Gastón Baquero nació en Banes, Holguín, el 4 de mayo de un año escondido entre 1914 y 1919. No se conoce a ciencia cierta el año de su nacimiento, pero sí la fecha de su muerte el 15 de mayo de 1997, lo sé, porque yo estaba allí.
Cuando llegué a Madrid en 1996, después de protocolos y parafernalias, lo primero que hice fue pedirle a Víctor Batista que me llevara a ver a Gastón Baquero. Lo pedí, como quien pide que lo lleven ante un santo para pagar, al fin, una promesa.
Quería ver al poeta en letras capitales y creí que la vida era generosa conmigo, que había nacido 39 años después, cuando en la isla triste se afanaban por hacer desaparecer su nombre, su presencia y sus escritos, hasta de las partículas del aire.
Era alto, muy alto y erguido como el capitán de un barco bajo el azote de una tormenta. Sereno y elegante como un dandi que carga el peso de haber vivido con la misma elegancia con que se lleva un sombrero de copa.
Allí estaba, en una residencia para ancianos a las afueras de Madrid uno de los fundadores del, para los que llegamos después, mítico grupo Orígenes, junto a José Lezama Lima, Virgilio Piñera y Eliseo Diego, entre otros.
También fue jefe de redacción del Diario de La Marina. Sus artículos y crónicas gozaban de gran popularidad y nunca escondió sus relaciones con el gobierno de Fulgencio Batista en el que llegó a ocupar algún que otro cargo oficial, lo cual, a la luz de los años y de todo lo visto y lo sobrevivido en Cuba, no significa para mí absolutamente, nada.
Gastón Baquero decidió marcharse de este mundo tan serena y silenciosamente como había vivido. Se fue antes de que mi estancia en Madrid cumpliera el primer año y, como homenaje, la ministra de Cultura bautizó con su nombre, Gastón Baquero, la residencia para ancianos que fuera su penúltima morada.
He aquí un fragmente de uno de los poemas más hermosos de la lengua española.
Palabras escritas en la arena por un inocente
¿Qué soy después de todo sino un niño
Complacido con el sonido de mi propio nombre, repitiéndolo sin cesar.
Apartándome de los otros para oírlo, sin que me canse nunca.
Escribo en la arena la palabra horizonte y unas mujeres altas vienen a reposar en ella, dialogan sonrientes y se esfuman tranquilas.
Yo no puedo seguirlas, el sueño me detiene.
Ellas van por mis brazos, buscando el camino tormentoso de mi corazón.
El horizonte guarda los amigos perdidos, las naves naufragadas, las puertas de ciudades que existieron cuando existió David.
Yo no comprendo nada. Yo soy un inocente, pero los dejo irse por el camino de los brazos, sangre adentro, centellas silenciosas.
Ahora los escucho platicar por las venas, fieles, suntuosamente humildes, vencidos de antemano. Hablan de las antiguas ciudades.
Hablan de mujeres esfumadas, gritan y corren apresurados.
Esta mano de un Rey me pertenece.
Esta iglesia es mi casa. Son mis ojos quienes la hacen alta y luminosa.
Aquél torso que sirve de refugio a un bienamado pueblo de palomas, escapado ha de mí. Han escrito una letra de mi nombre en las tibias espaldas de aquel árbol.
¿Quién es esta mujer? La oigo en mis verdades. Ella conoce el preciado alimento.
Va inscribiendo mi nombre sobre sepulcros olvidados.
Ella conoce la destreza de amor con que se yergue, dentro de mí, un cuerpo esplendoroso.
Ella vive por mí. Cómo responde cuando yo soy llamado.
Cómo alcanza su terrible boca el alimento que deparado fuera a mis entrañas.
Ahora comprendo que su cuerpo es el mío.
Yo no termino en mí. En mí comienzo
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