Se suele confiar demasiado en el paso del tiempo como si fuera el antídoto que despejará el camino hacia el progreso. "Estamos en el siglo XXI", solemos decir, como si el mero hecho de "estar" en el siglo que sigue al XX garantice, por sí solo, haber alcanzado un estado de evolución superior.
Lamentablemente, comprobamos que el paso del tiempo, si bien ha resuelto algunos conflictos o cuestiones a nivel moral y de derechos, no facilita una evolución sincrónica en todo el mundo. Mientras unos sí que parecen haber alcanzado un nivel de progreso importante, otros permanecen anclados mientras algunas fuerzas se resisten a dejar avanzar la sociedad hacia adelante.
Muestra y ejemplo de todo ello es el caso de Cuba, donde sus ciudadanos, a pesar de estar "ya" en el siglo XXI, como los venezolanos, los estadounidenses o los españoles, viven varias décadas por detrás de todos ellos. Y lo más terrible es que los que avanzaron podrían hacer pasos regresivos, no solo a nivel material y económico (las colas, el desabastecimiento y la escasez en Venezuela) sino también en el terreno de los valores, los conceptos políticos o la convivencia ciudadana (el populismo autoritario en España). Todo ello sucede en pleno siglo XXI, aquel que para algunos contemporáneos nuestros supone un punto, en el transcurso de la historia, en el que "ya" se han dejado atrás muchos males pretéritos.
Pero no. La confianza en el paso del tiempo como aquello que lo cura todo y soluciona los problemas es simplemente una falsa esperanza. Los cambios no se pueden dejar en manos del transcurso del tiempo. Que vayan cayendo hojas del calendario no es una prueba de que el progreso se esté acercando. Como tampoco es una garantía de que vayan quedando atrás las peores experiencias del pasado, que en cualquier momento pueden resurgir.
Se subestimó, por ejemplo, que estudiantes españoles pasearan banderas de la URSS en el siglo XXI. Y hoy, febrero de 2015, las siguen paseando y ondeando en marchas de partidos que están a punto de alcanzar el poder. Al mismo tiempo, se siguen exhibiendo en marchas públicas banderas nazis, y en Grecia los neonazis se abren paso en el parlamento.
Los símbolos del pasado permanecen por mucho que nos adentremos en otros siglos y hay gobiernos y mandatarios dispuestos a seguir renovando toda esa simbología, con otros nombres y estéticas. El neocomunismo, representado por el socialismo del siglo XXI, es un concepto en el que bucean los ideólogos de Podemos y su Fundación CEPS, empeñados en avivar confrontaciones con las que se dinamita la posibilidad de entendimiento con cualquier oposición. Consideran hueca la palabra "democracia".
El castrismo es el fundamento ideológico de todo este movimiento. El castrismo es la matrona que asiste a todos sus epígonos en América Latina y en el resto del mundo. Cuba dejó de ser un país para convertirse en meca, centro de peregrinaje en el que tanto se pasea un Nicolás Maduro antes de activar una ola represiva en Venezuela, como un José Luis Rodríguez Zapatero, ex presidente de España, cuya gestión (sumada a la de su colega José María Aznar) abonó el terreno para el florecimiento ahora de otro epígono castrista.
Pero no pasa nada. Después del siglo XXI vendrá el XXII. Sobran siglos por llenar de miseria política.