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Luces de la ciudad


Pavo Real
Pavo Real

El autor evoca una tarde en Coral Gables y comparte unos versos inéditos del poeta cubano Manuel J. Santayana.

Una tarde de otoño de mil novecientos noventa y tantos, conducía por una zona residencial de Coral Gables a escasa velocidad. El silencio era absoluto; el ambiente, diáfano, y el ruido del automóvil, una impertinencia que yo intentaba atenuar, como si el pobre pudiera andar de puntillas.

Había abierto las ventanas para que todo lo que sucedía afuera sucediera adentro, es decir, en mí, y la brisa, casi de invierno, iba y venía del asiento del pasajero al del chófer hasta huir sofocada por su propia agitación, recobrar el aliento en la altura y volver a ras de tierra robustecida por el contacto con la intemperie; se le diría presa de un déjà vu de hielo.

Los árboles que flanqueaban la angosta calle intercambiaban ramas por encima de ella como una multitud intercambia apretones de manos. No había enemistad entre la luz y la sombra, al contrario, una esparcía a la otra, ni había más alma que las de los pájaros y ardillas que retozaban entre el follaje. No sé si alguna mariposa se asomó al cristal del parabrisas: las mariposas están hechas de nada y en ella, súbitamente, se desvanecen, llevándose consigo su recuerdo.

No había anuncio de milagro mayor que la tarde misma, pero ese milagro se produjo. Al llegar a la última intersección de la calle San Miguel, allí donde una avenida no menos angosta la cruza y el jardín delantero de una vivienda exige doblar a derecha o izquierda, vi salirme al encuentro tres o cuatro pavos reales. El automóvil se detuvo antes de que yo atinara a detenerlo. La presencia de esas aves en una vía pública del sur de La Florida era y sigue siendo insólita: debían de ser propiedad de alguna familia excéntrica, prófugas de un patio vecino. Un par de ellas desplegó la cola, una tercera aleteó inquieta, y todas me rodearon extendiendo los cuellos, escudriñando la máquina y escudriñándome a mí que, perplejo, no me atrevía a sacar la cabeza por temor a espantarlas o recibir un picotazo en el rostro: los ojos que enarbolan las plumas de los pavos reales abstraen, y esa abstracción podía haberme dejado indefenso ante la curiosidad que les despertaran los míos.

Sé que nos miramos fijamente y que, mirándolos, comprendí su extrañeza: el único que desentonaba en aquel entorno era yo. Nada había de exótico en ellos, al contrario, eran la encarnación de la tarde; todos los colores de que ésta pudiera presumir centelleaban en sus plumas: el amarillo solar, el azul intenso, el verde de las frondas, la blancura de alguna nube que no quiso faltar a la fiesta, el gris del asfalto, el naranja que pronto motearía el crepúsculo y hasta el negro de aquellos rincones de la barriada donde no llegaba la luz y de los que afloraría la noche. Los vi desentenderse de mí y reanudar su paseo tranquilos, mientras mi automóvil, solo otra vez, me apartaba el pie del pedal del freno y se deslizaba, ahora sí de puntillas, por la avenida hojosa que cortaba la calle.

Unos versos recientes de mi amigo Manuel J. Santayana me han devuelto el recuerdo de aquella tarde: tienen su belleza y algo de inconcebibles en medio del fragor urbano, la vulgaridad creciente y mucha de la poesía informe que se da por más propia de estos años. Leerlos es sentir lo que aquella tarde en Coral Gables: asombro, primero; emoción después, una emoción eminentemente estética; y gratitud, al cabo. No se escribieron para complacer una época o un gusto específicos sino para satisfacer su necesidad de ser por derecho propio, en medio de todos los tiempos y gustos, o a pesar de ellos, y dar fe de una necesidad insobornable --y por insobornable, desafiante-- de orden y delicadeza. Por más pudorosa que sea la melancolía que los traspasa no logra disimular, en su momento más alto, un temblor elegíaco que remonta al mejor romanticismo cubano. Esas nubes que avanzan como fantasmas de otros días, / cubriendo de ceniza el occidente tienen por telón de fondo los cielos de Luisa Pérez de Zambrana y Juan Clemente Zenea, cielos invulnerables al iluso vaivén de las modas.

Tienta suponer que los raros son estos versos, y no nosotros; que el desfase es suyo, y no nuestro. Los leo esta tarde de otoño, viendo la luz jugar en el patio con los colores de la temporada, y llego a la conclusión, como me sucediera con los pavos reales de la calle San Miguel, que lo contrario es lo cierto: los raros somos nosotros.


ESTROFAS A LA LUZ DEL OTOÑO

Llegas una vez más sobre las cosas
Sin ese ardor final, ayer cercano,
Que deja en el espacio que fue rosas
La inesperada fuga del verano.
Te anuncia, igual que ayer, un como leve
Rubor de ángel que venció la nieve.

Al alba brotas, lenta flor de oro,
Entre nubes de púrpura y ceniza;
Y el tierno azul, ante el fervor canoro,
Tocado por tu ardor se ruboriza.
Cantan a coro ya las voces puras:-
Tú, con la leve brisa las conjuras.

¿Cómo no darte gracias cuando brillas
Con pudor de doncella entre el ramaje
De la copa auriverde donde astillas
Tu disco de colores en tu viaje
Rumbo al ocaso, esclava de las Horas,
Y en labor de matices te demoras?

¡Qué arabescos azules en el muro!
¡Qué móviles espectros en el prado
Haces danzar, con ademán seguro,
De la mano del aire alucinado!
¡Con qué suave regalo a la pupila
Desatas de la fiebre que vigila!

El aire y tú, fugaces mensajeros
De la estación que irisa los colores
Y palia con sus frutos placenteros
La prolongada ausencia de las flores:
Más tenue, como el soplo de tu llama,
Es el canto del pájaro en la rama.

En la copa del árbol que la brisa
Destrenza como a verde cabellera
Esbozas el perfil de una sonrisa;
Y tu oro suave tiñe la primera
Hoja que rueda desmayada y muda
Cuando en tu honor la rama se desnuda.

Eres de ayer, de hoy y del futuro;
Te ocultas y apareces como el hada,
Que adoró la niñez; a tu conjuro,
Fugaz regresa la ilusión pasada
En la chispa que arrancas al follaje
Cuando la roza Céfiro en su viaje.

Rosa del aire, oasis del aliento,
Sibila tutelar de los jardines,
Cuando sonríes tú, yo nada invento;
Sólo busco el espacio que tú afines
Con la gama total de tus pinceles
Liberales de estambres y de mieles.

¿Dónde quedó el buril con que esculpías
Nubes de jaspe en el azul vehemente?
Hoy avanzan, fantasmas de otros días,
Cubriendo de ceniza el occidente
Y no incita el confín a la aventura,
Sino a volver a la memoria oscura.

Sol de otoño, tu envés deja en el cielo
La estela de una huida fabulosa
Y un túmulo de negro terciopelo
Es el cielo nocturno en que se posa
Sobre un celaje pálido, serena
ajorca de cristal, la luna llena.
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    Orlando González Esteva

    Nació en Palma Soriano, Cuba. Reside en Estados Unidos desde 1965. Sus poemas, que al decir del escritor Octavio Paz hacen “estallar en pleno vuelo a todas las metáforas”, aparecen publicados en Mañas de la poesía, El pájaro tras la flecha, Escrito para borrar, Fosa común, La noche y los suyos y Casa de todos. Es también autor de los siguientes ensayos de imaginación: Elogio del garabato, Cuerpos en bandeja, Mi vida con los delfines, Amigo enigma, Los ojos de Adán y Animal que escribe. El arca de José Martí. González Esteva ha ofrecido lecturas de versos, charlas y talleres en Estados Unidos, España, Japón, Francia, México y Brasil, y ha desarrollado una intensa labor cultural en los medios literarios, artísticos y radiofónicos de Miami.

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