Aunque con un vergonzoso retraso, está bien que desde las instituciones culturales se promueva la reivindicación de escritores y artistas que fueron marginados debido a sus opiniones políticas, inclinaciones sexuales o por el contenido de sus obras no acordes con las pautas trazadas por el poder revolucionario.
Lo que desentona en esta dinámica, obviamente permitida por la nomenclatura, es la ausencia de un aspecto esencial sin el cual tales posturas no pueden ser encuadradas dentro del marco de la honestidad y el arrepentimiento genuino.
Y es que sin desagravios a las personas que sufrieron el escarnio público, la marginación, el exilio o la cárcel, a causa de sus resistencias al orden establecido, es imposible creer que se trata de un acto de buena voluntad.
Me refiero al mea culpa por parte de quienes ordenaron, callaron o se prestaron, abierta o sutilmente, para esos actos abominables. Muchos aun disfrutan de las prebendas que le reportaron sus abyecciones.
Descargar todas las culpas sobre funcionarios de bajo rango dentro del aparato represivo que codificó el miedo y la autocensura en el ámbito cultural, fundamentalmente en las décadas del 60 y 70 del siglo XX, ha sido una constante a señalar como otro segmento de la ignominia y la falta de escrúpulos a la hora de poner sobre el tapete todos los detalles de aquel infausto período.
En ocasiones también se recurre a la despersonalización, es decir, que tanto los verdugos como sus ayudantes quedan en el anonimato. Se abordan los hechos, pero sin mencionar a los principales victimarios.
¿Cuándo se podrá leer tan siquiera una lista parcial de los funcionarios y adulones profesionales del Consejo Nacional de Cultura y ulteriormente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) que se ensañaron en la planificación y ejecución de las más viles acciones?
De acuerdo a la cantidad de afectados, las características de los castigos y el tiempo que duraron, es irrelevante lo que se hace en espacios, hasta el momento resguardados de una notable trascendencia mediática y carentes de una buena promoción, lo cual reduce el impacto social de temas y enfoques que de cierta manera brindan la oportunidad de acercarse a algunas parcelas de una tragedia legitimada por la fatal pretensión de construir el paraíso en la tierra.
Es dudoso que lo que ocurre en torno al referido problema no esté avalado por los comisarios de la vieja guardia y los noveles aupados por estos. Sin embargo, pese a lo que podría ser un rejuego esencialmente pragmático de la élite de poder, deviene en la conformación de perspectivas diferentes, que pese a su estado larvario, apuntan a desarrollar en un futuro cercano otros asideros donde fijar y extender conceptos opuestos a la omnipresente ortodoxia gubernamental.
El proceso reivindicador de escritores y artistas necesita de otros componentes para una verdadera reconstrucción del país. Basta de rehabilitaciones post-mórtem, ambivalencias en el discurso crítico e inmorales olvidos. Es tiempo de que se consolide la ética y el coraje para sacar a la luz, no solo en libros y revistas, sino en la radio y la televisión, las amargas experiencias del estalinismo en el sector de la cultura.
Desde hace 20 años, el tiempo que llevo en las filas de la sociedad civil alternativa, no me tiembla el pulso para escribir el nombre y los apellidos del máximo culpable de lo que resultó ser una flagrante violación a los derechos humanos: Fidel Castro Ruz.
Lo que desentona en esta dinámica, obviamente permitida por la nomenclatura, es la ausencia de un aspecto esencial sin el cual tales posturas no pueden ser encuadradas dentro del marco de la honestidad y el arrepentimiento genuino.
Y es que sin desagravios a las personas que sufrieron el escarnio público, la marginación, el exilio o la cárcel, a causa de sus resistencias al orden establecido, es imposible creer que se trata de un acto de buena voluntad.
Me refiero al mea culpa por parte de quienes ordenaron, callaron o se prestaron, abierta o sutilmente, para esos actos abominables. Muchos aun disfrutan de las prebendas que le reportaron sus abyecciones.
Descargar todas las culpas sobre funcionarios de bajo rango dentro del aparato represivo que codificó el miedo y la autocensura en el ámbito cultural, fundamentalmente en las décadas del 60 y 70 del siglo XX, ha sido una constante a señalar como otro segmento de la ignominia y la falta de escrúpulos a la hora de poner sobre el tapete todos los detalles de aquel infausto período.
En ocasiones también se recurre a la despersonalización, es decir, que tanto los verdugos como sus ayudantes quedan en el anonimato. Se abordan los hechos, pero sin mencionar a los principales victimarios.
¿Cuándo se podrá leer tan siquiera una lista parcial de los funcionarios y adulones profesionales del Consejo Nacional de Cultura y ulteriormente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) que se ensañaron en la planificación y ejecución de las más viles acciones?
De acuerdo a la cantidad de afectados, las características de los castigos y el tiempo que duraron, es irrelevante lo que se hace en espacios, hasta el momento resguardados de una notable trascendencia mediática y carentes de una buena promoción, lo cual reduce el impacto social de temas y enfoques que de cierta manera brindan la oportunidad de acercarse a algunas parcelas de una tragedia legitimada por la fatal pretensión de construir el paraíso en la tierra.
Es dudoso que lo que ocurre en torno al referido problema no esté avalado por los comisarios de la vieja guardia y los noveles aupados por estos. Sin embargo, pese a lo que podría ser un rejuego esencialmente pragmático de la élite de poder, deviene en la conformación de perspectivas diferentes, que pese a su estado larvario, apuntan a desarrollar en un futuro cercano otros asideros donde fijar y extender conceptos opuestos a la omnipresente ortodoxia gubernamental.
El proceso reivindicador de escritores y artistas necesita de otros componentes para una verdadera reconstrucción del país. Basta de rehabilitaciones post-mórtem, ambivalencias en el discurso crítico e inmorales olvidos. Es tiempo de que se consolide la ética y el coraje para sacar a la luz, no solo en libros y revistas, sino en la radio y la televisión, las amargas experiencias del estalinismo en el sector de la cultura.
Desde hace 20 años, el tiempo que llevo en las filas de la sociedad civil alternativa, no me tiembla el pulso para escribir el nombre y los apellidos del máximo culpable de lo que resultó ser una flagrante violación a los derechos humanos: Fidel Castro Ruz.