La actual crisis egipcia es tan caótica porque en ella se mezclan cuestiones básicas – cómo la de sabe quién manda en el país – con ambiciones y orgullos personales, sumamente alejados de los intereses del país.
Y si la primera cuestión está medio resuelta (manda el Ejército, pero con oposiciones), la segunda es un amasijo de egocentrismos, radicalismo religioso y macro política islámica.
Esta es, en esencia, la pugna entre el islamismo ortodoxo y ultra conservador de los wahabitas saudíes – sunitas - y el islamismo curial de los chiítas, patrocinado por el Irán. En Egipto, esta competición ideológica y hegemónica, se tradujo en el apoyo wahabita a los grupos salafistas (hay cinco partidos políticos que presumen de este radicalismo) y el minado sistemático del Gobierno de Mursi y los Hermanos Musulmanes por incomodar la política internacional saudí.
Indirectamente, este planteamiento explica también el apoyo político y económico de Riad a los generales golpistas y la presión sobre todos los detentores de poder – desde Mursi, cuando lo tuvo, hasta los generales – para que Egipto se alinee con los rebeldes en la guerra civil siria donde el Gobierno de Damasco está apoyado y financiado por el Irán.
Lo de las ambiciones personales es mucho más intrincado. El partido salafista más importante de Egipto en estos momentos es el NUR, que obtuvo el 25% de los votos en las elecciones generales del año pasado. Y el hombre fuerte del NUR es su presidente, el predicador Yunus Makhiun, de 58 años, dentista de profesión y doctor en islamismo (por la universidad cairota al Azhar) de afición.
Nadie le discute a Makhiun su celo salafista, pero son cada vez más – incluso en su propio partido – los que le critican su laxitud ideológica cuando se trata de hacer concesiones con tal de participar del poder. Se le acusa de haber apoyado al principio a Mursi, luego a los generales y ahora no se sabe a quién (si no es a si mismo) con tal de seguir ejerciendo de eminencia gris de la política nacional.
Pero Makhiun ha hecho tantas concesiones doctrinales que esto se le hace cada vez más difícil. Los radicales, que en estos momentos son montón, le acusan de haber prometido en la campaña electoral prohibir que las mujeres se bañen en público, ocupen cargo políticos importantes e imponer en Egipto la sharia (gobierno por la ley coránica) y luego, desde el poder, haber tolerado a las bañistas en la playas, garantizado una vida tranquila a los coptos y pactado con laicos y liberales toda una serie de leyes promulgadas durante el gobierno Mursi. La única promesa radical de la que no se ha desdicho de palabra u obra es la de negarles el derecho a la vida a los chiítas.
Este resurgir de la intransigencia religiosa podría beneficiar a un gran rival de Makhiun en la misma medida en que le perjudicaría a este. Se trata de Abdel Monem Abul Futtuh, hombre tan ambicioso y políticamente voluble como Makhiun – pasó en poco tiempo de dirigente de los Hermanos Musulmanes a oponente de todo poder democrático o militar -, pero que ha tenido la suerte (o la habilidad) de no vincularse a ningún poder desde que Egipto intenta ser un Estado democrático.
Y si la primera cuestión está medio resuelta (manda el Ejército, pero con oposiciones), la segunda es un amasijo de egocentrismos, radicalismo religioso y macro política islámica.
Esta es, en esencia, la pugna entre el islamismo ortodoxo y ultra conservador de los wahabitas saudíes – sunitas - y el islamismo curial de los chiítas, patrocinado por el Irán. En Egipto, esta competición ideológica y hegemónica, se tradujo en el apoyo wahabita a los grupos salafistas (hay cinco partidos políticos que presumen de este radicalismo) y el minado sistemático del Gobierno de Mursi y los Hermanos Musulmanes por incomodar la política internacional saudí.
Indirectamente, este planteamiento explica también el apoyo político y económico de Riad a los generales golpistas y la presión sobre todos los detentores de poder – desde Mursi, cuando lo tuvo, hasta los generales – para que Egipto se alinee con los rebeldes en la guerra civil siria donde el Gobierno de Damasco está apoyado y financiado por el Irán.
Lo de las ambiciones personales es mucho más intrincado. El partido salafista más importante de Egipto en estos momentos es el NUR, que obtuvo el 25% de los votos en las elecciones generales del año pasado. Y el hombre fuerte del NUR es su presidente, el predicador Yunus Makhiun, de 58 años, dentista de profesión y doctor en islamismo (por la universidad cairota al Azhar) de afición.
Nadie le discute a Makhiun su celo salafista, pero son cada vez más – incluso en su propio partido – los que le critican su laxitud ideológica cuando se trata de hacer concesiones con tal de participar del poder. Se le acusa de haber apoyado al principio a Mursi, luego a los generales y ahora no se sabe a quién (si no es a si mismo) con tal de seguir ejerciendo de eminencia gris de la política nacional.
Pero Makhiun ha hecho tantas concesiones doctrinales que esto se le hace cada vez más difícil. Los radicales, que en estos momentos son montón, le acusan de haber prometido en la campaña electoral prohibir que las mujeres se bañen en público, ocupen cargo políticos importantes e imponer en Egipto la sharia (gobierno por la ley coránica) y luego, desde el poder, haber tolerado a las bañistas en la playas, garantizado una vida tranquila a los coptos y pactado con laicos y liberales toda una serie de leyes promulgadas durante el gobierno Mursi. La única promesa radical de la que no se ha desdicho de palabra u obra es la de negarles el derecho a la vida a los chiítas.
Este resurgir de la intransigencia religiosa podría beneficiar a un gran rival de Makhiun en la misma medida en que le perjudicaría a este. Se trata de Abdel Monem Abul Futtuh, hombre tan ambicioso y políticamente voluble como Makhiun – pasó en poco tiempo de dirigente de los Hermanos Musulmanes a oponente de todo poder democrático o militar -, pero que ha tenido la suerte (o la habilidad) de no vincularse a ningún poder desde que Egipto intenta ser un Estado democrático.