Aunque mi documentación personal certifica que nací el 18 de diciembre de 1952 en Santiago de Cuba, no es cierto: nací el 7 de julio de 1965 en el avión que me trasladó desde el aeropuerto de La Habana al aeropuerto de la Ciudad de México. Quien nació en 1952 falleció al subir a ese avión; quien escribe este texto nació pocas horas después, al disponerse a bajar por su escalerilla.
La agonía del primero duró sólo unos días, desde que un automóvil de alquiler se detuvo delante de su hogar en Palma Soriano, ciudad situada en el oriente de la isla, y sus padres, hermano, abuela paterna y él mismo procedieron a abordarlo en medio de una aglomeración de parientes y amigos llorosos que al abrazarles les deseaban suerte en su nueva vida, como si aquello se tratara de lo que efectivamente fue: una muerte. No faltó quien vaticinara que jamás volverían a verse, y acertó.
El niño no halló valor para despedirse de su abuela materna y fue el primero en correr al vehículo y escurrirse en el asiento trasero, seguro de que la confusión general le permitiría pasar inadvertido, ahorrándole la angustia de tener que despedirse de quien, entre los que quedaban atrás, más quería. Fracasó. La abuela que abandonaba no tardó en preguntar por él, en llamarlo a voces en medio de una agitación que abarcaba la acera y se extendía a la calle, y todos lo buscaron, hasta que a él, que había ido achicándose hasta caber a los pies del asiento del automóvil, hasta no ser más que un pequeño bulto sobre la alfombra en penumbra, no le quedó más remedio que abandonar su escondite, regresar al portal, abrazarse a ella, sentir su rostro húmedo oprimir sus mejillas y oírla, entre sollozos mal contenidos, decirle adiós, dejarle ir.
El automóvil trasladó a la familia al aeropuerto de Santiago de Cuba, y un avión, a La Habana, donde los exiliados de su patria chica hicieron escala durante una semana, quizás menos, esperando turno para convertirse en exiliados de su país y, lo más grave, en exiliados de sí mismos.
Que el niño estaba a punto de fallecer fue obvio cuando, minutos antes de abandonar la isla, en medio de una multitud de compatriotas encerrados en una sala de cristal del aeropuerto capitalino --la pecera, le llamaban--, y apabullado por una nueva racha de adioses de desconocidos que sollozaban y se abrazaban balbuceando frases de desesperanza a su alrededor, perdió el conocimiento y cayó al suelo, forzando a las autoridades a solicitar auxilio médico.
Volvió en sí, pero ya para entonces era otro, el embrión del adulto que ahora es, que se gestó en la matriz de la nave que sobrevolaba un paisaje alfileteado de palmas reales y luego las aguas del Golfo de México, y que vio la luz tres horas y media después, cuando la puerta delantera de la nave volvió a abrirse, los pasajeros, como fantasmas, se dirigieron a ella, él se asomó al umbral y un sol radiante, un aire frío y un fuerte olor a gasolina le quitaron el aliento, impidiéndole cumplir con el requisito que todo recién nacido debe cumplir: gritar.