la práctica del verso en la cárcel sorprendió a la familia. No porque se le supusiera insensible a ciertas manifestaciones del espíritu –de joven había cultivado el canto, fue amigo de Jorge Mañach y sus cartas demuestran don para la escritura— sino porque su vida, hasta entonces, había sido consumida por dos pasiones: el acontecer cubano (pasión desdoblada en actividad política notoria o secreta) y la medicina, que en él era una vocación para el servicio público: sus pacientes solían remunerarle con racimos de frutas, cestas de legumbres, aves de corral y especialidades de la gastronomía regional, sobre todo postres, sin los que el comensal rehusaba levantarse de la mesa. La prisión iba a forzarlo a hacerse de un instrumento capaz de permitirle reinventarse sin dejar de serse fiel a sí mismo, y ese instrumento fue el verso.
Luego de solicitar métodos de versificación, diccionario, papel y bolígrafo, mi abuelo se dio a la tarea de escribir poemas destinados a reintegrarlo a una dimensión frecuente de lo suyo: la clandestinidad. Aquellos poemas abandonarían la cárcel a despecho de toda vigilancia; la abandonarían delante de las narices de sus carceleros, ocultos en uno de los objetos más típicos y humildes del país, las bolsas de yarey, y con cada poema que abandonara la cárcel, la abandonaría, triunfante, su autor.
El riesgo y las reiteradas victorias deben de haberlo encandilado: era un regreso a los días de beligerancia furtiva contra Gerardo Machado, Fulgencio Batista y Fidel Castro; era un regreso a la desobediencia civil y al peligro. El conspirador tenía un nuevo cómplice, el verso, y el verso, varias responsabilidades: poner a prueba la maquinaria represiva del estado, tomar el pelo a quienes la implementaban, liberar al prisionero, aunque sólo fuera de manera simbólica, ser portador de sus sentimientos a familiares y amigos, y permitirle ampliar su hoja de servicio: el médico inhabilitado se transformó en el amanuense de sus compañeros de celda, en autor solícito de poemas y cartas por encargo.
No sé cuántos hogares cubanos conservarán algunos de los versos que mi abuelo escribió en nombre de aquéllos que, no pudiendo regalar otra cosa en días señalados --cumpleaños, aniversarios de boda, Día de las Madres, Día de los Enamorados, Navidad--, recurrían a él para que hermoseara y pusiera en estrofas lo que ellos se sentían incapaces de expresar de viva voz o por escrito. No era raro que durante nuestras visitas a la cárcel alguno de ellos atravesara el gran patio y se acercara, risueño, llevando de la mano a su mujer o su novia para que el versificador comprobara que el “retrato hablado” suministrado en la penumbra del calabozo había sido preciso, y que las emociones y los halagos ritmados por mi abuelo estaban justificados. La musa se ruborizaba. El versificador resplandecía. La prioridad nunca fue ser médico: serlo fue sólo una excusa. La prioridad fue y seguía siendo servir.
Un gran sobre de Manila guarda revueltos, en mi hogar de exiliado, muchos de los versos escritos por mi abuelo en prisión; también, algunas cartas. Mi abuela los conservó intactos y años después, muerto él, ella misma y mi madre, restándoles importancia ante los funcionarios de la aduana de la isla, los trajeron al exilio. Meter la mano en ese sobre, palpar y extraer los papeles que ya frágiles amarillean y amenazan con quebrarse, aspirar su olor, reconocer la caligrafía urgente de mi abuelo y la tonalidad de la tinta (celeste a veces, turquí otras), es comprobar hasta qué punto el niño que fui vivió atento al drama que se desarrollaba a su alrededor y se sintió atraído por aquel tráfico encubierto; todo, de adulto, a un tris de la sexagésima década de su vida, sigue resultándole vívido.
Es probable que mi afición a la escritura naciera en la cárcel, en aquel trajín transgresor y, por transgresor, emocionante, en el que vi enfrascarse a mi abuelo y en el que yo mismo participé transportando las bolsas de yarey en cuyas asas se escabullían sus versos. No leía una novela de aventuras ni veía una película o una serie televisiva: la novela, para mí asombro, era la vida real; la película o la serie, la que todos protagonizábamos y mi abuelo, además de protagonizar, dirigía.
Es probable, incluso, que mi afición a las formas clásicas de la poesía
--formas cerradas, al decir de algunos— naciera allí, en la Cárcel de Boniato, y que el uso de esas formas no sea más que un intento de reproducir las circunstancias que catapultaron a mi abuelo a la escritura y escribir, como él, a partir de las limitaciones, no importa si autoimpuestas; escribir para desafiarlas, para demostrar y demostrarme que puedo ser libre dentro de esas formas, libre a pesar de ellas, y encontrar en esa maniobra la felicidad que puede proporcionar a un prisionero saber que sus versos, y con ellos él, burlan barrotes y guardias.
Mi última visita a la Cárcel de Boniato tuvo lugar en junio de 1965. Pocos días después abandonaríamos el pueblo y, luego, el país. Nada se le dijo a mi abuelo de nuestra partida, aunque por su edad avanzada, los achaques derivados de la vida en prisión y la distancia que se abría entre todos era dudoso que volviéramos a verle. Mi madre, a quien acompañé aquel día y a quien vi tragarse todas las lágrimas del mundo, no tenía valor para despedirse de él. Fue desde entonces, y quizás hasta el día de su muerte, un cristal a punto de hacerse añicos, o uno hecho añicos que a medida que se rompía, para no angustiarnos a mi hermano y a mí, se restauraba a si mismo.
Luego de permanecer en la cárcel durante varios años, mi abuelo fue trasladado a una granja distante donde se le permitió volver a ejercer la medicina y donde las condiciones de vida y el trato fueron menos duros. Mi abuela, mi tía Mercedes (la más joven de sus hijas) y el esposo de ésta continuarían sorteando todo género de dificultades relacionadas con el transporte para visitarlo y llevarle, además de aquellas bolsas de yarey cargadas de comestibles cuya plural conveniencia el escribidor atesoraba, noticias nuestras.
Luego de concedérsele la libertad condicional, mi abuelo regresó a Palma Soriano exento de odio –era inmune a él-- pero inflexible en su oposición al gobierno.
El consultorio, que ocupaba un ala de su casa, había sido desmantelado por las autoridades locales y la posibilidad de reanudar la práctica privada, rescindida. Se le propuso desempeñarse en una clínica pública: un buen número de colegas suyos había abandonado y abandonaba Cuba, y la clase médica se resentía. No titubeó: el gobierno era una cosa, sus coterráneos otra, y lo suyo, servir. Murió el 4 de abril de 1983 y fue sepultado donde correspondía: en el cementerio del pueblo, un puñado de blancura que amarillea y decae como las hojas de papel donde escribió sus versos, como la idea de la nación que presidió sus actos, pero a la vista de las montañas y el cielo de su provincia.
Escribir puede ser un acto a favor de la libertad, una gestión encaminada a defenderla o exigirla para un pueblo o un individuo. Pero debe ser ante todo una forma de encarnarla, de ser, mientras se escribe, la libertad misma. Yo vi la libertad en la Cárcel de Boniato: tenía el rostro de mi abuelo.
La decisión de mi abuelo Mariano Esteva Lora de dedicarse al estudio y la práctica del verso en la cárcel sorprendió a la familia. No porque se le supusiera insensible a ciertas manifestaciones del espíritu –de joven había cultivado el canto, fue amigo de Jorge Mañach y sus cartas demuestran don para la escritura— sino porque su vida, hasta entonces, había sido consumida por dos pasiones: el acontecer cubano (pasión desdoblada en actividad política notoria o secreta) y la medicina, que en él era una vocación para el servicio público: sus pacientes solían remunerarle con racimos de frutas, cestas de legumbres, aves de corral y especialidades de la gastronomía regional, sobre todo postres, sin los que el comensal rehusaba levantarse de la mesa. La prisión iba a forzarlo a hacerse de un instrumento capaz de permitirle reinventarse sin dejar de serse fiel a sí mismo, y ese instrumento fue el verso.
Luego de solicitar métodos de versificación, diccionario, papel y bolígrafo, mi abuelo se dio a la tarea de escribir poemas destinados a reintegrarlo a una dimensión frecuente de lo suyo: la clandestinidad. Aquellos poemas abandonarían la cárcel a despecho de toda vigilancia; la abandonarían delante de las narices de sus carceleros, ocultos en uno de los objetos más típicos y humildes del país, las bolsas de yarey, y con cada poema que abandonara la cárcel, la abandonaría, triunfante, su autor.
El riesgo y las reiteradas victorias deben de haberlo encandilado: era un regreso a los días de beligerancia furtiva contra Gerardo Machado, Fulgencio Batista y Fidel Castro; era un regreso a la desobediencia civil y al peligro. El conspirador tenía un nuevo cómplice, el verso, y el verso, varias responsabilidades: poner a prueba la maquinaria represiva del estado, tomar el pelo a quienes la implementaban, liberar al prisionero, aunque sólo fuera de manera simbólica, ser portador de sus sentimientos a familiares y amigos, y permitirle ampliar su hoja de servicio: el médico inhabilitado se transformó en el amanuense de sus compañeros de celda, en autor solícito de poemas y cartas por encargo.
No sé cuántos hogares cubanos conservarán algunos de los versos que mi abuelo escribió en nombre de aquéllos que, no pudiendo regalar otra cosa en días señalados --cumpleaños, aniversarios de boda, Día de las Madres, Día de los Enamorados, Navidad--, recurrían a él para que hermoseara y pusiera en estrofas lo que ellos se sentían incapaces de expresar de viva voz o por escrito. No era raro que durante nuestras visitas a la cárcel alguno de ellos atravesara el gran patio y se acercara, risueño, llevando de la mano a su mujer o su novia para que el versificador comprobara que el “retrato hablado” suministrado en la penumbra del calabozo había sido preciso, y que las emociones y los halagos ritmados por mi abuelo estaban justificados. La musa se ruborizaba. El versificador resplandecía. La prioridad nunca fue ser médico: serlo fue sólo una excusa. La prioridad fue y seguía siendo servir.
Un gran sobre de Manila guarda revueltos, en mi hogar de exiliado, muchos de los versos escritos por mi abuelo en prisión; también, algunas cartas. Mi abuela los conservó intactos y años después, muerto él, ella misma y mi madre, restándoles importancia ante los funcionarios de la aduana de la isla, los trajeron al exilio. Meter la mano en ese sobre, palpar y extraer los papeles que ya frágiles amarillean y amenazan con quebrarse, aspirar su olor, reconocer la caligrafía urgente de mi abuelo y la tonalidad de la tinta (celeste a veces, turquí otras), es comprobar hasta qué punto el niño que fui vivió atento al drama que se desarrollaba a su alrededor y se sintió atraído por aquel tráfico encubierto; todo, de adulto, a un tris de la sexagésima década de su vida, sigue resultándole vívido.
Es probable que mi afición a la escritura naciera en la cárcel, en aquel trajín transgresor y, por transgresor, emocionante, en el que vi enfrascarse a mi abuelo y en el que yo mismo participé transportando las bolsas de yarey en cuyas asas se escabullían sus versos. No leía una novela de aventuras ni veía una película o una serie televisiva: la novela, para mí asombro, era la vida real; la película o la serie, la que todos protagonizábamos y mi abuelo, además de protagonizar, dirigía.
Es probable, incluso, que mi afición a las formas clásicas de la poesía
--formas cerradas, al decir de algunos— naciera allí, en la Cárcel de Boniato, y que el uso de esas formas no sea más que un intento de reproducir las circunstancias que catapultaron a mi abuelo a la escritura y escribir, como él, a partir de las limitaciones, no importa si autoimpuestas; escribir para desafiarlas, para demostrar y demostrarme que puedo ser libre dentro de esas formas, libre a pesar de ellas, y encontrar en esa maniobra la felicidad que puede proporcionar a un prisionero saber que sus versos, y con ellos él, burlan barrotes y guardias.
Mi última visita a la Cárcel de Boniato tuvo lugar en junio de 1965. Pocos días después abandonaríamos el pueblo y, luego, el país. Nada se le dijo a mi abuelo de nuestra partida, aunque por su edad avanzada, los achaques derivados de la vida en prisión y la distancia que se abría entre todos era dudoso que volviéramos a verle. Mi madre, a quien acompañé aquel día y a quien vi tragarse todas las lágrimas del mundo, no tenía valor para despedirse de él. Fue desde entonces, y quizás hasta el día de su muerte, un cristal a punto de hacerse añicos, o uno hecho añicos que a medida que se rompía, para no angustiarnos a mi hermano y a mí, se restauraba a si mismo.
Luego de permanecer en la cárcel durante varios años, mi abuelo fue trasladado a una granja distante donde se le permitió volver a ejercer la medicina y donde las condiciones de vida y el trato fueron menos duros. Mi abuela, mi tía Mercedes (la más joven de sus hijas) y el esposo de ésta continuarían sorteando todo género de dificultades relacionadas con el transporte para visitarlo y llevarle, además de aquellas bolsas de yarey cargadas de comestibles cuya plural conveniencia el escribidor atesoraba, noticias nuestras.
Luego de concedérsele la libertad condicional, mi abuelo regresó a Palma Soriano exento de odio –era inmune a él-- pero inflexible en su oposición al gobierno.
El consultorio, que ocupaba un ala de su casa, había sido desmantelado por las autoridades locales y la posibilidad de reanudar la práctica privada, rescindida. Se le propuso desempeñarse en una clínica pública: un buen número de colegas suyos había abandonado y abandonaba Cuba, y la clase médica se resentía. No titubeó: el gobierno era una cosa, sus coterráneos otra, y lo suyo, servir. Murió el 4 de abril de 1983 y fue sepultado donde correspondía: en el cementerio del pueblo, un puñado de blancura que amarillea y decae como las hojas de papel donde escribió sus versos, como la idea de la nación que presidió sus actos, pero a la vista de las montañas y el cielo de su provincia.
Escribir puede ser un acto a favor de la libertad, una gestión encaminada a defenderla o exigirla para un pueblo o un individuo. Pero debe ser ante todo una forma de encarnarla, de ser, mientras se escribe, la libertad misma. Yo vi la libertad en la Cárcel de Boniato: tenía el rostro de mi abuelo.