Ignoro si los grabados al aguafuerte sacian la sed de alguien, si influyen en ellos las fases de la luna, por qué no gotean cuando se les inclina, cómo se mide su profundidad. Ignoro si acaban erosionando los márgenes del papel que los acoge, el marco que los exhibe, la pared donde cuelgan, la vista de sus admiradores. Ignoro si la fuerza a la que su nombre alude corresponde al vaivén o el sabor de sus aguas, si es posible romperlos sin mojarse las manos, inundar la habitación donde se les rompe y ver saltar sobre el mundo una ola de tenebrosidades.
Los grabados al aguafuerte parece que sueñan, y muchos, que sufren una pesadilla. Si en su fondo no habitara un calamar, las imágenes se desvanecerían. La casa que los exhibe se torna nenúfar; el hombre que los colecciona se llena de claroscuros; el niño que los contempla llora de noche; quien escribe sobre ellos suda tinta.
No se sabe qué vino primero, si la sábana mortuoria que tejía Penélope o la enredadera de cundeamor. Todo, en esta última, acusa espera: la vida a la intemperie, la necesidad de ganar altura para que la mirada abarque mayor distancia, los gajos extendidos a un lado y al otro, listos para echarse al pecho a alguien y luego cerrarse sobre él. Después de envolver el cuerpo de Cristo, la sábana provista por José de Arimatea y las personas que estuvieron en contacto con ella olían a cundeamor.
Ramón Alejandro pinta cundeamores para que sus ramas cubran la Tierra y ésta, como el chequeré,* percuta contra los frutos que la rodean y divulgue, al desplazarse, el mensaje de amor que la planta desborda. Un cuerpo celeste rodeado de cundeamores no puede impedir, al recorrer su órbita o ser estremecido por algún movimiento tectónico, entrechocar con la planta que lo acordona y producir un son similar al que se atribuye a la revolución de los astros. La visión de la Tierra como un instrumento musical empeñado en que el amor cunda más allá de sí misma y favorezca otros orbes ratifica la universalidad de la obra del pintor.
En las noches de lujo no hay modisto capaz de ofrecer a las alambradas del trópico una prenda de vestir comparable a una enredadera de cundeamor. Las cercas presumen de ellas como los árboles de sus sombras. Es señal de prosperidad arrastrarlas; súmmum de la elegancia, prenderles una luciérnaga.
Huelga insistir en la naturaleza violenta del aguafuerte, no en la pacífica del cundeamor, obvia al menor aviso de tormenta. Llega la primera racha y el fruto se le torna péndulo, cabeza que dice reiteradamente que no en un afán desesperado por apaciguar a los elementos. De la inutilidad de su gestión y de los estragos que esa inutilidad causa en su ánimo da fe su posterior aspecto: Cristo exhausto y sudoroso, la corona de espinas deshecha, el cundiamor flaquea y, torre gemela del hombre, se desploma en sí mismo.
Hay un carácter religioso en la obra de Ramón Alejandro que excede toda filiación dogmática y encuentra cabal sentido en algunas de las diversas y no siempre armónicas etimologías propuestas para la palabra religión, donde pervive el latín religare, es decir, volver a ligar o, mejor aun, atar con fuerza. Aquí departen el papalote y el tirapiedras, el barco de papel y el monstruo marino, el cuchillo y la fruta, la sensación de peligro y el aire de celebración, la escalera de madera que va a ninguna parte y la nube que va a todas.
“Aguamor de cuandeafuertes”, coctel de voces elaborado por el artista, remite a ese anhelo de reconciliación, de ver lo uno en lo otro --y hasta de hacer de lo uno lo otro-- que está en el origen de tanto arte verdadero. La frase marida la vocación filantrópica del cundeamor y la aspereza del proceso que caracteriza al aguafuerte, exponiendo la planta a la naturaleza taciturna del grabado y contagiando a éste el espíritu altruista de aquélla.
El aire de fraternidad que emana de estas espléndidas reuniones al aire libre, la naturalidad con que lo vario se arracima y dialoga en ellas, avalan la legitimidad de la visión beatífica acuñada por el cundeamor e impugnan la acritud consustancial al aguafuerte. Satisfacen aquel deseo del hombre, apuntado por Jung, de ver cómo “las sombrías aguas de la muerte se convierten en las aguas de la vida”.
*Chequeré - Güiro o calabazo envuelto en una red de cuentas o semillas que al golpear la superficie del fruto, ya seco, lo hacen sonar. Maraca extrapercusiva.