Desde hace más de medio siglo, el pueblo cubano está sometido a un bloqueo francamente criminal, que lo ha asfixiado a lo largo de todo ese tiempo, y que a la misma vez lo priva de un futuro. Esa situación se refleja en todos los aspectos de la vida nacional.
Los efectos más obvios de ese cerco se observan sobre todo en el campo de la alimentación. Si bien las limitaciones de este tipo se vieron algo paliadas en la década de los ochenta, cuando estaba en su apogeo la “ayuda fraternal y desinteresada” de la extinta Unión Soviética y de todo el “campo socialista”, incluso en esos tiempos de relativa bonanza eran perceptibles las restricciones que sufrían los ciudadanos de a pie.
Lo mismo es válido para otros artículos de primera necesidad, tales como ropa, calzado o efectos electrodomésticos. Las escaseces que sufren de manera sistemática los cubanos resultan particularmente perceptibles en las tiendas que comercializan esa clase de productos de la industria ligera.
Las consecuencias de ese bloqueo saltan a la vista en el campo de la educación, e incluso en el de la salud pública, niña de los ojos del gobierno castrista. Esto se pone de manifiesto en la pobre calidad de la atención asistencial y las dificultades en el acceso a medicinas.
Para resumir en unas pocas palabras los efectos de esa situación que se ha extendido a lo largo de decenios, habría que decir que esas carencias y limitaciones constituyen las estaciones del difícil vía crucis que le ha tocado en suerte padecer al pueblo del archipiélago caribeño desde comienzos de la década de los sesenta y hasta hoy.
Estas amargas consideraciones me fueron sugeridas hace días por la noticia de una nueva votación —la vigésimo primera— realizada en la Asamblea General de la ONU para aprobar por amplia mayoría una resolución de largo nombre: “Necesidad de poner fin al bloqueo económico, comercial y financiero impuesto por los Estados Unidos de América contra Cuba”.
No obstante, debo aclarar que, pese al modo en que votó la generalidad de esos países, no son las medidas discriminatorias mantenidas durante decenios por el gobierno de nuestro vecino norteño las que motivan mi preocupación debida a las calamidades que sufre el pueblo cubano.
Para empezar —y con perdón de los ilustres embajadores de los estados miembros de la ONU— esa política no merece el nombre que le dio el gobierno castrista y que muchos aceptan. El verdadero bloqueo es una medida de fuerza en la que un país impide la entrada o salida de barcos en los puertos de otro. Nada más lejos de lo que sucede en el diferendo cubano-norteamericano, donde el país anglosajón ha llegado a ser incluso nuestro mayor suministrador de alimentos.
Entonces, ¿a qué estoy refiriéndome? Al cerco establecido contra su propio pueblo por el régimen castrista, que desde hace más de medio siglo le asignó a sus súbditos el papel de meros peones destinados a trabajar por un salario miserable, y les prohibió crear riquezas o alcanzar la prosperidad económica.
Se trata de un verdadero bloqueo que asfixia a los simples ciudadanos y les impide vislumbrar posibilidades futuras de mejorar de modo sustancial su destino. Si en los años más recientes se ha levantado en una pequeñísima parte, ha sido sólo porque el inoperante sistema ha necesitado un poco de iniciativa privada que oxigene la depauperada economía. Pero esto se hace en la escala mínima, al tiempo que se persigue el “excesivo enriquecimiento” de los trabajadores por cuenta propia.
Mientras tanto, el sufrido pueblo cubano padece todo género de escaseces: alimentos, productos de la industria ligera, medicamentos; y mejor no hablar de la ínfima calidad de los servicios que recibe. ¿Qué, si no el carácter probadamente ineficaz del modo de producción impuesto por el régimen, ha hecho que el nivel de vida del cubano se haya deteriorado de manera tan alarmante!
El país no produce, de modo que es natural que la falta de suministros se haya hecho endémica. Podemos comprar en todos los restantes países del mundo (incluso en los Estados Unidos tenemos la posibilidad de adquirir con libertad alimentos y medicinas), pero la ausencia de fondos exportables determina que no tengamos con qué hacerlo.
La catástrofe ha alcanzado proporciones tales que la otrora “azucarera del mundo” ya no puede producir montos apreciables del dulce producto para la exportación. Y lo peor es que, pese a que la monumental catástrofe salta a la vista, el régimen de los Castro se niega a hacer los cambios profundos que la realidad pide ya a gritos.
Los efectos más obvios de ese cerco se observan sobre todo en el campo de la alimentación. Si bien las limitaciones de este tipo se vieron algo paliadas en la década de los ochenta, cuando estaba en su apogeo la “ayuda fraternal y desinteresada” de la extinta Unión Soviética y de todo el “campo socialista”, incluso en esos tiempos de relativa bonanza eran perceptibles las restricciones que sufrían los ciudadanos de a pie.
Lo mismo es válido para otros artículos de primera necesidad, tales como ropa, calzado o efectos electrodomésticos. Las escaseces que sufren de manera sistemática los cubanos resultan particularmente perceptibles en las tiendas que comercializan esa clase de productos de la industria ligera.
Las consecuencias de ese bloqueo saltan a la vista en el campo de la educación, e incluso en el de la salud pública, niña de los ojos del gobierno castrista. Esto se pone de manifiesto en la pobre calidad de la atención asistencial y las dificultades en el acceso a medicinas.
Para resumir en unas pocas palabras los efectos de esa situación que se ha extendido a lo largo de decenios, habría que decir que esas carencias y limitaciones constituyen las estaciones del difícil vía crucis que le ha tocado en suerte padecer al pueblo del archipiélago caribeño desde comienzos de la década de los sesenta y hasta hoy.
Estas amargas consideraciones me fueron sugeridas hace días por la noticia de una nueva votación —la vigésimo primera— realizada en la Asamblea General de la ONU para aprobar por amplia mayoría una resolución de largo nombre: “Necesidad de poner fin al bloqueo económico, comercial y financiero impuesto por los Estados Unidos de América contra Cuba”.
No obstante, debo aclarar que, pese al modo en que votó la generalidad de esos países, no son las medidas discriminatorias mantenidas durante decenios por el gobierno de nuestro vecino norteño las que motivan mi preocupación debida a las calamidades que sufre el pueblo cubano.
Para empezar —y con perdón de los ilustres embajadores de los estados miembros de la ONU— esa política no merece el nombre que le dio el gobierno castrista y que muchos aceptan. El verdadero bloqueo es una medida de fuerza en la que un país impide la entrada o salida de barcos en los puertos de otro. Nada más lejos de lo que sucede en el diferendo cubano-norteamericano, donde el país anglosajón ha llegado a ser incluso nuestro mayor suministrador de alimentos.
Entonces, ¿a qué estoy refiriéndome? Al cerco establecido contra su propio pueblo por el régimen castrista, que desde hace más de medio siglo le asignó a sus súbditos el papel de meros peones destinados a trabajar por un salario miserable, y les prohibió crear riquezas o alcanzar la prosperidad económica.
Se trata de un verdadero bloqueo que asfixia a los simples ciudadanos y les impide vislumbrar posibilidades futuras de mejorar de modo sustancial su destino. Si en los años más recientes se ha levantado en una pequeñísima parte, ha sido sólo porque el inoperante sistema ha necesitado un poco de iniciativa privada que oxigene la depauperada economía. Pero esto se hace en la escala mínima, al tiempo que se persigue el “excesivo enriquecimiento” de los trabajadores por cuenta propia.
Mientras tanto, el sufrido pueblo cubano padece todo género de escaseces: alimentos, productos de la industria ligera, medicamentos; y mejor no hablar de la ínfima calidad de los servicios que recibe. ¿Qué, si no el carácter probadamente ineficaz del modo de producción impuesto por el régimen, ha hecho que el nivel de vida del cubano se haya deteriorado de manera tan alarmante!
El país no produce, de modo que es natural que la falta de suministros se haya hecho endémica. Podemos comprar en todos los restantes países del mundo (incluso en los Estados Unidos tenemos la posibilidad de adquirir con libertad alimentos y medicinas), pero la ausencia de fondos exportables determina que no tengamos con qué hacerlo.
La catástrofe ha alcanzado proporciones tales que la otrora “azucarera del mundo” ya no puede producir montos apreciables del dulce producto para la exportación. Y lo peor es que, pese a que la monumental catástrofe salta a la vista, el régimen de los Castro se niega a hacer los cambios profundos que la realidad pide ya a gritos.