Llamar a las cosas por su nombre, sostienen algunos, es apropiarse de ellas; es anular la distancia entre las cosas y uno; es, en la acepción bíblica del término, conocerlas. El hombre que desea a una mujer y no es correspondido debe pronunciar su nombre insistentemente, debe decírselo a sí mismo una y otra y otra vez: María Esther, María Esther, María Esther, y verá que un día, de tanto susurrarlo, de tanto haberlo forzado a tenderse en su lengua, a mirarse boca arriba en el cielo de su boca, y hasta a recibir algún rasguño de sus dientes, tendrá la sensación de que ese nombre que él tanto ha dicho huele a esa mujer, sabe a esa mujer, y que adueñándose del nombre se adueña de ella.
Quien dice la palabra “melón”, y vuelve a decirla, melón, y la repite, melón, y tiene hambre o sed, siente que la boca se le llena de jugo: melón; siente que una tajada de la fruta se le deshace en la boca: melón; siente que, sin quererlo, ha metido la punta de la nariz en la pulpa y que ésta, pícara, se la humedecido. (A estas alturas de su discurso, el conferencista pide permiso al auditorio para hacer una pausa, extraer un pañuelo de un bolsillo de su chaqueta y, antes de continuar, secarse el morro y las comisuras de la boca. No quiere que el almíbar que chorrea moje los papeles que empuña o salpique el podio).
Hay unas estrofas de Miguel de Unamuno hechas de nombres de ciudades españolas; puros nombres, como si racimándolos, el autor reconstruyera una parte del país, y lo hiciera palabra a palabra. Leyéndolas para sí mismo, o diciéndolas en voz alta, Unamuno se comía a España, masticaba a España, pretendía que lo que estaba en torno a él --o lejos de él: España— le colmara el paladar:
Ávila, Málaga, Cáceres,
Játiva, Mérida, Córdoba,
Ciudad Rodrígo, Sepúlveda,
Úbeda, Arévalo, Frómista,
Zumárraga, Salamanca,
Turégano, Zaragoza,
Lérida, Zamarramala,
Arremandiaga, Zamora,
sois nombres de cuerpo entero,
libres, propios, los de nómina,
el tuétano intraducible
de nuestra lengua española.
Él mismo, en otra ocasión, iba a declarar: De tal modo las palabras llevan la esencia humana de las cosas, que los que no son nombres propios, los geográficos, los toponímicos, llevan un paisaje, y a veces basta sólo con oír la palabra para adivinar lo que pueda ser la tierra que recibió aquel nombre.
Hay un poema donde Eugenio Florit decide beberse a Cuba, bebérsela pronunciando los nombres de sus ríos y, mientras los pronuncia, regodearse en el encanto que esos nombres rebosan, en su musicalidad, en el paisaje que la evocación de esos nombres despliega ante él y en el misterio que algunos, indocubanos, entrañan. El poeta ha intuido que la memorización de esa nómina fluvial no sólo le permitirá incorporar a su persona todo lo que esos ríos contienen y reflejan sino todo lo que es amable con ellos; le permitirá conocer la isla, hacerse de su quintaesencia.
Si quien conoce los nombres conoce también las cosas, como advirtiera Cratilo, filósofo griego del siglo V a. C., los nombres de los ríos de Cuba no tienen por qué ser la excepción, y pronunciarlos es propiciar que esos ríos, y con ellos Cuba, corran por uno, sean uno. O que uno sea el delta donde todos desembocan; la mar, que es el morir.
Ahora vienen los ríos.
Pasa el Cuyaguateje con su historia
y Ariguanabo, amor de mis abuelos:
pasa Almendares dándose a las olas
entre un trajín de puentes y de hierro
y dejándose atrás, para recuerdo,
la palma solitaria en sus orillas;
pasa el Hanabanilla
que salta entre sus rocas;
y aun antes, el San Juan y el Yumurí
--nombres los dos para tejer leyenda--;
y pasa el Tuinucú, con sonido de pájaro,
y llega, al fin, el Cauto espléndido
que en la Sierra Maestra nace y crece,
y va a morir en donde el Mar Caribe
con sus olas de luces lo recibe.
Señor, dame saber todos mis ríos,
los que conozco ya, los que me faltan;
porque saber los ríos
es saberse la tierra porque pasan
porque saber los ríos
es conocer el árbol que retratan,
es conocer las piedras que los besan,
los pájaros que anidan en su orilla
y los peces que juegan en sus aguas.
Que saberse los ríos
es conocer la sangre de la patria.
Nueva York, 1946
Quien dice la palabra “melón”, y vuelve a decirla, melón, y la repite, melón, y tiene hambre o sed, siente que la boca se le llena de jugo: melón; siente que una tajada de la fruta se le deshace en la boca: melón; siente que, sin quererlo, ha metido la punta de la nariz en la pulpa y que ésta, pícara, se la humedecido. (A estas alturas de su discurso, el conferencista pide permiso al auditorio para hacer una pausa, extraer un pañuelo de un bolsillo de su chaqueta y, antes de continuar, secarse el morro y las comisuras de la boca. No quiere que el almíbar que chorrea moje los papeles que empuña o salpique el podio).
Hay unas estrofas de Miguel de Unamuno hechas de nombres de ciudades españolas; puros nombres, como si racimándolos, el autor reconstruyera una parte del país, y lo hiciera palabra a palabra. Leyéndolas para sí mismo, o diciéndolas en voz alta, Unamuno se comía a España, masticaba a España, pretendía que lo que estaba en torno a él --o lejos de él: España— le colmara el paladar:
Ávila, Málaga, Cáceres,
Játiva, Mérida, Córdoba,
Ciudad Rodrígo, Sepúlveda,
Úbeda, Arévalo, Frómista,
Zumárraga, Salamanca,
Turégano, Zaragoza,
Lérida, Zamarramala,
Arremandiaga, Zamora,
sois nombres de cuerpo entero,
libres, propios, los de nómina,
el tuétano intraducible
de nuestra lengua española.
Él mismo, en otra ocasión, iba a declarar: De tal modo las palabras llevan la esencia humana de las cosas, que los que no son nombres propios, los geográficos, los toponímicos, llevan un paisaje, y a veces basta sólo con oír la palabra para adivinar lo que pueda ser la tierra que recibió aquel nombre.
Hay un poema donde Eugenio Florit decide beberse a Cuba, bebérsela pronunciando los nombres de sus ríos y, mientras los pronuncia, regodearse en el encanto que esos nombres rebosan, en su musicalidad, en el paisaje que la evocación de esos nombres despliega ante él y en el misterio que algunos, indocubanos, entrañan. El poeta ha intuido que la memorización de esa nómina fluvial no sólo le permitirá incorporar a su persona todo lo que esos ríos contienen y reflejan sino todo lo que es amable con ellos; le permitirá conocer la isla, hacerse de su quintaesencia.
Si quien conoce los nombres conoce también las cosas, como advirtiera Cratilo, filósofo griego del siglo V a. C., los nombres de los ríos de Cuba no tienen por qué ser la excepción, y pronunciarlos es propiciar que esos ríos, y con ellos Cuba, corran por uno, sean uno. O que uno sea el delta donde todos desembocan; la mar, que es el morir.
Ahora vienen los ríos.
Pasa el Cuyaguateje con su historia
y Ariguanabo, amor de mis abuelos:
pasa Almendares dándose a las olas
entre un trajín de puentes y de hierro
y dejándose atrás, para recuerdo,
la palma solitaria en sus orillas;
pasa el Hanabanilla
que salta entre sus rocas;
y aun antes, el San Juan y el Yumurí
--nombres los dos para tejer leyenda--;
y pasa el Tuinucú, con sonido de pájaro,
y llega, al fin, el Cauto espléndido
que en la Sierra Maestra nace y crece,
y va a morir en donde el Mar Caribe
con sus olas de luces lo recibe.
Señor, dame saber todos mis ríos,
los que conozco ya, los que me faltan;
porque saber los ríos
es saberse la tierra porque pasan
porque saber los ríos
es conocer el árbol que retratan,
es conocer las piedras que los besan,
los pájaros que anidan en su orilla
y los peces que juegan en sus aguas.
Que saberse los ríos
es conocer la sangre de la patria.
Nueva York, 1946