Mientras el mundo sigue casi a diario la tenacidad de los talibanes afganos y pakistaníes y recuerda que fue en esa región donde se originaron los ataques de septiembre 2001 contra las torres gemelas de Nueva York, el centro del terrorismo internacional parece irse desplazando hacia África.
En realidad, no hace más que regresar a una de sus principales bases. El último episodio es la intervención francesa en Malí contra la alianza de alqaedistas y nacionalistas tuaregs, pero la realidad es que se trata de un fenómeno de larga historia.
Basta mirar siglos atrás para recordar la piratería bereber en el Mediterráneo occidental, pero el último siglo ha ido llevando a una versión moderna de los problemas que Europa enfrentó hace cientos de años.
Lo que desató las nuevas tensiones se fraguó en la ola descolonizadora que, después de la Segunda Guerra Mundial, enfrentó a Europa con sus antiguas colonias.
En las luchas de Argelia contra Francia para lograr su independencia, la resistencia argelina aprendió algo que se ha convertido casi en un crisol para las modernas técnicas terroristas, cuando el FLN (Frente de Liberación Nacional), demostró que un sistema de “guerrilla descentralizada” podía anular la política colonialista francesa y los paracaidistas al mando del general Massu.
También fue un modelo de financiación, que consistía en cotizaciones más o menos voluntarias de los compatriotas, ayudas de países que deseaban problemas para el mundo occidental o querían distraer la atención de sus problemas nacionales, además a los fondos recogidos mediante el narcotráfico y los secuestros.
Durante estos últimos años en que el terrorismo asiático y del Medio Oriente retenían los titulares informativos, África cayó en el olvido, pero sus motivos y capacidad guerrillera continuaron, aunque en un plano menor.
Una serie de elementos se han conjugado para devolverle el protagonismo, desde la pobreza a la debilidad de sus sociedades, presas de elementos radicales, como ocurrió en la República Centroafricana, Malí, Libia o Somalia. O por un relevo generacional que pone el futuro en manos de manadas de jóvenes sin empleo ni esperanzas, como en el caso de las rebeliones de Túnez y Egipto.
Si el fundamentalismo islámico de hoy no está en condiciones de atacar a Estados Unidos, al margen de algunas acciones esporádicas, sí puede tratar de debilitarlos indirectamente, actuando contra la economía y las sociedades industriales europeas tan vinculadas a los EE.UU.
Y en esto, África tiene la enorme ventaja geográfica de la proximidad. Esto explica que Francia haya intervenido rápida y violentamente en las recientes crisis de Malí, Libia o la República Centroafricana. Y aquí París, tantas veces opuesto abiertamente a la política de Estados Unidos, comparte un problema con Washington: no es tan difícil luchar contra el radicalismo islámico, como conseguir la solidaridad y la acción de sus aliados.
En realidad, no hace más que regresar a una de sus principales bases. El último episodio es la intervención francesa en Malí contra la alianza de alqaedistas y nacionalistas tuaregs, pero la realidad es que se trata de un fenómeno de larga historia.
Basta mirar siglos atrás para recordar la piratería bereber en el Mediterráneo occidental, pero el último siglo ha ido llevando a una versión moderna de los problemas que Europa enfrentó hace cientos de años.
Lo que desató las nuevas tensiones se fraguó en la ola descolonizadora que, después de la Segunda Guerra Mundial, enfrentó a Europa con sus antiguas colonias.
En las luchas de Argelia contra Francia para lograr su independencia, la resistencia argelina aprendió algo que se ha convertido casi en un crisol para las modernas técnicas terroristas, cuando el FLN (Frente de Liberación Nacional), demostró que un sistema de “guerrilla descentralizada” podía anular la política colonialista francesa y los paracaidistas al mando del general Massu.
También fue un modelo de financiación, que consistía en cotizaciones más o menos voluntarias de los compatriotas, ayudas de países que deseaban problemas para el mundo occidental o querían distraer la atención de sus problemas nacionales, además a los fondos recogidos mediante el narcotráfico y los secuestros.
Durante estos últimos años en que el terrorismo asiático y del Medio Oriente retenían los titulares informativos, África cayó en el olvido, pero sus motivos y capacidad guerrillera continuaron, aunque en un plano menor.
Una serie de elementos se han conjugado para devolverle el protagonismo, desde la pobreza a la debilidad de sus sociedades, presas de elementos radicales, como ocurrió en la República Centroafricana, Malí, Libia o Somalia. O por un relevo generacional que pone el futuro en manos de manadas de jóvenes sin empleo ni esperanzas, como en el caso de las rebeliones de Túnez y Egipto.
Si el fundamentalismo islámico de hoy no está en condiciones de atacar a Estados Unidos, al margen de algunas acciones esporádicas, sí puede tratar de debilitarlos indirectamente, actuando contra la economía y las sociedades industriales europeas tan vinculadas a los EE.UU.
Y en esto, África tiene la enorme ventaja geográfica de la proximidad. Esto explica que Francia haya intervenido rápida y violentamente en las recientes crisis de Malí, Libia o la República Centroafricana. Y aquí París, tantas veces opuesto abiertamente a la política de Estados Unidos, comparte un problema con Washington: no es tan difícil luchar contra el radicalismo islámico, como conseguir la solidaridad y la acción de sus aliados.