Un forro puede ser muchas cosas, desde la envoltura ilustrada de un libro hasta la tela que cubre el reverso de una prenda de vestir o el papelito garrapateado que el estudiante lleva oculto a un examen para que, de ser necesario, lo saque de aprietos. En todos y cada uno de estos casos, el forro tiene por objetivo proteger: al libro, de la suciedad y el maltrato; a la prenda de vestir, del rechazo del comprador que prefiere no verle las costuras y disfruta del contacto con un tipo de tela más suave que el que, curiosamente, lo atrajo a la prenda; y al estudiante, de ser suspendido.
Nada como empuñar un libro y descubrir que aquello que parecía un objeto a secas viste con solapas, donde no habrá alfiler hecho de piedras y metales preciosos, flor o seno fragante, pero sí una imagen del autor o la autora, una nota biográfica y hasta alguna sinopsis de la obra que, sin más ropa que ésa, un forro entreabierto, tienta a intimar.
Nada como meter los brazos en unas mangas largas o las piernas en las patas de unos pantalones revestidos de seda: los puños y los pies se deslizan por ellos con voluptuosidad de émbolos, recatados pero no inocentes. Hay quien disfruta tanto la inserción que finge no estar satisfecho con el atuendo y se despoja varias veces de él para volver, incansable, a probárselo.
Nada como someterse a una prueba escolar y saber que la pregunta más difícil encontrará respuesta en unas anotaciones ocultas a la vigilancia del profesor. La clandestinidad también puede ser voluptuosa.
Pero el forro de un libro, tan expuesto a ser manoseado y, de estropearse, arrojado al cesto de la basura, puede guardar algo más, y guardarlo en sí mismo, en su reverso, como guarda la máscara un rostro (e incluso una persona), y como el vacío que nos circunda pudiera guardar un universo paralelo. La tradición garantiza que el mejor sitio para esconder lo más valioso o comprometedor es el más ostensible; aquél que, de tan común, pasa inadvertido. Nada más ostensible que el forro de un libro. Pero los forros también tienen dos caras.
Entre la papelería opaca y frágil de Eugenio Sánchez de Fuentes (Barcelona, 1826 – La Habana, 1894), donde figura un buen número de manuscritos cubanos, hay un trozo de papel que llama la atención por la vivacidad de sus colores y sus diagramas. El verde y el rojo aparecen repartidos en cenefas donde el primero triunfa en forma de tallos y hojas, y el segundo, en estrechos rectángulos dispuestos como los ladrillos en una pared. Una tercera cenefa exhibe herrajes ornamentales. De ser sólo eso, un viejo papel, nada habría que elogiar que no fuera su voluntad de mantener frescas esas plantas, intactos esos hierros y juntos esos ladrillos centenarios, pero al dorso de tanta vegetación y firmeza aflora una caligrafía borrosa, que, luego de sugerir un título, adopta forma de verso. El título no es tal: es sólo un comentario; el verso sí es verso, y suma dos décimas. Ninguno tendría mayor importancia si todos –papel, caligrafía, comentario y décimas-- no provinieran de las manos de José Jacinto Milanés (Matanzas, 1814-1863), una de las voces más puras del romanticismo cubano, y una, también, de las más desgraciadas y queridas.
No puedo descifrar esa letra suya, menuda y perfecta, ni puedo poner las yemas de los dedos en los márgenes de este papel, sin pensar en el espíritu de aquel hombre hipersensible y talentoso, de salud mental endeble, a quien la terminación de un largo noviazgo y el amor imposible por Isabel de Ximeno, una prima hermana catorce años más joven que él, provocaron crisis nerviosas, fiebres y acabaron sumiéndolo en el silencio y en una especie de imbecilidad que, entre mejorías, agravamientos y reclusiones, lo despojaron de buena parte de su memoria y de su razón, inutilizándolo de por vida.
La quinceañera, cuyo hogar estaba situado justo frente al hogar del poeta, no reciprocó la devoción de su primo, más bien retrocedió espantada; los padres de la joven, que gozaban de una situación económica holgada y aspiraban a un candidato de buen caudal para su hija, se interpusieron, y entre ambas casas, lo que había sido calle se tornó abismo. Durante veinte años, José Jacinto Milanés fue un fantasma, y así, afantasmado, protegido por una familia que lo adoraba y compadecido por una ciudad que conocía su tragedia, se perdió en la muerte.
Las décimas que hoy comparto no figuran en las ediciones de su obra correspondientes a 1846, 1920 y 1963, deben de ser inéditas, y fueron enviadas por Federico Milanés, hermano del poeta y poeta él mismo, a Aurelio Almeida (1843-1885), discípulo de José de la Luz y Caballero, hombre de leyes y destacado masón, el 15 de marzo de 1881. El envío incluía un segundo manuscrito en prosa de José Jacinto, muerto hacía dieciocho años, y una carta donde Federico le explicaba a Almeida que el papel donde su hermano había escrito estos versos y que ahora le obsequiaba era el forro vuelto de la comedia de Lope de Vega “El mejor alcalde, el rey”.
Nada añaden estas décimas al valor sustancial de la obra de Milanés. Son, como su hermano sugiere, puro ejercicio o pasatiempo, evasión de lo oscuro u obediencia a una facultad en desuso entre quienes sólo se sienten llamados a empresas más altas, sufren de un mal humor crónico, desdeñan las formas tradicionales de la poesía o, por causa de sordera para el verso ritmado y rimado, se apartan, astutos, de ellas. Y esa facultad a la que me refiero es la de repentizar, tan común en Cuba, pero la de hacerlo no sólo ante otros sino ante uno mismo, que, sorprendido, no puede desentenderse de lo que se le ocurre y hala por un papel cualquiera y escribe.
El único valor de estos versos, si alguno tienen, es haber sido escritos por un poeta verdadero, que no tenía a mal jugar con la pluma cuando no había voluntad o disposición para otra cosa. No son pocos los grandes pintores que han garrapateado servilletas y manteles; ni los grandes cantantes que en una fiesta, urgidos por el círculo de parientes o amigos, han roto a cantar a capella; ni los compositores que en ocasiones similares se sientan al piano y se sacan del sombrero una pieza o hacen locuras con las piezas de otros.
Hay algunos poetas que tampoco se toman demasiado en serio, y es bueno que no lo hagan, porque lo único que debe tomarse en serio un poeta es aquella dimensión de su obra que no admite ligereza. La obra no es el poeta: el poeta es sólo el medio que utiliza la obra para manifestarse, para ser más acá de esa nebulosa donde lo inédito aguarda el instante de hacerse, si no público, visible. El poeta que presume de su obra olvida que es la obra quien lo hace poeta, y que algunos de sus mayores hallazgos, aquéllos que con mayor autoridad certifican su don, más que sacárselos de sí mismo, como la araña el hilo, suele tomarlos al dictado.
El reverso del forro de un libro anhela una escritura, se duele de su nulidad. José Jacinto Milanés, tan atento a las criaturas y las cosas sencillas –una tórtola, un tiple, un trillo, un par de floreros--, quiso complacer a este forro, y para no añadirle peso, porque las prendas de vestir deben ser ligeras y en Cuba ser pesado es una calamidad, le escribió estas décimas.
TRANSCRIPCIÓN DEL MANUSCRITO DE JOSÉ JACINTO MILANÉS
Ésta es una de las mejores y más interesantes piezas de Lope de Vega.
Cuando Lope concebía
este drama, en que tranquilo
deja correr un estilo
ornado de bizarría,
sin duda apacible y fría,
como donosa y discreta
se sentó junto al poeta
una musa inspiradora
y le dijo: escribe y llora
y el corazón interpreta.
Y algún edénico beso
puso en su abrasada sien,
y algún abrazo también
de muy regalado peso.
Y al verse en los brazos preso
de quien con gracia tan suma
siempre hechiza y nunca abruma,
el inagotable autor
pudo con noble rigor
tender la bizarra pluma.
Orlando González Esteva agradece a Manuel J. Santayana la ayuda en la transcripción de algunos de estos versos, poco menos que ilegibles en el manuscrito.
Nada como empuñar un libro y descubrir que aquello que parecía un objeto a secas viste con solapas, donde no habrá alfiler hecho de piedras y metales preciosos, flor o seno fragante, pero sí una imagen del autor o la autora, una nota biográfica y hasta alguna sinopsis de la obra que, sin más ropa que ésa, un forro entreabierto, tienta a intimar.
Nada como meter los brazos en unas mangas largas o las piernas en las patas de unos pantalones revestidos de seda: los puños y los pies se deslizan por ellos con voluptuosidad de émbolos, recatados pero no inocentes. Hay quien disfruta tanto la inserción que finge no estar satisfecho con el atuendo y se despoja varias veces de él para volver, incansable, a probárselo.
Nada como someterse a una prueba escolar y saber que la pregunta más difícil encontrará respuesta en unas anotaciones ocultas a la vigilancia del profesor. La clandestinidad también puede ser voluptuosa.
Pero el forro de un libro, tan expuesto a ser manoseado y, de estropearse, arrojado al cesto de la basura, puede guardar algo más, y guardarlo en sí mismo, en su reverso, como guarda la máscara un rostro (e incluso una persona), y como el vacío que nos circunda pudiera guardar un universo paralelo. La tradición garantiza que el mejor sitio para esconder lo más valioso o comprometedor es el más ostensible; aquél que, de tan común, pasa inadvertido. Nada más ostensible que el forro de un libro. Pero los forros también tienen dos caras.
Entre la papelería opaca y frágil de Eugenio Sánchez de Fuentes (Barcelona, 1826 – La Habana, 1894), donde figura un buen número de manuscritos cubanos, hay un trozo de papel que llama la atención por la vivacidad de sus colores y sus diagramas. El verde y el rojo aparecen repartidos en cenefas donde el primero triunfa en forma de tallos y hojas, y el segundo, en estrechos rectángulos dispuestos como los ladrillos en una pared. Una tercera cenefa exhibe herrajes ornamentales. De ser sólo eso, un viejo papel, nada habría que elogiar que no fuera su voluntad de mantener frescas esas plantas, intactos esos hierros y juntos esos ladrillos centenarios, pero al dorso de tanta vegetación y firmeza aflora una caligrafía borrosa, que, luego de sugerir un título, adopta forma de verso. El título no es tal: es sólo un comentario; el verso sí es verso, y suma dos décimas. Ninguno tendría mayor importancia si todos –papel, caligrafía, comentario y décimas-- no provinieran de las manos de José Jacinto Milanés (Matanzas, 1814-1863), una de las voces más puras del romanticismo cubano, y una, también, de las más desgraciadas y queridas.
No puedo descifrar esa letra suya, menuda y perfecta, ni puedo poner las yemas de los dedos en los márgenes de este papel, sin pensar en el espíritu de aquel hombre hipersensible y talentoso, de salud mental endeble, a quien la terminación de un largo noviazgo y el amor imposible por Isabel de Ximeno, una prima hermana catorce años más joven que él, provocaron crisis nerviosas, fiebres y acabaron sumiéndolo en el silencio y en una especie de imbecilidad que, entre mejorías, agravamientos y reclusiones, lo despojaron de buena parte de su memoria y de su razón, inutilizándolo de por vida.
La quinceañera, cuyo hogar estaba situado justo frente al hogar del poeta, no reciprocó la devoción de su primo, más bien retrocedió espantada; los padres de la joven, que gozaban de una situación económica holgada y aspiraban a un candidato de buen caudal para su hija, se interpusieron, y entre ambas casas, lo que había sido calle se tornó abismo. Durante veinte años, José Jacinto Milanés fue un fantasma, y así, afantasmado, protegido por una familia que lo adoraba y compadecido por una ciudad que conocía su tragedia, se perdió en la muerte.
Las décimas que hoy comparto no figuran en las ediciones de su obra correspondientes a 1846, 1920 y 1963, deben de ser inéditas, y fueron enviadas por Federico Milanés, hermano del poeta y poeta él mismo, a Aurelio Almeida (1843-1885), discípulo de José de la Luz y Caballero, hombre de leyes y destacado masón, el 15 de marzo de 1881. El envío incluía un segundo manuscrito en prosa de José Jacinto, muerto hacía dieciocho años, y una carta donde Federico le explicaba a Almeida que el papel donde su hermano había escrito estos versos y que ahora le obsequiaba era el forro vuelto de la comedia de Lope de Vega “El mejor alcalde, el rey”.
Nada añaden estas décimas al valor sustancial de la obra de Milanés. Son, como su hermano sugiere, puro ejercicio o pasatiempo, evasión de lo oscuro u obediencia a una facultad en desuso entre quienes sólo se sienten llamados a empresas más altas, sufren de un mal humor crónico, desdeñan las formas tradicionales de la poesía o, por causa de sordera para el verso ritmado y rimado, se apartan, astutos, de ellas. Y esa facultad a la que me refiero es la de repentizar, tan común en Cuba, pero la de hacerlo no sólo ante otros sino ante uno mismo, que, sorprendido, no puede desentenderse de lo que se le ocurre y hala por un papel cualquiera y escribe.
El único valor de estos versos, si alguno tienen, es haber sido escritos por un poeta verdadero, que no tenía a mal jugar con la pluma cuando no había voluntad o disposición para otra cosa. No son pocos los grandes pintores que han garrapateado servilletas y manteles; ni los grandes cantantes que en una fiesta, urgidos por el círculo de parientes o amigos, han roto a cantar a capella; ni los compositores que en ocasiones similares se sientan al piano y se sacan del sombrero una pieza o hacen locuras con las piezas de otros.
Hay algunos poetas que tampoco se toman demasiado en serio, y es bueno que no lo hagan, porque lo único que debe tomarse en serio un poeta es aquella dimensión de su obra que no admite ligereza. La obra no es el poeta: el poeta es sólo el medio que utiliza la obra para manifestarse, para ser más acá de esa nebulosa donde lo inédito aguarda el instante de hacerse, si no público, visible. El poeta que presume de su obra olvida que es la obra quien lo hace poeta, y que algunos de sus mayores hallazgos, aquéllos que con mayor autoridad certifican su don, más que sacárselos de sí mismo, como la araña el hilo, suele tomarlos al dictado.
El reverso del forro de un libro anhela una escritura, se duele de su nulidad. José Jacinto Milanés, tan atento a las criaturas y las cosas sencillas –una tórtola, un tiple, un trillo, un par de floreros--, quiso complacer a este forro, y para no añadirle peso, porque las prendas de vestir deben ser ligeras y en Cuba ser pesado es una calamidad, le escribió estas décimas.
TRANSCRIPCIÓN DEL MANUSCRITO DE JOSÉ JACINTO MILANÉS
Ésta es una de las mejores y más interesantes piezas de Lope de Vega.
Cuando Lope concebía
este drama, en que tranquilo
deja correr un estilo
ornado de bizarría,
sin duda apacible y fría,
como donosa y discreta
se sentó junto al poeta
una musa inspiradora
y le dijo: escribe y llora
y el corazón interpreta.
Y algún edénico beso
puso en su abrasada sien,
y algún abrazo también
de muy regalado peso.
Y al verse en los brazos preso
de quien con gracia tan suma
siempre hechiza y nunca abruma,
el inagotable autor
pudo con noble rigor
tender la bizarra pluma.
Orlando González Esteva agradece a Manuel J. Santayana la ayuda en la transcripción de algunos de estos versos, poco menos que ilegibles en el manuscrito.