El 21 de abril de 1895, en pleno bosque cubano, José Martí anota:
Vi hoy la yaguama, la hoja fénica que estanca la sangre, y con su mera sombra beneficia al herido: "machuque bien las hojas y métalas en la herida; que la sangre se seca". Las aves buscan su sombra.
Nada hay de sorprendente en las propiedades medicinales de algunas plantas, y las de la yaguama, yamagua o yamao, como también se le llama, son notorias. Martí no sólo atribuye a su hoja virtudes antihemorrágicas sino desinfectantes. El entrecomillado indica que el saber le llega por boca ajena y, honesto, rehúsa darlo por suyo. Medio siglo más tarde, Lydia Cabrera atribuirá a la yamagua otros dones:
Se deja en un recipiente una astilla con un huevo y vino. La persona que anhela el retorno de un ausente, o la que está separada de su amante y desea unirse a él, le llamará con esta astilla pronunciando tres veces su nombre. A la tercera vez, aquél la escuchará y no tardará en volver, obediente a la voluntad y al embrujo del yamao.
Al lector distraído le parecerá que Lydia es el poeta, y Martí, el investigador. No habrá reparado en dos frases de éste que, mezcladas con el conocimiento botánico recién adquirido, pasan inadvertidas y son, sin embargo, la sal de su apunte y una muestra de la maravilla de sus diarios, maravilla que no se ostenta, que hay que buscar entre línea y línea como el propio Martí, entre follajes y yerbajos, la maravilla de la naturaleza cubana.
Que la hoja de un árbol, macerada e inserta en las heridas, contenga la sangre no pasa de ser un dato que el lector curioso agradecerá. Que la mera sombra de ese árbol beneficie a un herido es un hecho extraordinario ante el cual Martí debe de haberse conmovido. La primera vez que manifesté mi entusiasmo por este apunte, a través de la radio, recibí una llamada telefónica de un compatriota desconocido que, alzado en la Sierra Maestra durante los días que precedieron al 1 de enero de 1959 y luego exiliado, sufrió heridas y fue rescatado y depositado por algunos campesinos de la zona debajo de un mosquitero cubierto con hojas de yamagua, donde permaneció echado durante varios días. El radioescucha describía con emoción aquel dosel vegetal, improvisado por manos humildes, a cuyo influjo misterioso recuperó la salud.
Tampoco hay que pasar por alto el verbo escogido por Martí para resumir el poder del árbol: beneficiar, un verbo que parece aludir a algo más recóndito que una cicatrización física y que convierte la sombra de la planta en una especie de manto sagrado, de asilo sobrenatural. Lo entredicho desemboca en una de las frases más hermosas del diario. Refiriéndose a los poderes de la yamagua, Martí concluye: Las aves buscan su sombra.
La idea no se desarrolla: el autor sabe que gran parte de su encanto está en su parquedad y en la extensión de la frase que la enuncia: un octosílabo perfecto. La ausencia de la vocal “i” contribuye a hacer más perceptible la penumbra que esparce la fronda. La “i” tiene ínfulas de soprano de coloratura (hubiera herido el silencio) y brillo de arma blanca (hubiera herido la sombra).
Martí discierne que las aves, como los hombres, tienen conocimiento de la facultad curativa de la sombra de la yamagua, pero esa facultad parece exceder el plano físico y alcanzar otros planos menos obvios donde también ellas sufren lastimaduras. La privacidad de uno de sus cuadernos de apuntes le permite preguntarse: Un pájaro, ¿no es un alma?
No hay heridas corporales en las aves de esta página; al menos, no se hace referencia a ellas. Pero otras heridas, de índole muy diversa, deben de sufrir todas las aves para que busquen la influencia rehabilitadora del árbol. No es desatinado presumir que esas heridas son misteriosamente humanas, ni que Martí, que sabía ver dentro de los seres y las cosas, las haya distinguido y hasta dado por similares a las suyas. Fauna y flora lo comprendían --en la acepción más justa del verbo, ésa que implica inclusión--, y él las comprendía a ellas. Ante una planta de la que otro hubiera dado cuenta por insignificante o discorde con sus vecinas o su gusto, Martí resuelve: No la he de arrancar. Yo que muero de vivir sin raíces, no le quitaré las suyas. Quédese aquí para que consuele a otros, como me ha consolado a mí.
Cuba debe aprovechar las propiedades de la yamagua y cultivarla al punto de que sus copas le sirvan de carpa. Una hoja de yamagua sobre la frente nos liberaría de los malos recuerdos; una hoja de yamagua sobre los ojos, de las imágenes del desastre; una hoja de yamagua sobre la lengua, de practicar la delación; una hoja de yamagua entre las manos, de la piedra que hubiéramos arrojado contra la puerta de un coterráneo o del rifle con el que estábamos dispuestos a engrosar un pelotón de fusilamiento; una hoja de yamagua detrás de la oreja, de los discursos embusteros; una hoja de yamagua sobre los pies, de correr tras cualquier caudillo; una hoja de yamagua sobre las rodillas, de la propensión a hincarnos ante él.
Que no quede rincón de la isla sobre el que no desciendan las ramas de una yamagua; que no quede cubano fuera de su sombra. Sólo ella podría sanarnos.
Vi hoy la yaguama, la hoja fénica que estanca la sangre, y con su mera sombra beneficia al herido: "machuque bien las hojas y métalas en la herida; que la sangre se seca". Las aves buscan su sombra.
Nada hay de sorprendente en las propiedades medicinales de algunas plantas, y las de la yaguama, yamagua o yamao, como también se le llama, son notorias. Martí no sólo atribuye a su hoja virtudes antihemorrágicas sino desinfectantes. El entrecomillado indica que el saber le llega por boca ajena y, honesto, rehúsa darlo por suyo. Medio siglo más tarde, Lydia Cabrera atribuirá a la yamagua otros dones:
Se deja en un recipiente una astilla con un huevo y vino. La persona que anhela el retorno de un ausente, o la que está separada de su amante y desea unirse a él, le llamará con esta astilla pronunciando tres veces su nombre. A la tercera vez, aquél la escuchará y no tardará en volver, obediente a la voluntad y al embrujo del yamao.
Al lector distraído le parecerá que Lydia es el poeta, y Martí, el investigador. No habrá reparado en dos frases de éste que, mezcladas con el conocimiento botánico recién adquirido, pasan inadvertidas y son, sin embargo, la sal de su apunte y una muestra de la maravilla de sus diarios, maravilla que no se ostenta, que hay que buscar entre línea y línea como el propio Martí, entre follajes y yerbajos, la maravilla de la naturaleza cubana.
Que la hoja de un árbol, macerada e inserta en las heridas, contenga la sangre no pasa de ser un dato que el lector curioso agradecerá. Que la mera sombra de ese árbol beneficie a un herido es un hecho extraordinario ante el cual Martí debe de haberse conmovido. La primera vez que manifesté mi entusiasmo por este apunte, a través de la radio, recibí una llamada telefónica de un compatriota desconocido que, alzado en la Sierra Maestra durante los días que precedieron al 1 de enero de 1959 y luego exiliado, sufrió heridas y fue rescatado y depositado por algunos campesinos de la zona debajo de un mosquitero cubierto con hojas de yamagua, donde permaneció echado durante varios días. El radioescucha describía con emoción aquel dosel vegetal, improvisado por manos humildes, a cuyo influjo misterioso recuperó la salud.
Tampoco hay que pasar por alto el verbo escogido por Martí para resumir el poder del árbol: beneficiar, un verbo que parece aludir a algo más recóndito que una cicatrización física y que convierte la sombra de la planta en una especie de manto sagrado, de asilo sobrenatural. Lo entredicho desemboca en una de las frases más hermosas del diario. Refiriéndose a los poderes de la yamagua, Martí concluye: Las aves buscan su sombra.
La idea no se desarrolla: el autor sabe que gran parte de su encanto está en su parquedad y en la extensión de la frase que la enuncia: un octosílabo perfecto. La ausencia de la vocal “i” contribuye a hacer más perceptible la penumbra que esparce la fronda. La “i” tiene ínfulas de soprano de coloratura (hubiera herido el silencio) y brillo de arma blanca (hubiera herido la sombra).
Martí discierne que las aves, como los hombres, tienen conocimiento de la facultad curativa de la sombra de la yamagua, pero esa facultad parece exceder el plano físico y alcanzar otros planos menos obvios donde también ellas sufren lastimaduras. La privacidad de uno de sus cuadernos de apuntes le permite preguntarse: Un pájaro, ¿no es un alma?
No hay heridas corporales en las aves de esta página; al menos, no se hace referencia a ellas. Pero otras heridas, de índole muy diversa, deben de sufrir todas las aves para que busquen la influencia rehabilitadora del árbol. No es desatinado presumir que esas heridas son misteriosamente humanas, ni que Martí, que sabía ver dentro de los seres y las cosas, las haya distinguido y hasta dado por similares a las suyas. Fauna y flora lo comprendían --en la acepción más justa del verbo, ésa que implica inclusión--, y él las comprendía a ellas. Ante una planta de la que otro hubiera dado cuenta por insignificante o discorde con sus vecinas o su gusto, Martí resuelve: No la he de arrancar. Yo que muero de vivir sin raíces, no le quitaré las suyas. Quédese aquí para que consuele a otros, como me ha consolado a mí.
Cuba debe aprovechar las propiedades de la yamagua y cultivarla al punto de que sus copas le sirvan de carpa. Una hoja de yamagua sobre la frente nos liberaría de los malos recuerdos; una hoja de yamagua sobre los ojos, de las imágenes del desastre; una hoja de yamagua sobre la lengua, de practicar la delación; una hoja de yamagua entre las manos, de la piedra que hubiéramos arrojado contra la puerta de un coterráneo o del rifle con el que estábamos dispuestos a engrosar un pelotón de fusilamiento; una hoja de yamagua detrás de la oreja, de los discursos embusteros; una hoja de yamagua sobre los pies, de correr tras cualquier caudillo; una hoja de yamagua sobre las rodillas, de la propensión a hincarnos ante él.
Que no quede rincón de la isla sobre el que no desciendan las ramas de una yamagua; que no quede cubano fuera de su sombra. Sólo ella podría sanarnos.