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Adiós a Cuba


El autor invita a insertar el drama de los cubanos que han abandonado la isla a través del mar en un espacio mayor

Que la Historia se repite es un lugar común: serlo no le resta validez a la frase. Hay quien huye de los lugares comunes olvidando que le antecedieron, que le sobrevivirán y que esa longevidad no es gratuita, como no lo es la de los remedios caseros, las palabrotas, las formas clásicas de la poesía y la fe del hombre en lo sobrenatural. Lo que hay de manido en el lugar común –vicio del lenguaje, suele llamársele-- es un extracto precioso de nuestra percepción de la realidad, pero expresado de manera tan acertada y sintética que resulta improbable que aparezca una mejor, aunque enaltezca buscarla. Más que arremeter contra él valdría la pena estudiarlo: es también un antídoto contra los circunloquios a los que muchos de sus detractores son tan propensos.

Entre los fenómenos más recurrentes en la historia de Cuba, entre ésos que, como tantos otros más y menos naturales, tienen fama de cíclicos, están las despedidas, las desgarradoras despedidas que han protagonizado los miles de cubanos que se han visto forzados a abandonar su país y, en ocasiones, dejar atrás a algunos seres queridos a quienes temen --y el temor no es infundado— no volver a ver. Esas despedidas se iniciaron en pleno siglo XIX, quizás antes, y no han cesado de sucederse. Más allá de los portales, las aceras y las salas de los aeropuertos donde muchas de ellas han tenido lugar están las costas donde quienes se marchan de la isla legal o clandestinamente, en pequeños grupos o en masa, han visto cómo sus vidas se tambalean entre la desolación y la esperanza.

Los puertos de Camarioca y Mariel, la bahía de La Habana y un buen número de muelles y playas del país han sido escenario, durante el pasado medio siglo, de esos hechos que han marcado un antes y un después en las vidas de sus protagonistas; hechos cuyo recuerdo no los abandonará nunca. Emigrar por las razones que emigraron y aún emigran muchos cubanos, a veces en plena noche, en embarcaciones frágiles y por rutas enzarzadas de peligros –bello lugar común si se evoca el arbusto y, en este caso, se le ve retoñar y multiplicarse mar afuera, entre ola y ola--, es una experiencia tan traumática que hay quien ha llegado a describirla como una forma de muerte de la que se resucita, sí, pero con el recuerdo angustioso y el perenne tirón hacia atrás de una vida previa, donde lo ingrato no alcanzó a pervertir algunas cuotas sustanciales de felicidad, cuotas que el nostálgico no tardará en preguntarse, víctima de una desazón que habrá de durarle de por vida, si fueron reales o imaginarias.

Entre los poderes de la poesía está el de redimir lo terrible, el poder de sustraerlo de esa costra de inhumanidad que lo caracteriza y, de paso, redimir a quienes, víctimas o testigos de su saña, vuelven a encararlo a través del lente que la poesía les ofrece. El drama de los cubanos que han tenido que arrojarse al mar sabiendo que ante ellos se abría un abismo no menos amenazador que el que quedaba a sus espaldas –dos abismos en realidad: el exilio es el tercero-- goza de una suerte de redención en uno de los grandes poemas de Juan Clemente Zenea: “En días de esclavitud”. Un poema donde el hombre que moriría fusilado en el Foso de los Laureles de La Cabaña el 25 de agosto de 1871, a los 39 años de edad, sitúa al lector en medio de una despedida que parece anticipar las muchas que protagonizarían tantos compatriotas suyos un siglo después.

Ninguno de los testimonios escritos, fotográficos o fílmicos que se conservan de las angustiosas estampidas humanas que ha sufrido Cuba en fechas recientes tiene la solera entrañable y luminosa de algunas de estas estrofas donde la grandeza del espacio marino, la imagen majestuosa y pensativa de La Habana, y la visión de los muros que la protegían aureolan el avatar humano:

Muévese el buque y la apiñada gente

se apresura, se va, vuelve, se agita…

Monta el ancla en la prora el corvo diente,

y el opreso vapor se escapa y grita.

Se abrazan los amigos angustiados,

llega el instante del partir supremo,

sepáranse las barcas de los lados

y el agua surcan al compás del remo.

Al soplo de la brisa gemidora

colúmpiase la nave y se adelanta,

rompe la mar con su cortante prora,

y espuma hirviente en su redor levanta.

Pensando en lo pasado y lo futuro,

tendida como un cisne sobre el llano

quédase al pie del artillado muro

la señora del Golfo Mejicano.

Si el cubano que abandonó Cuba a través del mar durante el pasado medio siglo hubiera tenido presentes estos versos, la experiencia de alejarse de los suyos --y hasta de sí mismo, de quien fuera hasta entonces-- hubiera cobrado una dimensión insospechada y, en lo más íntimo, redentora. Un soplo de belleza le hubiera secado las lágrimas. Una multitud de compatriotas remotos, entre ellos el propio Zenea, le hubiera acompañado en la travesía. La Historia que se repite le hubiera demostrado que lejos de protagonizar un drama aislado se incorporaba a un mural portentoso en cuya ampliación trabaja el más aventajado de los artistas, el tiempo, y desde el litoral cada vez más distante de la isla hasta la visión de los astros encima de su embarcación le hubieran revelado la significación de ese lugar común que es decirle, entre cubanos, adiós a Cuba:

Vienen de la ciudad voces lejanas

que el desgraciado corazón oprimen,

y al toque de oración de las campanas

los ecos tristes de la tarde gimen.

Asoman solitarias las estrellas,

y engalanan las orlas del espacio

las tintas melancólicas y bellas

del ópalo, las perlas y el topacio.

Empieza a vacilar la incierta raya

que dibujan las costas y los montes,

húndense las palmeras de la playa

y se visten de azul los horizontes.

El sol, al ver la luna, acorta el paso;

y se ven suspendidos, frente a frente,

un globo de oro y sangre en el Ocaso

y un globo de alabastro en el Oriente.

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