Ha pasado mucho tiempo, demasiado –creo yo–, desde que el apellido Castro entrara aparatosamente al salón de la fama cubana. Lo más curioso es que aún, los miembros de esa familia, continúan marcando el trending topic de la historia. O de la histeria, da igual, ambas son una misma mentira que forman un rompecabezas armado con diferentes fragmentos de impresionantes verdades. Y es que el Gobierno de La Habana, más que un sistema monárquico, intentó y casi logró una calaña con estructura eclesiástica que veneró el fidelismo, no como ideología sino como religión.
Inventó símbolos, mitos, ética, estilo de vida, doctrina, lugares históricos y hasta un libro sagrado (La Historia me absolverá) que, a fuerza de premio y castigo, permanecían unidos con relativa adherencia a una malsana devoción hacia sus dirigentes-deidades, que escondían verdaderas galimatías tras un muro de austeridad que les servía de pantalla. Aquella extraña comunión de hombres "cuasi perfectos" lograron mantener la privacidad, en una suerte de claustro, durante el ancien regime, que duró hasta el 2006.
No se veían los excesos; pero existían, claro está. Ibiza, Mykonos, París, Mónaco, Puerto Banús o Saint Tropez fueron destinos seguros hasta que apareció internet y destapó la olla.
El muro terminó de agrietarse cuando el nuevo líder tomó las riendas del poder. Los fieles comunistas pierden el credo al conocer que su general, Raúl Castro, se beneficia directa e indirectamente de los dividendos que a su familia le reportan las acciones de Bacardí, una de las empresas más vilipendiadas por el Gobierno cubano.
Algunos dirigentes comentaron, en su momento, que sobre los años 90 ejecutivos de esa compañía intentaron comprar las acciones en manos de los Castro Espín y que, después de una secreta reunión familiar, los tenedores actuales del preciado poder cubano, declinaron vender.
No se trata de un acto ilegal; pero sí de un rasgo inmoral que alborotó a todo el rebaño. El más reciente episodio para desmitificar tan "pulcra" falsedad lo protagonizó el carismático, elegante, encantador y arrogante ortopédico, Antonio Castro Soto del Valle, que vive y disfruta su vida importándole un comino lo que piensen los demás.
El cuarto de los cinco hijos nacidos de la unión del dictador Fidel Castro con Dalia Soto del Valle, creció rodeado de halagos. Siente que sus privilegios son absolutos derechos que le tocan por nacimiento y, harto de falsa modestia, sabe que a sus influencias puede sacarle un mayor y mejor partido que cualquier jinetera a su cuerpo.
Personalmente, no soy partidario de echarle petróleo a esa llama; la atmósfera social cubana de hoy es muy parecida a la que se vivió en República Dominicana durante los años postrujillo. Por eso opino que para lograr una verdadera reconciliación entre cubanos, e intentando estimular una sanidad democrática, a los Castro que no hayan cometido delitos graves, se les debe ofrecer una libertad sin consecuencias ni responsabilidades para que, en nombre de cada familia separada, de la agonía de las viudas y de cada hijo que creció sin padre, se larguen todos del país.