La sonrisa, un beso, la fealdad y la miseria personal... todo vale en el pueblo grande que es hoy la capital cubana.
Resulta doloroso ver a una hija exhibir a su vieja madre y abuela, pintadas como payasas a los turistas para recibir alguna moneda; a una madre con su bebé semidesnudo pedir limosna a las puertas de la Catedral; y más deprimente aún, ver que este espectáculo cotidiano resulta normal ante los ojos de todos los nacionales que trabajan, pasean y viven allí.
Caminar por las calles de la Habana siempre resultó atractivo para un oriental: ir al Malecón, a Coopelia, ver el Capitolio ofreciendo siempre una mirada al estilo del sueño americano. Pero el viajero que se sale del marco de estas visitas "turísticas orientales" siente como el sueño divino de vivir en "la capital de todos los cubanos" se desvanece al comparar la realidad habanera con cualquier ciudad o pueblo del interior del país: las mismas caras de desesperanza, el puesto de vianda, flores o bisuterías, en esencia la misma política de subsistir a toda costa. Los mismos salideros de agua potable o albañal, los baches o aceras rotas, el escaso transporte, los altos precios de la comida, el exceso de alcohol, tabaco y más….
Otro tanto, para las casas y edificios destruidos y/o descoloridos en cualquier barriada tradicional, y también en los nuevos barrios creados por la revolución, cuyos atisbos de descomposición asoman tempranamente, ya por su mala calidad, ya por los piratas, que los asaltan para componer su espacio habitacional o para resolver el pan del día.
También, la misma palabrería barata del régimen se excede en cualquier pared del centro o la periferia, no importa que nadie la lea, la cuestión es mostrar la obra y el poder de la revolución. No importa caer en el absurdo entre el contenido y el entorno, entre éste y la pared arruinada, despintada o sucia.
Santiago de Cuba, al igual que La Habana para cualquier visitante aparece como una ciudad que se vende, no sólo su casco histórico y sus bellas mulatas, negras o trigueñas, sino un lema gubernamental: rebelde ayer, hospitalaria hoy, heroica siempre.
Para el nativo de la ciudad y sus municipios, esto ya no tiene significado ni sentido, a no ser la espontaneidad de recibir a cualquier viajero y brindarle sus miserias.
Emigrar para la Habana en la búsqueda de la prosperidad, con la creencia de que "La Habana es otra cosa", "que allí hay otro desenvolvimiento, otra vida" resulta aún la esperanza del santiaguero de superficie. Pero tan solo basta una breve estancia para darse cuenta de que la vida en cualquiera de las dos "capitales" tiene el mismo precio.
Rondan igualmente la falta de educación formal de sus gentes, la simulación de apoyo al sistema de gobierno, el temor a enfrentársele, el inmovilismo social y económico, la falta de concreción de proyectos de vida personales y como nación, impera en fin la ley de la selva.
Entonces, se trata de que el cubano se convierta en un viajero errante fuera de la Isla, porque dentro de ésta, desde Oriente a Occidente y viceversa, no hay posibilidades de bienestar. O se trata entonces no de que seamos una misma moneda, porque a mucha honra y a pesar de los pesares aún somos una nación, sino de cambiarla de moneda castrista a moneda libre.
Resulta doloroso ver a una hija exhibir a su vieja madre y abuela, pintadas como payasas a los turistas para recibir alguna moneda; a una madre con su bebé semidesnudo pedir limosna a las puertas de la Catedral; y más deprimente aún, ver que este espectáculo cotidiano resulta normal ante los ojos de todos los nacionales que trabajan, pasean y viven allí.
Caminar por las calles de la Habana siempre resultó atractivo para un oriental: ir al Malecón, a Coopelia, ver el Capitolio ofreciendo siempre una mirada al estilo del sueño americano. Pero el viajero que se sale del marco de estas visitas "turísticas orientales" siente como el sueño divino de vivir en "la capital de todos los cubanos" se desvanece al comparar la realidad habanera con cualquier ciudad o pueblo del interior del país: las mismas caras de desesperanza, el puesto de vianda, flores o bisuterías, en esencia la misma política de subsistir a toda costa. Los mismos salideros de agua potable o albañal, los baches o aceras rotas, el escaso transporte, los altos precios de la comida, el exceso de alcohol, tabaco y más….
Otro tanto, para las casas y edificios destruidos y/o descoloridos en cualquier barriada tradicional, y también en los nuevos barrios creados por la revolución, cuyos atisbos de descomposición asoman tempranamente, ya por su mala calidad, ya por los piratas, que los asaltan para componer su espacio habitacional o para resolver el pan del día.
También, la misma palabrería barata del régimen se excede en cualquier pared del centro o la periferia, no importa que nadie la lea, la cuestión es mostrar la obra y el poder de la revolución. No importa caer en el absurdo entre el contenido y el entorno, entre éste y la pared arruinada, despintada o sucia.
Santiago de Cuba, al igual que La Habana para cualquier visitante aparece como una ciudad que se vende, no sólo su casco histórico y sus bellas mulatas, negras o trigueñas, sino un lema gubernamental: rebelde ayer, hospitalaria hoy, heroica siempre.
Para el nativo de la ciudad y sus municipios, esto ya no tiene significado ni sentido, a no ser la espontaneidad de recibir a cualquier viajero y brindarle sus miserias.
Emigrar para la Habana en la búsqueda de la prosperidad, con la creencia de que "La Habana es otra cosa", "que allí hay otro desenvolvimiento, otra vida" resulta aún la esperanza del santiaguero de superficie. Pero tan solo basta una breve estancia para darse cuenta de que la vida en cualquiera de las dos "capitales" tiene el mismo precio.
Rondan igualmente la falta de educación formal de sus gentes, la simulación de apoyo al sistema de gobierno, el temor a enfrentársele, el inmovilismo social y económico, la falta de concreción de proyectos de vida personales y como nación, impera en fin la ley de la selva.
Entonces, se trata de que el cubano se convierta en un viajero errante fuera de la Isla, porque dentro de ésta, desde Oriente a Occidente y viceversa, no hay posibilidades de bienestar. O se trata entonces no de que seamos una misma moneda, porque a mucha honra y a pesar de los pesares aún somos una nación, sino de cambiarla de moneda castrista a moneda libre.