En ocasiones la cercanía impide apreciar las cosas, a las personas, la verdadera dimensión de las cosas y las personas, de las personas y sus obras, la cercanía suele ser mala consejera, por eso en la antigüedad los hombres de poder, los reyes, tomaban distancia de sus súbditos y aún de sus consanguíneos, mirar al rey a la cara era terrible, era tabú, un tabú cuya violación pagaba con la vida el indiscreto y aún el distraído, superado ese tiempo la cercanía empezó a minar, distorsionar las relaciones entre los hombres, rectifico, entre el hombre marcado por la excepcionalidad, del poder o de las musas, dos formas de poder en definitiva, y el resto de los comunes mortales.
Ahora que este 23 de abril arribamos al primer aniversario de la muerte de Armando Álvarez Bravo es que empezaríamos a tener una valoración menos distorsionada por la cercanía del hombre y su obra. Álvarez Bravo fue, es poeta, y un poeta según él mismo dijo alguna vez es un hombre que quiere ser todos los hombres, pero, precisando más, Álvarez Bravo fue, es un poeta coloquial, culto, aristocrático, diáfano, oscuro, reaccionario, pesimista, jubilar y mágico, sobre lo que abunda en su libro Cuaderno de Campo, Ediciones Universal, Miami 2009, y también en una entrevista que una vez me concediera para Radio Martí. En el poema Explicación de dicho libro define, declara:
No hay más a este lado de la eternidad.
Sólo tengo un destino, una misión.
no es otra que asumir esta plenitud
con todos sus peros y todos sus dones.
Lo demás son, como nos enseñó Borges,
unas tiernas imprecisiones.
En ese orden definitorio me aseguraba en la mencionada entrevista: La historia militar me fascina desde mi adolescencia y nunca he dejado de estudiarla. Hay una ilustre tradición de poetas y escritores que han sido militares. Un ejemplo al azar: Alfred de Vigny. Al terminar mi bachillerato no seguí la carrera militar, como uno de mis compañeros de estudio, porque no quería tener la menor participación en los institutos armados durante el régimen del general Batista. La toma del poder por el totalitarismo castrista hizo final mi decisión de renunciar a esa carrera. Algunos de los títulos de mis libros de poesía ─Relaciones, Juicio de residencia, Naufragios y comentarios y Cuaderno de campo─ tienen la resonancia de lo militar, sobre todo en lo que concierne a la época de la Conquista. El resto de mi vida no ha dejado de ser una incesante campaña que he sobrellevado y sobrellevo sin el apoyo de las distintas armas. Y sí, sigo creyendo que hubiera sido un buen militar.
No sabríamos si será casualidad pero Armando, que es un nombre de origen germánico, significa duro, valiente, conductor de huestes: el que conduce las huestes al combate. Ese nombre, aseguran, dotaría al portador de una mente de pensamiento impaciente y receptivo, sensitivo y observador, en actividades que requieren de la versatilidad, la novedad y la curiosidad, haciéndolo exitoso en los campos de acción que tocan al sentimiento, al deseo de vivir y al de inquirir, contar sobre lo vivido, destacándose más bien como mente directora que como mano ejecutora, y podría sobresalir en profesiones como vendedor, psicólogo, investigador, detective, militar y escritor.
Pero lo cierto es que, eso, esa manera de pararse ante la vida, hace que Armando me recuerde a alguien ya casi olvidado, injustamente por supuesto, me refiero al ibérico del siglo XV Íñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana, poeta y estadista, considerado por el historiador Hugh Thomas como el abuelo de la aristocracia castellana. Eso, esa manera de pararse ante la vida es lo que me ha hecho llamar a Álvarez Bravo como el incorregible incorrecto.
Porque, como decía hace poco a un amigo admirado de la presunta valentía que tuvo el escritor norteamericano Gore Vidal por sus fieros ataques a la Iglesia y a Dios: para ello, querido amigo, en estos tiempos, bajo el espíritu de estos tiempos, no se requiere valentía alguna, incorrección alguna, por esos fieros ataques el señor Vidal no afrontaría ningún riesgo, excepto, claro, el de aumentar desmedidamente sus cuentas bancarias, valentía, incorrección se requiere para pertenecer a la Santa Iglesia Católica, proclamarse siervo de Dios y, sobre todo, para declararse anticastrista, peor, anticomunista, por ello sí se afronta un riesgo real, sobre todo si se es escritor, riesgo por cierto que como lo más natural del mundo, como ha de ser, ha afrontado, afronta Armando Álvarez Bravo.
Pero, nuestro poeta era, es incorrecto dentro de su propia incorrección, y no estaría de acuerdo conmigo en esto, y me refiero a que, como su querido compadre, el escritor José Lezama Lima, no fue, no es precisamente un católico ortodoxo y, más bien, a mi modo de ver, sería una suerte de gnóstico cristiano, inconscientemente quizá, alguien que pretende acercarse a Dios mediante la intuición y el conocimiento, como buen poeta, pero también como buen gnóstico, y me vienen a la mente ahora, allá por los primeros siglos del cristianismo, Simón Mago, Valentín, Basílides, Narcrón, Tertuliano, San Ambrosio, Clemente de Alejandría y Orígenes; pensadores que perciben y manejan en sus escritos la gran paradoja divina de Bien y Mal, de lo numinoso y oscuro como dos brazos del viejo dios Abraxas, Ánima Mundi, laborando en el adelanto del espíritu encerrado, aneblado en la materia. Paradoja que, en el caso de Armando, se maneja si no dentro de la divinidad, al menos sí, seguro, dentro del cosmos configurado, creado por la dicha divinidad. Veamos lo que nos dice en el poema La ética y el color del sombrero, del libro Cuaderno de Campo:
Tengo
Un sobrero blanco
y uno negro
y los alterno
a mi aire.
La selección no me hace
ni bueno ni malo,
aunque quiera,
dependiendo
de cómo vengan
las cosas,
ser lo uno u lo otro
He sido bueno
llevando el sombrero negro
y, sin duda, malo
(quiera Dios que no demasiado)
con el sombrero blanco.
La demonización de ese dualismo magistralmente esbozado en el poema armandiano, estaría probablemente detrás de la gran tragedia de nuestra era. La tragedia de a priori, sin el justo y comedido balance ético, apostar por el dogma de que el fin nunca justifica los medios, pamplinas del buenismo tontorrón, pues la realidad, tan terca y contrarrevolucionaria, se encarga de demostrarnos que Bien es a veces Mal y Mal es a veces Bien. Los antiguos, tan sabios, lo entendían a la perfección. También Santo Tomas de Aquino, el Padre Juan de Mariana y, va de suyo, el poeta Armando Álvarez Bravo.
A nuestro poeta se le ha acusado de pesimista, por este poemario y por otros, bueno se le ha acusado de muchas cosas, pero lo que nombran pesimismo no es más que un canto a la pérdida, a la muerte lenta que es toda vida. Pero también un canto desgarrado al paso del tiempo y, con el tiempo, claro, también la pérdida, el paso del tiempo como pérdida, como resta, como ejercicio eficaz de demolición. Lógico, quiero decir esperado, de un poeta que ha padecido la Historia, la Historia como la máxima de las catástrofes, como la máxima expresión de la modernidad, esa modernidad que hizo exclamar a Reinaldo Arenas recién escapado del mismo paraíso del que un día escapó Armando Álvarez Bravo: nosotros venimos del futuro, la misma modernidad que ha hecho decir a Milan Kundera que la única manera de ser modernos en el presente es ser antimodernos, tres escritores, tres fugitivos de ese parque temático de avanzada, avanzada de tambochas, que es el comunismo: ese subproducto de la modernidad.
Cuaderno de Campo es un libro abarcador de los temas que obsesionaron al poeta durante su existencia, un recuento, legajo notarial de la relación del poeta con su conciencia, con la supraconciencia, con Dios. Un libro donde, deudor de las crónicas de la Conquista, minuciosamente se detalla el adentramiento en la etapa del acabamiento: Es tiempo de tala. Van muriendo los amigos de siempre, cambia tenaz el paisaje y las gentes: hablamos otra lengua y quedamos más solos.
Al inicio decía que en ocasiones la cercanía nos impide apreciar las cosas, a las personas, la verdadera dimensión de las cosas y las personas, de las personas y sus obras. Esa cercanía tal vez haya impedido ver, saber, saborear que estuvimos al lado de un hombre especial, de un gran poeta, de un grande de las letras cubanas. Es momento de despejar, descorrer el velo de brumas de la cercanía y reconocer a este hombre que quiso ser todos los hombres en su verdadera valía, pero, sobre todo, el momento de agradecerle el haber estado durante un tiempo, aquí para todos nosotros. Es bueno reconocerlo ahora que el poeta ha entrado escurriéndose sigiloso, con un puñado de versos apretados en el puño, por la puerta de lo que el mismo ha nombrado como el acabamiento final.