La quiromancia pierde sentido apenas se reconoce que son los pies, y no las manos, los que traen y llevan al hombre. Las plantas de los pies acusan inscripciones que el roce diario con la tierra emborrona o acentúa, porque es allí, en las plantas, donde se bosqueja el destino.
Uno va adonde lo llevan sus pies, y adonde éstos lo llevan está impreso en sus plantas. La tiranía excede a la persona y afecta sus zapatos. No desatina quien, preocupado por ellos, temeroso de que cometan una locura, los interroga:
Tener acceso a un pie es tener acceso a gran parte del individuo. El pie, avaro, retiene la cuarta parte de todos los huesos que componen el esqueleto humano.
Entre mis grandes placeres sobresale deambular por la orilla del mar y esperar que una joven se cruce conmigo, no tanto para admirarla como para detenerme tan pronto se pierda a mis espaldas e insertar uno de mis pies dentro de una de sus huellas. La espuma de la ola que luego sepulta a ambos, huella y pie, es una sábana debajo de la cual mis dedos se retuercen y escarban, hasta que todos, arena, huella, pie y ola, se funden y, exhaustos, se relajan.
No hay gesto de humildad mayor que lavarle los pies a alguien; tampoco lo hay más arriesgado. En el acto, pueden desprenderse de las plantas líneas capaces de adherirse a las palmas de las manos que los lavan, o viceversa, de esas palmas caer líneas ansiosas de aferrarse a las plantas de los pies de la otra persona, trastocando, sin remedio, las vidas de ambas.
La búsqueda de un retrato de José Jacinto Milanés me enfrentó al de uno de sus zapatos, y los zapatos me parecieron más fieles a la persona del poeta que su rostro.
Nada más peligroso que tomarse a la ligera la adquisición de un par de zapatos y los avatares que ambos, a partir de su estreno, puedan sufrir: un zapato arañado es una vida en peligro; un zapato sucio, una reputación en desgracia; calzar zapatos ajenos o prestar los propios, una promiscuidad.
El solo hecho de extraer un par de zapatos nuevos de su caja, respirar el aroma de la piel y entreabrir los pliegos de papel cebolla que los rodean, como el humo al genio que abandona la lámpara, debería anonadarnos: su suerte puede ser la nuestra.
Flora, musa de Virgilio Piñera, se destacaba por la enormidad de sus pies y el tacón jorobado de uno de sus zapatos. Imposible librarla de un destino trágico.
He contemplado largamente las uñas de mis pies y he experimentado lo que, ya cadáver, me sobrevendrá cuando dentro de mi ataúd no encuentre otra cosa que hacer que no sea eso, contemplarlas, hasta descubrir en cada una un carácter exclusivo y, a fuerza de tesón, lograr que cada dedo que defienden actúe con independencia de los otros.
De lograrlo, y tiempo habrá para perseverar en la empresa, la resurrección de la carne me sorprenderá tamborileando con las yemas de esos dedos contra la tabla del ataúd más próxima a ellos, percutiendo los ritmos más característicos de mi país y, como en vida, alternando la afición a la música con la afición a la escritura, haciendo del timbal improvisado, teclado de ordenador.
Uno va adonde lo llevan sus pies, y adonde éstos lo llevan está impreso en sus plantas. La tiranía excede a la persona y afecta sus zapatos. No desatina quien, preocupado por ellos, temeroso de que cometan una locura, los interroga:
Par de zapatos
¿dónde vais esta noche
tan cabizbajos?
¿dónde vais esta noche
tan cabizbajos?
*
Tener acceso a un pie es tener acceso a gran parte del individuo. El pie, avaro, retiene la cuarta parte de todos los huesos que componen el esqueleto humano.
*
Entre mis grandes placeres sobresale deambular por la orilla del mar y esperar que una joven se cruce conmigo, no tanto para admirarla como para detenerme tan pronto se pierda a mis espaldas e insertar uno de mis pies dentro de una de sus huellas. La espuma de la ola que luego sepulta a ambos, huella y pie, es una sábana debajo de la cual mis dedos se retuercen y escarban, hasta que todos, arena, huella, pie y ola, se funden y, exhaustos, se relajan.
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No hay gesto de humildad mayor que lavarle los pies a alguien; tampoco lo hay más arriesgado. En el acto, pueden desprenderse de las plantas líneas capaces de adherirse a las palmas de las manos que los lavan, o viceversa, de esas palmas caer líneas ansiosas de aferrarse a las plantas de los pies de la otra persona, trastocando, sin remedio, las vidas de ambas.
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La búsqueda de un retrato de José Jacinto Milanés me enfrentó al de uno de sus zapatos, y los zapatos me parecieron más fieles a la persona del poeta que su rostro.
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Nada más peligroso que tomarse a la ligera la adquisición de un par de zapatos y los avatares que ambos, a partir de su estreno, puedan sufrir: un zapato arañado es una vida en peligro; un zapato sucio, una reputación en desgracia; calzar zapatos ajenos o prestar los propios, una promiscuidad.
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El solo hecho de extraer un par de zapatos nuevos de su caja, respirar el aroma de la piel y entreabrir los pliegos de papel cebolla que los rodean, como el humo al genio que abandona la lámpara, debería anonadarnos: su suerte puede ser la nuestra.
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Flora, musa de Virgilio Piñera, se destacaba por la enormidad de sus pies y el tacón jorobado de uno de sus zapatos. Imposible librarla de un destino trágico.
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He contemplado largamente las uñas de mis pies y he experimentado lo que, ya cadáver, me sobrevendrá cuando dentro de mi ataúd no encuentre otra cosa que hacer que no sea eso, contemplarlas, hasta descubrir en cada una un carácter exclusivo y, a fuerza de tesón, lograr que cada dedo que defienden actúe con independencia de los otros.
De lograrlo, y tiempo habrá para perseverar en la empresa, la resurrección de la carne me sorprenderá tamborileando con las yemas de esos dedos contra la tabla del ataúd más próxima a ellos, percutiendo los ritmos más característicos de mi país y, como en vida, alternando la afición a la música con la afición a la escritura, haciendo del timbal improvisado, teclado de ordenador.