Al cumplirse este sábado 30 años exactos del fusilamiento en La Habana del general Arnaldo Ochoa, el coronel Antonio de la Guardia, el mayor Amado Padrón y el capitán Jorge Martínez, un jurista cubano exiliado reduce a una ecuación simple la llamada Causa Número 1 de 1989, que además llevó a la cárcel a una docena de oficiales del Ministerio del Interior y las Fuerzas Armadas.
“Fue un asesinato judicial, y un asesinato judicial solamente se justifica para silenciar a alguien”, dice el jurista Miguel Fernández-Díaz. “A los que creían que estaban trabajando para el Comandante en Jefe les perdonaron la vida. Pero a los que sabían a ciencia cierta que estaban trabajando para el Comandante en Jefe, a esos había que silenciarlos”.
Martínez, ayudante personal de Ochoa, había viajado a Colombia con pasaporte falso para reunirse con el líder del Cartel de Medellín, Pablo Escobar. Entre los altos oficiales que fueron a la cárcel está el general Patricio de la Guardia, hermano gemelo de Antonio y cuya sentencia de 30 años expiró hace un mes. Pero no hay confirmación de que ya esté libre.
“Es muy triste… fue un proceso arbitrario, y eso lo confirmó una comisión investigadora de Naciones Unidas”, dice desde su exilio en París Ileana de la Guardia, hija del coronel Antonio de la Guardia.
A su padre y a Ochoa los condenaron, afirma ella, por pensar y por decir que en Cuba se debía aplicar la misma apertura que estaban haciendo los soviéticos, y recuerda que Ochoa ni siquiera estaba en el país mientras se cometían los delitos de narcotráfico que les imputaron. A su tío Patricio lo sentenciaron, asegura, por no delatar a su hermano.
“Cuando el Tribunal de Honor les quitó sus grados militares y sus uniformes, ya eran civiles”, añade, en referencia al primero de los dos procesos a que fueron sometidos. “Y el Código Penal cubano no contempla la pena de muerte para civiles por delito de narcotráfico”.
Ni siquiera como militares podían haberlos condenado a la pena capital, asegura Fernández-Díaz, e indica que la decisión del Tribunal de Honor era más administrativa que legal.
“Nunca debieron aplicarles la pena de muerte porque ninguno de los delitos por los que podían acusarlos, desde tráfico de drogas hasta malversación, contemplaba la pena de muerte”, explica Fernández-Díaz. “Tuvieron que irse por el lado de que habían cometido actos hostiles contra otros países, y darle una vuelta a la ley para justificar la sentencia”.
Entonces, recuerda el jurista, estaba vigente el Código Penal de 1987, cuyo Artículo 110 decía textualmente: “El que, sin autorización del gobierno, efectúe alistamientos u otros actos hostiles a un Estado extranjero, que den motivo al peligro de una guerra o a medidas de represalias contra Cuba, o exponga a los cubanos a vejaciones o represalias en su persona o bienes o a la alteración de las relaciones amistosas de Cuba con otro Estado, incurre en privación de libertad de cuatro a diez años”.
Un segundo inciso del mismo artículo subrayaba que si los actos hostiles desataban la guerra o represalias contra Cuba, la sanción sería “privación de libertad de diez a veinte años, o muerte”.
Supuestamente, las acciones de apoyo al narcotráfico de los “encartados”, como los llamaba el fiscal Juan Escalona Reguera –usando términos que parecían citas del conocido programa humorístico La Tremenda Corte--, pusieron a Cuba en peligro de guerra con Estados Unidos, Colombia, México y Panamá.
Pero no hubo guerra ni represalias. Lo que sí hubo fueron evidencias de que era necesario justificar a toda costa la aplicación de ese inciso capital. Por ejemplo, cuando Escalona dijo que por culpa de los encartados sobre el país estaba cayendo una “lluvia de injurias, de infamias, de mentiras [vertidas] por las agencias de prensa imperialistas", observa el jurista.
Si Martínez hubiese sido capturado y presentado a la opinión pública internacional después de reunirse con Pablo Escobar, “sobre la revolución habría caído una infamante lluvia de calumnias muy difíciles de desmentir", aseguró el fiscal en otro momento.
“La traición que sí estaba contemplada en el Código era por rebelión y sedición, pero como no podían acusarlos de eso tuvieron que torcer la ley con lo de los actos hostiles a otros estados”, indica Fernández-Díaz. “Los propios juristas dentro de Cuba estaban furiosos con el proceso; era un procedimiento elemental, porque la conducta de los acusados no se ajustaba a lo que en Derecho se conoce como el tipo penal”.
Por si fuera poco, la máxima jerarquía y las plataformas de propaganda del régimen no escatimaron sus propias “crónicas de una muerte anunciada”. Por ejemplo, el general Raúl Castro contó cómo, en vísperas del proceso, había llorado de tristeza pensando en Ochoa y, sobre todo, en sus hijos.
¿Por qué los hijos?
Semanas antes del juicio, el 22 de junio de 1989, el periódico Granma blandía la espada del honor con una frase: “Sabremos lavar de forma ejemplar ultrajes como éste”. Y ya se sabía cuál era el castigo ejemplar preferido por los Castro.
Tampoco faltaron declaraciones de cierta arrogancia dictatorial. Una de las más comentadas fue “el desliz” del fiscal Escalona cuando presumió de que Cuba “mandaba a morir voluntariamente a los cubanos a Angola”.
Y en medio de la unanimidad del Consejo de Estado para respaldar la sentencia del Tribunal Militar hubo una voz que, lejos de interesarse por la vida de un general de mil batallas condecorado como Héroe y las de altos oficiales que durante décadas se encargaron del trabajo sucio del régimen, se preocupaba por la salud del Comandante en Jefe, herida “quién sabe si para siempre” por la imprudencia de los descarriados. Era otro general, Ulises Rosales del Toro, cuyo voto a favor del fusilamiento fue doblemente bochornoso por su condición de militar de carrera.
“Fue el típico asesinato judicial”, subraya Fernández-Díaz, “por una interpretación escandalosamente arbitraria de la ley”.