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“Anoche, en tu cama, éramos cinco”


Octavio Paz y Marie-José Tramini, su esposa, en 1971
Octavio Paz y Marie-José Tramini, su esposa, en 1971

El autor demuestra cómo cuatro personas y un astro pueden compartir el mismo lecho

No los grandes poemas de Octavio Paz sino los pequeños, ésos que pueden relevarme del compromiso de llevarle a mi novia un ramo de ojos azules y permitirme regalarle algo más curioso: un puñado de poemas tan redondos como ojos pero menos comunes y de coloración más diversa que éstos; un puñado de canicas verbales.

El sustantivo “redondo” o “redonda” abarca desde un tipo de letra y una nota musical hasta un corte de carne de res; el calificativo, desde el carácter esférico de un cuerpo y la buena cepa de una persona hasta el arquetipo de la perfección. Los seres humanos fuimos redondos hasta que Zeus, harto de arrogancias, nos cortó a la mitad, como luego cortaríamos nosotros algunas frutas, sobre todo aquéllas capaces de elevarse sobre nuestras cabezas y mirarnos por encima del hombro.

Los globos oculares son recordatorios de aquella plenitud inicial y, como tales, mi novia los desea. Pero un racimo de redondeces en miniatura no precisa del humor acuoso para complacer a nadie, puede estar hecho de vidrio o palabras y ser un criadero de imágenes igualmente espléndidas.

Los ojos son canicas que ruedan por el polvo accidentado del rostro hasta dar con los agujeros que les corresponden, y ahí se acomodan, como la luna en el agua. No encajan en las fosas nasales ni en los oídos; no se precipitan dentro de la boca; no prueban suerte con los hoyuelos: saben adónde van. La mujer que aspira a que su novio la obsequie con un ramito de ojos no aspira a ver mejor sino a jugar con ellos como puede haber visto a otros jugar con sus canicas.

Las más humildes, ésas de vidrio transparente cuyo color puede resultar más rico que el de las más costosas --ya que reflejan la policromía de la realidad en torno y adoptan, de hallarse a la intemperie, las tonalidades del ciclorama del cielo--, suelen denominarse agüitas. La mujer que anhela que su novio le regale un puñado de ojos azules puede sentir vergüenza de que otros adultos la vean jugar con ellas y, como prefiere las aturquesadas por la estratósfera, exige ojos iguales a ellas para darse el gusto de jugar puertas adentro, donde el cielo raso jamás infundirá al vidrio la coloración del firmamento.

Los poemas más breves de Octavio Paz, ésos que se soslayan en beneficio de los más extensos, añaden a su obra una dosis de levedad inteligente y sensible tan abundante en hallazgos como ávida de acogerse a más de una tradición centenaria, entre ellas, y acaso por encima de todas, a la de cierta poesía oriental, al punto de ser capaz de reunir en un solo poema de apenas dieciséis sílabas de extensión a Li Po (el gran poeta chino), Matsuo

Basho (el gran poeta japonés), la mujer a quien Paz se dirige (que, de ser la suya, sería de nacionalidad francesa) y, sin quedar fuera él (mexicano), a la luna, cuya nacionalidad se disputan numerosos pueblos:

Anoche

en tu cama

éramos tres:

tú yo la luna

Lo que debió ser un ménage à trois protagonizado por el autor, su mujer y un astro, deviene en un ménage à cinque donde coinciden muertos y vivos procedentes de épocas y culturas distintas, y en medio de todos --para no adjudicarle un rol demasiado dominante o sumiso, aunque dadas sus proporciones bien podría sojuzgar a todos y satisfacer sus más desorbitadas fantasías--, el satélite de la Tierra.

Paz, además de evocar uno de los poemas más célebres de Li Po (701-762), donde éste bebe, se embriaga e invita a su propia sombra y a la luna a beber y bailar con él, evoca a Basho (1644-1694), que cientos de años después parafraseará ese poema en un haiku, y juega con ambas composiciones. Entre la primera y la más reciente transcurre más de un milenio.*

No los grandes poemas de Octavio Paz sino los pequeños, y ni siquiera éstos, sino algunos versos desgajados de la totalidad de los poemas a los que pertenecen, poemas que los arropan en exceso y que, al no percatarse de la suficiencia de esos versos o temerosos de que puedan robarles la atención, los neutralizan:

Los pinos me enseñaron a hablar solo.

No hay más jardines que los que llevamos dentro.

El sol en mi escritura bebe sombra.

La luz no deja huellas en la nieve.

Un último pirú predica en el desierto.

El alba lanza su primer cuchillo.

Las olas hablan nahua.

Un ramito de versos redondos para complacer a mi novia sin tener que sacarle los ojos a nadie.

*Aurelio Asiaín, poeta, ensayista y traductor mexicano residente en Japón, ha comentado la relación entre estos poemas en su blog Margen del Yodo.

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    Orlando González Esteva

    Nació en Palma Soriano, Cuba. Reside en Estados Unidos desde 1965. Sus poemas, que al decir del escritor Octavio Paz hacen “estallar en pleno vuelo a todas las metáforas”, aparecen publicados en Mañas de la poesía, El pájaro tras la flecha, Escrito para borrar, Fosa común, La noche y los suyos y Casa de todos. Es también autor de los siguientes ensayos de imaginación: Elogio del garabato, Cuerpos en bandeja, Mi vida con los delfines, Amigo enigma, Los ojos de Adán y Animal que escribe. El arca de José Martí. González Esteva ha ofrecido lecturas de versos, charlas y talleres en Estados Unidos, España, Japón, Francia, México y Brasil, y ha desarrollado una intensa labor cultural en los medios literarios, artísticos y radiofónicos de Miami.

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