Génesis 4:27
“Me comería el mundo con los ojos. El mundo
es un plato pequeño si se apetece mucho.
Quien se ha puesto a mirar fijamente las cosas
las ha visto animarse, desceñirse la forma.
Tienen la carne dura de las adolescentes.
No sé cómo me privo de clavarles los dientes.
A qué saben las nubes, me pregunto acechándolas,
con los ojos azules y la boca echa agua.
A qué sabe la luna, me pregunto, insaciable,
relamiéndome apenas me ilumina el semblante.
A qué sabrá la muerte, le he preguntado a Dios,
y me ha dicho que sabe igualito que yo”.
Adán mira la tarde como si se bebiera
el temblor de su sangre a pico de botella.
El texto no está en la Biblia pero me gustaría suponer que está. Menciono libro y capítulo para facilitar su inserción si alguna vez se antojara oportuna. No interrumpiría la narración oficial y los lectores tendrían una idea más clara de su antepasado más remoto, alguien de quien no existen fotografías ni imágenes filmadas y cuyo metal de voz es también un misterio. El monólogo no suple la carencia de estos documentos pero permite acceder a un aspecto de su persona que se prolonga en nosotros: la voluptuosidad.
El que más y el que menos ha soñado comerse el mundo, o lo que queda de él, porque el hombre no cesa de mordisquearlo. Antes de probar la fruta prohibida, y aun antes de conocer a Eva, Adán lo apetecía. ¿No será la fruta una metáfora del mundo? La esfericidad de éste, sus zumos salados y dulces, y su suspensión en el espacio estelar lo emparientan con las frutas y a nosotros, quizás, con algunos de los animales adictos a ellas. Pienso en el gusano.
La vista, el oído, el tacto, el olfato no son sino diversificaciones del sentido del gusto, facultades o cubiertos desarrollados por el primer hombre para darse banquete. Frente a la Creación intacta, Adán deseó hacerse con todo, y esa avidez desmesurada dio origen al lenguaje, una realidad menos abstracta de lo que se supone y a la cual el goloso acabó encontrándole lo imprescindible: sabor. El niño aprende a hablar cuando sus padres le prohíben llevarse las cosas a la boca. La prohibición lo fuerza a recurrir a un subterfugio al que ellos también recurrieron y aún recurren: las palabras. Hablar es masticar, comerse el mundo y, gracias a las palabras, saborearlo. No tarda en llegar el día en que los ruidos producidos por los alimentos al ser triturados por los molares y disueltos por la lengua acaben revelando un sentido.
La propensión del pueblo cubano a pasarlo todo por el paladar y el monólogo que encabeza estas líneas reafirman la posibilidad de que el Paraíso Terrenal haya estado en la isla y de que Adán sea compatriota de quienes nacen en ella. La separación de los continentes distanció regiones que alguna vez integraron una sola masa de tierra: Cuba pudo estar en Mesopotamia; el Éufrates y el Tigris pueden haber sido afluentes del Cauto; el ángel que empuña la espada de fuego, haber sobrevolado el espacio que luego ocuparía la Bahía de La Habana; algunos cubanismos enigmáticos, proceder del arameo.
No es la primera vez que destaco la predilección del cubano por el sentido del gusto, ni soy el primero en hacerlo, pero su voracidad salta a la vista tan pronto se presta atención a su cultura. La palabra sabor lo abarca todo: no hay música buena que no “sepa” bien, y la palabra amplía su radio de influencia hasta desbordar la vista y arrastrar el tacto: la abundancia de carnes en la mujer y las ondulaciones que caracterizan su manera de andar la hacen merecedora de un calificativo revelador: sabrosona. Entre cubanos ver es palpar, y palpar, comer. El olfato no se queda a la zaga:
Olor, ese tu olor de abierto impacto,
no sé si a mandarina que se arranca,
escribe Pura del Prado engullendo a su interlocutor a punta de nariz y presintiendo en él atributos de cítrico.
Virgilio Piñera veía a cada uno de sus compatriotas comiendo fragmentos de la isla, mordiendo el sitio dejado por su sombra, lanzando dentelladas en el vacío. José Lezama Lima, insaciable, hablaba de un apetito del tamaño de todo el cuerpo, del acto sexual como una forma de comer, y del comer mismo como una forma de incorporar el mundo exterior a nuestra sustancia.
Lo que perdió a Eva, y con ella a Adán, no fue la curiosidad sino la gula, el ansia incontenible de probar más, que no es sino ansia de ser más; un vicio que el pueblo cubano heredó y que ha llevado a sus últimas consecuencias al incluir entre sus manjares predilectos algunos que exceden todo sentido, incluso el común: el protagonismo histórico y la persecución de un tipo improbable de dicha.
Si creyéramos que la vida vino del mar y que el ser humano no es la excepción, privando a la primera pareja de su inmediato origen divino, habría que convenir en que el pez no es el único animal que muere por la boca y que el nacimiento de Adán en Cuba no debe ser motivo de celebración.