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Elefantes de Cuba desaparecen en la Florida


Apodaron “el cementerio de los elefantes” a una zona del sur de Miami Beach (OGE).
Apodaron “el cementerio de los elefantes” a una zona del sur de Miami Beach (OGE).

El autor documenta la existencia de elefantes cubanos y la de un cementerio de ellos en Miami.

Entre los aportes más significativos hechos por la literatura cubana al país se encuentra la importación de una serie de animales extraños a la fauna nativa, entre ellos, el elefante. No es posible precisar el número de individuos de esta especie que hoy recorre la selva ilustrada de la isla, pero sí un número suficiente para excluirlos de la lista de animales exóticos.

El elefante está en la poesía de Gastón Baquero:

Mi madre no sabe que por la noche,
cuando ella mira mi cuerpo dormido
y sonríe feliz sintiéndome a su lado,
mi alma sale de mí, se va de viaje
guiada por elefantes blanquirrojos…

Está en Eliseo Diego, que admira su costumbre de ir a morir solo a lugares tranquilos, vigilante de
que no haya ni una mínima pisada
entre las sombras mientras va a la nada.

La tonalidad de la piel del elefante se instalará en un rincón de la memoria del poeta, que lo presentirá oculto dondequiera que vaya: tan parte es ya de mí que ya no fuera / quien soy sin su peñón oscuro, y que se describe a sí mismo como una carpa hecha de desperdicios dentro de la cual el animal deambula (acaso como el autor, dentro de su propio cuerpo, camino de la muerte).

Una pareja de elefantes sacrificados en lugares tan diversos como un claro del bosque africano y el zoológico de La Habana ensangrienta las páginas de un cuento de Antonio José Ponte: “A petición de Ochún”. Al africano le arrancan el corazón, que luego de ser enviado a la isla como prueba de amor, enrarece los sueños de la mujer que lo come; al habanero lo destazan para venderlo:

No tardamos en entrarle a la carne. El del camión, de suficiente sangre fría para la caza, se asqueó de vernos desguazar a la elefanta con cuatro machetes. La tierra del foso se llenó de sangre y, en cuanto le caía lluvia encima, salía humo de la sangre. Un animal crecido para destrozar selva, tiene que dar tanto trabajo como la selva al cortarse. A la luz de los relámpagos conseguíamos sacar en claro los huesos (…)

Del carácter del elefante se encarga José Martí:

Con el elefante no hay que jugar, porque en la hora en que se le enoja la dignidad, o le ofenden la mujer o el hijo, sacude la trompa como un azote, y de un latigazo echa por tierra al hombre más fuerte, o rompe un poste en astillas, o deja un árbol temblando. Tremendo es el elefante enfurecido, y por manso que sea en sus prisiones, siempre le llega --cuando calienta el sol mucho en abril, o cuando se cansa de su cadena-- su hora de furor.

Pero los que conocen bien al animal dicen que sabe de arrepentimiento y de ternura, como un cuento que trae un libro viejo, donde está lo que hizo un elefante que mató a su cuidador --que allá llaman cornac-- porque le había lastimado con el arpón la trompa. Y cuando la mujer del cornac se le arrodilló desesperada, delante, con su hijito, y le rogó que los matase a ellos también, el elefante no los mató, sino que con la trompa le quitó el niño a la madre, y se lo puso sobre el cuello, que es donde los cornacs se sientan, y nunca permitió que lo montase más cornac que aquél.

Martí recuerda que los tailandeses adoran al elefante de piel clara y explica la causa de esa adoración: la religión siamesa les enseña que Buda vive en todas partes, y como no hay vivo de más cuerpo que el elefante, ni color que haga pensar más en la pureza que lo blanco, al elefante blanco adoran, como si en él hubiera más de Buda que en los demás seres vivos.

Nada desaprovecha Martí para exaltar la gentileza del ser humano capaz de ofrecer a los demás animales una ilusión de libertad cuando sufren cautiverio. Al elefante: Le tienen palacio, y sale a la calle entre hileras de sacerdotes, y le dan las yerbas más finas, y el palacio se lo tienen pintado como un bosque, para que no sufra tanto de su prisión, y cuando el rey lo va a ver, es fiesta en el país, porque creen que el elefante es dios mismo, que va a decir al rey el buen modo de gobernar. Lástima que los elefantes aparecieran en Cuba de manera tan discreta y los gobernantes no leyeran a Martí.

Durante los años sesenta y setenta del siglo XX, los cubanos que arribaron al sur de la Florida, bromistas impenitentes a pesar de la tristeza y las enormes dificultades que arrostraban, apodaron “el cementerio de los elefantes” a una zona del sur de Miami Beach donde legiones de norteamericanos maltrechos por la tercera edad residían o venían a pasar el invierno, y donde algunos fallecían. Ir a la playa era verlos tumbados en mecedoras y sillas de extensión con la mirada perdida en el horizonte marino, agitando pencas o adormecidos en los portales de los hoteles art déco que hoy, remozados, son albergues de bares, discotecas, restaurantes y boutiques, meca de jóvenes procedentes de todo el mundo.

Los ancianos desaparecieron ante el empuje del bullicioso exilio; el cementerio, no: sólo cambió de lugar. Medio siglo después florece en los barrios cubanos que por entonces eran pura vitalidad. Hay tumbas enormes disfrazadas de comercios, tabernas y teatros; hay velorios que pasan por carnavales y ofrendas funerarias tan grandes como florerías; hay cortejos fúnebres que llaman desfiles y tramos de acera inscritos como lápidas; hay catafalcos donde los días de fiesta se encaraman los músicos, y dolientes descamisados que beben cerveza y bailan frente a ellos porque no se reconocen como tales; hay féretros ambulantes que recuerdan carrozas y panteones sin techo que engloban manzanas; hay despedidas de duelo que la gente confunde con arengas patrióticas y vitorea y aplaude; la atmósfera unge con un óleo sagrado que algunos se enjugan como si fuera sudor.

Los muertos suman más que los vivos, es más, los incluyen, aunque algunos todavía vistan guayabera, beban café, gesticulen, jueguen dominó y nunca falte el buenazo que, renuente a darse por vencido, defienda el sueño de todos basándose en los imponderables. No hay que hacerse ilusiones: el cementerio invade nuestros pensamientos, desborda nuestros hogares, se traga a nuestras familias. Los elefantes somos nosotros.
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    Orlando González Esteva

    Nació en Palma Soriano, Cuba. Reside en Estados Unidos desde 1965. Sus poemas, que al decir del escritor Octavio Paz hacen “estallar en pleno vuelo a todas las metáforas”, aparecen publicados en Mañas de la poesía, El pájaro tras la flecha, Escrito para borrar, Fosa común, La noche y los suyos y Casa de todos. Es también autor de los siguientes ensayos de imaginación: Elogio del garabato, Cuerpos en bandeja, Mi vida con los delfines, Amigo enigma, Los ojos de Adán y Animal que escribe. El arca de José Martí. González Esteva ha ofrecido lecturas de versos, charlas y talleres en Estados Unidos, España, Japón, Francia, México y Brasil, y ha desarrollado una intensa labor cultural en los medios literarios, artísticos y radiofónicos de Miami.

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