Tomás Carrera fue un gran luchador por la democracia, hermano del fusilado comandante del ejército rebelde Jesús Carrera, una víctima más del criminal Ernesto Guevara.
Tomás era un aficionado de la genética y en el Presidio de Isla de Pinos formó un pequeño grupo que compartía esa afición. Sus charlas eran muy amenas y gracias a ellas conocimos algunos de los aspectos más rudimentarios de esa ciencia, un conocimiento científico en desarrollo en los lejanos años 60.
Tomas afirmaba que su profesión era la de “cubano y piloto aviador”; era, además, un maestro y conversador excelente. Fue él quien nos recomendó leer “Un Mundo Feliz”, del escritor británico Aldous Huxley, para que apreciáramos hasta qué nivel la genética, aplicada con malas intenciones, puede afectar la condición humana, que de por si dista de ser perfecta.
En la Circular había un par de ejemplares de este volumen desde antes del castrismo, y accedí a uno de ellos gracias a Ángel Fana o Julio García, no recuerdo bien. La novela describe un mundo tecnológico en el que, entre otras crueldades aceptadas por la mayoría, la reproducción humana es determinada por ingenieros sociales asistidos por otros científicos, que tienen la misión de crear y mantener un mundo de felicidad en el que las pautas son determinadas por una cúpula que todo lo puede.
Cuando salí de prisión encontré que José Antonio Albertini había escrito clandestinamente su “Tierra de Extraños”, donde describía un mundo distinto, pero igualmente aterrador.
En aquel mundo, la voluntad y los sentimientos no contaban. Todo era a favor de la Gran Sociedad, y ajustados a los planes de los conductores, y como los pobladores eran diseñados y estructurados con fines específicos, los herejes eran prácticamente inexistentes. En fin, estábamos ingresando a un mundo literario que, en cierta medida, era el prometido por el marxismo, uno que los hermanos Castro estaban montando en Cuba.
Fidel Castro fue por muchos años un fiel devoto de la genética, y no es de dudar que en su utopía de construir un mundo a la medida de sus caprichos incluyera a los seres humanos en sus planes de cambiarlos a nivel de laboratorio, aunque lo estaba intentando con relativo éxito a fuerza de cárcel y paredón, o suculentos platos de lentejas. Tampoco olvidemos el experimento biológico en la Cárcel de Boniato, que consistía en suministrar a los presos políticos “una cantidad de calorías mínimas indispensables para la vida”, como testimonia entre otros, Amado Rodríguez.
Castro invirtió grandes recursos materiales, y de tiempo, en el semental Rosafé Signet, que usó en experimentos genéticos que arruinaron la ganadería cubana que, al triunfo de la insurrección en 1959 pasaba los cinco millones de cabezas, cuando el país tenía una población de poco más de seis millones. En la proporción de cabeza de ganado por habitantes solo Uruguay superaba a Cuba.
No se deben pasar por alto el proyecto de la supervaca lechera Ubre Blanca, que Fidel Castro quería clonar, o los de las vacas enanas, los conejos más grandes y gruesos, y el no menos impresionante Cordón de La Habana, donde el café Caturra transformaría al país en el principal exportador de ese producto, mientras, a su lado, se podía cultivar gandul, cítricos, aguacate, mango, mamey, y otros frutos.
Sus inventivas fueron tan alejadas de la realidad que importó de Vietnam búfalos de agua, porque producían más leche y consumían menos pasto, y trajo el pez claria con el objetivo de aumentar el consumo de proteínas de la población, situación que se ha agravado con el tiempo, con la particularidad de que el pez, un depredador, se convirtió en un peligro para el equilibrio ecológico de la isla.
La genética fue para Fidel Castro mucho más que una ciencia que prometía grandes progresos económicos. El régimen hubiera tenido un rotundo éxito en el control social si hubiera contado con la capacidad científica y tecnológica para crear individuos obedientes y sumisos en laboratorios como describe Huxley, aunque evidentemente ha contado con éxitos parciales, como lo confirman 62 años de tiranía.
Sin embargo, a través de esas décadas, no han cesado los brotes de protestas de ciudadanos dignos, que contrario a la mayoría de la población, que tal parece le inocularon en los cromosomas la sumisión y obediencia, reclaman sus derechos arriesgando la libertad y la vida.