La amistad generosa de la familia Florit y Sánchez de Fuentes, una de esas familias cubanas desaparecidas en cuyos hogares de exiliadas podía respirarse algo de lo mejor de Cuba, me hizo depositario de una papelería que atesoro, hija del celo y el amor a la isla de sus antepasados y de ella misma que, llevándola consigo a dondequiera que fue y manteniéndola a buen recaudo, la salvó de la rapiña del tiempo y de la incuria creciente de un buen número de compatriotas.
Recibí el regalo dentro de un viejo acordeón de papel con tapas de cartón, donde aún permanece, y de manos de Ricardo, hermano de Eugenio, el gran poeta, que para entonces había fallecido. Ante mi renuencia a aceptarlo, por no sentirme merecedor de una deferencia tan grande y sí sentir que trasladando esos papeles a mi casa despojaba al único sobreviviente del clan de una posesión entrañable, Ricardo, nonagenario, me miró a los ojos y frágil, pero firme, ratificó su deseo de que esos manuscritos abandonaran su encierro, quedaran en mis manos y quizás, alguna vez, acabaran interesando a otros cubanos.
Los Florit y Sánchez de Fuentes estaban muy al tanto de mis aficiones y actividades, es decir, al tanto de mi curiosidad por todo lo concerniente a Cuba, mi relación con la poesía, mi trabajo en la prensa local y en la radio, y mis actividades en el teatro, junto a mi mujer, donde la familia en pleno, gran aficionada a la música, nos acompañó en numerosas ocasiones. Raro llegó a ser el día que no conversáramos por teléfono; raro, que pasáramos mucho tiempo sin vernos; rara, la interrogante cubana de orden literario, artístico, social, histórico que, antes de recurrir a otra fuente, no consultara con mis amigos. Lo que no sabía o recordaba Eugenio, lo sabía o recordaba Ricardo, o se apresuraban a averiguarlo ambos con una vivacidad de adolescentes, hurgando en sus bibliotecas, comunicándose con algunos compañeros de generación y atando cabos. Ricardo debe de haber intuido que entregándome esos papeles, éstos encontrarían la manera de insertarse en algunos de mis quehaceres públicos y dar fe de existencia.
La mayoría de ellos perteneció a Eugenio Sánchez de Fuentes (Barcelona, 1826 - La Habana, 1894), poeta y dramaturgo que gozó de estimación entre algunos colegas de fuste (entre ellos, Gertrudis Gómez de Avellaneda), fue Magistrado en La Habana desde 1871, padre de Eduardo y Fernando Sánchez de Fuentes Peláez (autores de la célebre habanera Tú) y abuelo materno de los hermanos Florit.
Entre estos papeles que obran provisionalmente en mi poder --algún día pasarán a una biblioteca, un museo u otras manos: no soy más que un custodio-- se encuentran dos manuscritos de Rafael María de Mendive: un poema titulado La Pasionaria y una carta dirigida a Sánchez de Fuentes, fechada el 15 de noviembre de 1879, cuando el maestro de José Martí, influencia mayor en su vida y única razón para que alguna vez el joven no recurriera al suicidio, frisaba los cincuenta y ocho años.
Huelga decir con cuánta emoción constato la presencia de estos documentos en casa, los extraigo de su estuche y releo, y con cuánta extrañeza me percato de que estos papeles salieron del hogar y las manos de Mendive, que el puño con el que escribía debe de haberse apoyado en ellos, y descubro en la finura de su caligrafía una prolongación de la que traslucen esos poemas suyos cuya musicalidad y delicadeza apreciaron tantos lectores del pasado y el antepasado siglos: La gota de rocío, La oración de la tarde, La música de las palmas, El beso de la noche, A un arroyo.
Imposible precisar si esta carta y este poema fueron enviados juntos a Sánchez de Fuentes. Tiendo a pensar que no, ya que nada dice la una del otro y los papeles en que fueron escritos no pueden ser más distintos. Imposible precisar si el manuscrito del poema es anterior o posterior a la publicación del primer libro de Mendive, Pasionarias, en 1847; si Sánchez de Fuentes se hizo de este manuscrito después del fallecimiento de Mendive, a quien sobrevivió por ocho años, o si lo conservó de un encuentro o una comunicación anterior. Es obvio que el escritor barcelonés sabía quién era quién en Cuba e incluso quiénes seguirían siendo después de muertos. Entre los otros manuscritos que conservó hay anotaciones que revelan su pasión por este tipo de reliquias.
He consultado dos ediciones de las Poesías de Mendive: la publicada en Madrid, en 1860, y la publicada en La Habana, en 1883, y en ninguna de ellas figura el poema que hoy comparto, aunque sí, en la segunda de estas ediciones, uno del mismo título: La pasionaria. Es probable que los versos guardados por Sánchez de Fuentes hayan pertenecido al primer libro de Mendive y que éste decidiera excluirlos de sus recopilaciones posteriores, en cuyo caso, sólo quien ha tenido acceso a un ejemplar de la edición de 1847 puede haberlos leído. Pero entonces cabría sospechar lo anotado: que este manuscrito es anterior a esa edición. No abundan razones para regalar un texto escrito de puño y letra cuando éste ya figura en un libro, a no ser que la edición se haya agotado. Y mucho menos un texto que su autor desdeñó al reeditar buena parte de su poesía. No trato de persuadir: conjeturo.
Lo que está claro es que ambos escritores se profesaron un gran afecto. La edición de Poesías de 1883 concluye con un poema dedicado a Sánchez de Fuentes, La estrella de mi hogar, donde Mendive se refiere a él como “mi muy querido amigo”, y esa amistad la atestigua la carta que hoy comparto y tiendo a dar por inédita:
Sr Don Eugenio Sánchez de Fuentes
Queridísimo Eugenio:
Recibe con estas líneas –hoy día de tu santo— un cariñoso abrazo mío, y con él, mis recuerdos para tu primogénito, y un beso para la recién nacida, única perla que faltaba a tu corona de padre y de poeta.
A Pepita, salúdala en mi nombre con las palabras del Ángel: “Dios te salve”, y tú créeme siempre, si no el mejor, por lo menos el más leal de tus amigos.
Rafael M. de Mendive
Nbre 15 1879
Esa recién nacida a la que Mendive alude se llamó María, había nacido el 29 de octubre en La Habana, apenas un par de semanas antes, abandonaría Cuba en 1960, moriría en Nueva York en 1966 y fue la madre de los hermanos Florit.
¿Qué sentiría Eugenio el Joven, gran lector de Martí y de la mejor poesía cubana del siglo XIX, al leer esta carta y saber que esa niña a quien Mendive enviaba un beso era su madre? ¿Qué sentiría al advertir que, por estar dirigida a su abuelo materno, cuyo nombre heredó, el destinatario bien podría haber sido él, distante en el tiempo, pero allegado en espíritu? Queridísimo Eugenio:
Recibí el regalo dentro de un viejo acordeón de papel con tapas de cartón, donde aún permanece, y de manos de Ricardo, hermano de Eugenio, el gran poeta, que para entonces había fallecido. Ante mi renuencia a aceptarlo, por no sentirme merecedor de una deferencia tan grande y sí sentir que trasladando esos papeles a mi casa despojaba al único sobreviviente del clan de una posesión entrañable, Ricardo, nonagenario, me miró a los ojos y frágil, pero firme, ratificó su deseo de que esos manuscritos abandonaran su encierro, quedaran en mis manos y quizás, alguna vez, acabaran interesando a otros cubanos.
Los Florit y Sánchez de Fuentes estaban muy al tanto de mis aficiones y actividades, es decir, al tanto de mi curiosidad por todo lo concerniente a Cuba, mi relación con la poesía, mi trabajo en la prensa local y en la radio, y mis actividades en el teatro, junto a mi mujer, donde la familia en pleno, gran aficionada a la música, nos acompañó en numerosas ocasiones. Raro llegó a ser el día que no conversáramos por teléfono; raro, que pasáramos mucho tiempo sin vernos; rara, la interrogante cubana de orden literario, artístico, social, histórico que, antes de recurrir a otra fuente, no consultara con mis amigos. Lo que no sabía o recordaba Eugenio, lo sabía o recordaba Ricardo, o se apresuraban a averiguarlo ambos con una vivacidad de adolescentes, hurgando en sus bibliotecas, comunicándose con algunos compañeros de generación y atando cabos. Ricardo debe de haber intuido que entregándome esos papeles, éstos encontrarían la manera de insertarse en algunos de mis quehaceres públicos y dar fe de existencia.
La mayoría de ellos perteneció a Eugenio Sánchez de Fuentes (Barcelona, 1826 - La Habana, 1894), poeta y dramaturgo que gozó de estimación entre algunos colegas de fuste (entre ellos, Gertrudis Gómez de Avellaneda), fue Magistrado en La Habana desde 1871, padre de Eduardo y Fernando Sánchez de Fuentes Peláez (autores de la célebre habanera Tú) y abuelo materno de los hermanos Florit.
Entre estos papeles que obran provisionalmente en mi poder --algún día pasarán a una biblioteca, un museo u otras manos: no soy más que un custodio-- se encuentran dos manuscritos de Rafael María de Mendive: un poema titulado La Pasionaria y una carta dirigida a Sánchez de Fuentes, fechada el 15 de noviembre de 1879, cuando el maestro de José Martí, influencia mayor en su vida y única razón para que alguna vez el joven no recurriera al suicidio, frisaba los cincuenta y ocho años.
Huelga decir con cuánta emoción constato la presencia de estos documentos en casa, los extraigo de su estuche y releo, y con cuánta extrañeza me percato de que estos papeles salieron del hogar y las manos de Mendive, que el puño con el que escribía debe de haberse apoyado en ellos, y descubro en la finura de su caligrafía una prolongación de la que traslucen esos poemas suyos cuya musicalidad y delicadeza apreciaron tantos lectores del pasado y el antepasado siglos: La gota de rocío, La oración de la tarde, La música de las palmas, El beso de la noche, A un arroyo.
Imposible precisar si esta carta y este poema fueron enviados juntos a Sánchez de Fuentes. Tiendo a pensar que no, ya que nada dice la una del otro y los papeles en que fueron escritos no pueden ser más distintos. Imposible precisar si el manuscrito del poema es anterior o posterior a la publicación del primer libro de Mendive, Pasionarias, en 1847; si Sánchez de Fuentes se hizo de este manuscrito después del fallecimiento de Mendive, a quien sobrevivió por ocho años, o si lo conservó de un encuentro o una comunicación anterior. Es obvio que el escritor barcelonés sabía quién era quién en Cuba e incluso quiénes seguirían siendo después de muertos. Entre los otros manuscritos que conservó hay anotaciones que revelan su pasión por este tipo de reliquias.
He consultado dos ediciones de las Poesías de Mendive: la publicada en Madrid, en 1860, y la publicada en La Habana, en 1883, y en ninguna de ellas figura el poema que hoy comparto, aunque sí, en la segunda de estas ediciones, uno del mismo título: La pasionaria. Es probable que los versos guardados por Sánchez de Fuentes hayan pertenecido al primer libro de Mendive y que éste decidiera excluirlos de sus recopilaciones posteriores, en cuyo caso, sólo quien ha tenido acceso a un ejemplar de la edición de 1847 puede haberlos leído. Pero entonces cabría sospechar lo anotado: que este manuscrito es anterior a esa edición. No abundan razones para regalar un texto escrito de puño y letra cuando éste ya figura en un libro, a no ser que la edición se haya agotado. Y mucho menos un texto que su autor desdeñó al reeditar buena parte de su poesía. No trato de persuadir: conjeturo.
Lo que está claro es que ambos escritores se profesaron un gran afecto. La edición de Poesías de 1883 concluye con un poema dedicado a Sánchez de Fuentes, La estrella de mi hogar, donde Mendive se refiere a él como “mi muy querido amigo”, y esa amistad la atestigua la carta que hoy comparto y tiendo a dar por inédita:
Sr Don Eugenio Sánchez de Fuentes
Queridísimo Eugenio:
Recibe con estas líneas –hoy día de tu santo— un cariñoso abrazo mío, y con él, mis recuerdos para tu primogénito, y un beso para la recién nacida, única perla que faltaba a tu corona de padre y de poeta.
A Pepita, salúdala en mi nombre con las palabras del Ángel: “Dios te salve”, y tú créeme siempre, si no el mejor, por lo menos el más leal de tus amigos.
Rafael M. de Mendive
Nbre 15 1879
Esa recién nacida a la que Mendive alude se llamó María, había nacido el 29 de octubre en La Habana, apenas un par de semanas antes, abandonaría Cuba en 1960, moriría en Nueva York en 1966 y fue la madre de los hermanos Florit.
¿Qué sentiría Eugenio el Joven, gran lector de Martí y de la mejor poesía cubana del siglo XIX, al leer esta carta y saber que esa niña a quien Mendive enviaba un beso era su madre? ¿Qué sentiría al advertir que, por estar dirigida a su abuelo materno, cuyo nombre heredó, el destinatario bien podría haber sido él, distante en el tiempo, pero allegado en espíritu? Queridísimo Eugenio: