La colmena martiana dejaría mucho que desear si el manto de Napoleón no colgara de ella. La adopción del insecto como insignia personal no sólo esparció un enjambre de oro sobre el emperador y su entorno –alfombras, tapizados, alhajas, banderines, trono-- sino sobre sus sucesores, que lucieron la pieza púrpura, revestida de armiño y salpicada de abejas, como si todos fueran él, y ellas, su guardia más personal.
El manto se pasea por varias páginas de José Martí, y no hay vez que éste lo descuelgue que no aluda a los insectos, el manto esmaltado de abejas de los Bonaparte, como si cada alusión añadiera a su propio enjambre una multitud adicional de individuos y lo eximiera de tener que escogerlos, uno a uno, durante sus paseos por la ciudad y el campo, y de cantar sus virtudes particulares.
La doble aparición de la prenda en un volumen de sus Obras Completas induce al lector distraído a atribuir al autor un colmenar mayor que el que en realidad cultivó, y al lector atento, más que a escuchar los pasos de los emperadores por el Palacio de las Tullerías, a escuchar el zumbido de los insectos que en la alta noche se desprendían de las telas y, deshaciéndose de su coraza de metal precioso, perforaban el aire viciado de las habitaciones y se estrellaban contra los cristales de las ventanas.
Que Martí calificara de “bárbara” a la abeja que picó a María Mantilla y la condenara a habérselas con ese epíteto, no lo cohibió de reconocer la amabilidad de otras que se acercaron a él y lo instaron a abrir los ojos y oídos a la maravilla que le rodeaba y que al ser percibida pasaba a ser parte suya, y luego, a explayarse desde su persona, como un sol que le amaneciera dentro, hasta abarcar el exterior inconmensurable, fundiéndolo todo:
Duermo en mi cama de roca
Mi sueño dulce y profundo:
Roza una abeja mi boca
Y crece en mi cuerpo el mundo.
No importa que el lecho donde el autor descansara fuera incómodo: quizás por serlo se avenía mejor a su espíritu de sacrificio y, lejos de desvelarle, le permitía disfrutar de un reposo mayor. Luego de ver a la roca rodar montaña abajo, y antes de seguirla y reanudar el esfuerzo de transportarla a la cumbre, Sísifo debe de haber dormido junto a ella, abrazado a ella, un cuerpo contra otro, y debe de haber dormido bien.
Pero son el tercer y cuarto versos los que continúan rehaciéndose en la memoria, con esa abeja que aventaja al poeta en el madrugón y que, rumbo a alguna flor o de regreso de ella, agita las alas junto a sus labios para que la realidad lo posea y luego de poseerlo aflore de él renovada. La abeja que espabila al durmiente rezuma la delicadeza de la madre que a la hora de despertar al hijo para que corra al colegio le dice algo hermoso al oído y le besa la mejilla, lamentando tener que privarlo de ese estado de gracia en el que yace sumergido, como cuando yacía dentro de ella.
Leer el tercer verso es sentir el airecillo que producen las alas de un insecto amigo al arrimársenos al rostro; de un insecto que sólo busca alertarnos al espectáculo del día que nace; la doble “b” labial le abozala el aguijón. Leer el cuarto verso es disfrutar de un espectáculo mucho más íntimo pero no menos portentoso: el espectáculo de la poesía. No del verso: de la poesía, palabra que de no ser tan sumiso a mi época acaso me atrevería a escribir con mayúscula inicial. Nada más moderno que restar importancia a lo que la tiene.
La desembocadura de esta estrofa debe de estar entre las más bellas de Versos sencillos. Hay como una maternidad masculina en esa percepción del poeta como un cuerpo dentro del cual otro cobra vida y se expande hasta volcarse fuera de él; un segundo cuerpo que no es sino una toma de conciencia del mundo que esplende alrededor del primero.
La tercera abeja solitaria de Versos sencillos no apela a la vista sino al oído, y tiene alma de pregonera:
Más ágil por la flor nueva,
No dice, como antes, “tumba”:
“Eva” dice: todo es “Eva”.
La veraneante no es indiferente a la juventud, ¿quién lo es? El centro de su atención, aquello que le ha devuelto los ímpetus de otrora, es una flor lozana cuya sola existencia ha venido a rescatarla del decaimiento; quién sabe si de la vejez. ¿Cuánto vive una abeja? Mejor ignorarlo, imaginarla inmortal como los pájaros, que si mueren por causas naturales mueren tan alto que nadie los ve caer, se desvanecen en plena caída. La preposición “por” es ambigua: más ágil por la flor nueva; no se sabe si denota proximidad o causa. Me inclino por lo segundo: no es que la abeja ronde la flor, aunque de hecho lo haga, es que su ligereza es resultado de la excitante aparición de aquélla.
Martí, que habla el idioma del insecto o por lo menos lo entiende, traduce lo que escucha: a la desoladora certidumbre de la caducidad general, la abeja rejuvenecida impone la celebración de una femineidad que colma el mundo y lo erotiza: todo es mujer, y como tal, inagotable y voluptuosa fuente de vida. No es que vengamos de Eva, es que nunca salimos de ella, sólo que la certidumbre de la muerte impide, a veces, recordarlo.
Yo soy como las abejas, que trabajan mucho más en el verano, admite Martí. La posibilidad de insertarse en una flor debe de haberlo atraído tanto como al insecto. No hay manto más suave y discreto que una corola, a no ser el de su perfume. Nadie hubiera comprendido mejor al hombre que una de ellas:
Con que el hombre se nutre y aconseja;
Pero yo no sabía
Lo que sabe la rosa de la abeja.
Que el interior de las flores le fue familiar a Martí lo demuestra la crónica de una exhibición de ellas donde describe la anatomía de una violeta y un geranio azul, y destaca el estrado que le pone la flor de salvia a la abeja para que no se canse la visita al posarse. La descripción no puede ser más exacta; tiene que haberse internado en alguna.
Al manto napoleónico, Martí hubiera opuesto un retazo cualquiera del manto de la naturaleza, cuyas dimensiones imposibilitan calcular el número de abejas que reúne. Las distancias que en el primero se miden por centímetros y se ajustan al ojo, en éste se miden por kilómetros y se burlan de él. Sólo una vista aérea de una región, y una de pájaro, permitiría apreciar la riqueza de la túnica. Nadie viste mejor que la Tierra.