El destino de unos zapatos que cambian de dueño no deja de ser el destino del primero que los calzó. Todo prolonga la materia prima de que está hecho y al individuo que lo fabrica; prolonga, también, a quien lo estrena, aunque éste luego lo regale o eche a la basura. No sólo somos lo que retenemos sino lo que nos abandona, desde la lluvia de células muertas que esparcimos inadvertidamente a nuestro alrededor hasta los recuerdos que perdemos de vista y las palabras que, una vez pronunciadas, se incorporan al silencio, donde acaso sigan resonando, imperceptibles a nuestra facultad auditiva, tan inferior a la de algunos parientes no humanos.
De no haber sido por los buenos oficios de una mariposa, el destino de los zapatos de Pilar hubiera representado, además de una incógnita, un motivo de desasosiego para José Martí y, muerto él, para Cuba. Debemos al insecto la tranquilidad de saberlos a buen recaudo, tras un cristal, protegidos de la saña perentoria del tiempo por el amor de una madre que no quiso deshacerse de ellos cuando su hija falleció.
Son varios los pares de zapatos que alberga la obra de Martí: aquéllos, de su hijo, que no se atreve a guardar envueltos en hojas de periódico sin antes familiarizarse con lo que éstas dicen, por temor a que lo vergonzoso sea transferible y pase al niño; los blancos que calza María García Granados, y que él besa en la bóveda donde han depositado el cadáver de la joven; los que protegen los pies de otros niños a punto de remontar el sendero que conduce al Paraíso: En algunos pueblos de Colombia, los campesinos ponen en la mano a los niños muertos una copa de cartón “para no pasar sequía en el camino”. –Y les amarran a los pies unos zapatos de cartón “para que no se entunen, porque el camino del cielo es muy estrecho y está todo lleno de tunas”.
Hasta en las flores de una exhibición ve, Martí, zapatos: Los niños no quieren creer que sean flores de veras, sino pantuflas, pantuflas que han echado tres alas, por el talón. Hay pie de mujer que cabe, por supuesto, en el labio colgante (…)
Unos llaman pantuflas de señora al cipripedio, de labio afilado como la proa de un bongo, y otros le llaman mocasín, porque en algunas flores es como el zapato indio, redondo por la punta con manchas como cuentas (…)
Sus propios zapatos figuran en un cuaderno de apuntes: Una vez traduje en Madrid no sé qué contrato lleno de voces técnicas y extrañas. Mis botines se quejaban de mi abandono, y se hacía necesario reparar la brecha abierta; yo gané ocho pesos, lo que fue maravilla, con mi bellaca traducción. Yo gasté mis ocho pesos –no en botines sino en fotografías de cuadros buenos. –Creo que tuve que esperar un mes para tener zapatos.
No hay objetos insensibles a la actitud que se adopta ante ellos. Reaccionan como los animales y las plantas, sólo que de forma más circunspecta, y los zapatos, tan solidarios con sus dueños, tan solícitos a la hora de acompañarlos dondequiera que éstos deciden ir y hasta de insinuar el rumbo apropiado, no son la excepción.¡Cuántos malos pasos daríamos si no fuera por el juicio de nuestros zapatos! Martí, que lo veía todo pleno de espíritu, espíritu en las paredes mudas, en las casas solitarias; que se apresuraba a consolar hasta las casas vacías, cuando creía haber dicho algo que pudiera entristecerlas, no era indiferente al reclamo de los suyos, pero la necesidad de belleza era más apremiante que la piedad que éstos le inspiraban.
De su interés en el calzado ajeno da testimonio Enrique Loynaz del Castillo (1871-1963), que en sus Memorias de la Guerra narra lo que sucedió al final de su primer encuentro con Martí, en Nueva York, cuando aquél hombre que le doblaba la edad –Loynaz del Castillo tenía veinte años-- y a quien acababa de conocer en su oficina, le dedicó unos libros y, a punto de despedirlo, se percató de su facha: Y viendo empolvado mi sobretodo, tomó un cepillo, y con esmero lo sacudió.¡Y antes de que pudiera impedirlo, había también sacudido el polvo de mis zapatos! Un joven con los zapatos sucios puede perder la ruta, equivocar su causa.
Que las mariposas son almas lo supieron los griegos, egipcios, aztecas, birmanos y otros pueblos radicados en las más diversas geografías, desde los hopi de Norteamérica hasta los maoríes de Nueva Zelanda. ¿Cómo no adivinar en la que dio noticia del paradero de los zapatos de rosa de Pilar, el alma de la niña a quien ésta se los regaló? La difunta debe de haber permanecido en las inmediaciones de su hogar, asomada a las ventanas, atenta a la suerte de sus cosas y, de manera especial, a la de aquellos zapatos, los más bellos que jamás tuvo.
Un haiku de Kobayashi Issa da cuenta de la fidelidad de las almas a aquéllos en quienes encarnaron y a quienes se ven forzadas a abandonar:
Sobre la flecha
que ha derribado al ciervo,
mariposuela.
Tienta suponer que la presencia del insecto sobre el arma es un acto de fraternidad: el ciervo agoniza y la pequeña mariposa, compasiva, acude a socorrerlo, no quiere que expire solo. El poeta no especifica si ésta revolotea sobre el arma o permanece posada sobre ella. Tampoco importa: está ahí, mirando al moribundo a los ojos, echándole fresco al rostro a fuerza de batir las alas, susurrándole quién sabe qué cosas, dulcificando el trance.
Mejor suponer que el insecto es el alma del ciervo que aún duda si abandonarlo, que aún vela por su destino, como el alma de la niña muerta vela por el destino de los zapatos que le regaló Pilar.