En una amplia mesa rectangular de madera, nueve personas siguen expectantes el recorrido de tres pequeños dados de nácar, que luego de chocar contra el larguero frontal del tablero giran en un diabólico suspense.
En esas milésimas de segundo, el silencio se puede cortar con una tijera. Parece una escena congelada. Los jugadores miran exclusivamente hacia los dados.
En perpendicular a la mesa, justo debajo de cada jugador, gruesos fajos de billetes. En una esquina del tablero, el dueño del negocio, un mulato sentado en una silla de hierro con una lata de galletas entre las piernas llena hasta la mitad de dinero. Absorto, él también sigue la trayectoria fortuita de los dados.
Por fin los dados se detienen y la combinación de números marcados anula la jugada. Los apostadores sueltan un suspiro profundo, se rompe el silencio lúgubre y, entre el humo de cigarros y la bulla, aquello parece una casa de locos.
"Voy una tabla en fulas (cien dólares) que ahora vienes chiquito", espeta un negro con overol de mecánico. Le contesta un señor canoso, que cuenta el dinero pasándose los dedos por la comisura de sus labios.
"Grande hasta la muerte, pago tu jugada", responde. Estas personas juegan silot. Cuentan los apostadores más viejos, que el silot es oriundo de las regiones orientales. Pueden jugar cuantas personas quepan alrededor de un tablero.
Las apuestas se colocan al frente de cada jugador. Uno de los jugadores hace de banco. Cuando dos dados combinan (por ejemplo, una pareja de uno y otro cinco, el dado solitario marca la jugada), entonces, cada apostador coloca su tiro.
Para ganarle al cinco hay que tirar un seis, o un tiro mágico donde los tres dados marquen el mismo número. Cuando el banco dispara el seis, o tres dígitos iguales, automáticamente recoge el dinero puesto en la mesa.
El mulato que bebe una cerveza tras otra, introduce en su lata de galletas el 10% del monto de dinero recogido. Si el banco tira un uno, cada jugador cobra la cantidad apostada de dinero.
En el argot popular, las casas clandestinas de juegos se les conoce como "burles".
Es raro que en un municipio de Cuba no exista un burle. Por lo general, se juegan variantes del póquer, longana, bacará o silot. Existen casas de juegos para todos los bolsillos.
En algunas se puede jugar con 500 pesos (25 dólares). Otras son más exclusivas: cada jugador debe portar 5.000 pesos (200 dólares).
Según Hernando (nombres cambiados), propietario de una casa de juego, en un día flojo gana 1.500 pesos (60 dólares). "Casi siempre los partidos están a full. En mi negocio corre dinero. La gente suele jugar de 60.000 a 80.000 pesos (3.000 a 3.500 dólares)", expresa el dueño del burle después de acabar el partido al filo de las cinco de la mañana.
También hay casas de juegos para personas de poco dinero.
Silvio, ludópata incorregible, es asiduo a un partido donde el bote es de 20 pesos (un dólar) por cada jugador. "Voy por vicio, para matar el tiempo. Se gana poco y se pierde poco. Los escachados son los que más acudimos a esos burles".
Norberto se pasa la mitad del año preso por delitos de poca monta y en la cárcel aprendió a jugar cartas.
"Allí en vez de dinero se paga con cigarros o comida. El burle para mí es un modo de vida. Me encanta el ambiente, su jerga particular, las estrategias de juego, las trampas y los faroles. A veces se producen broncas. Pero no es lo normal. En los burles uno puede estar jugando dos o tres días seguidos. Las horas parecen minutos".
Los juegos de apuestas no son nuevos en Cuba. Cuando Fidel Castro llegó al poder en 1959, la lotería y otros juegos de apuestas se practicaban legalmente en la isla.
Los casinos eran regentados por el mafioso Meyer Lanski. Y la lotería nacional, un comodín perfecto para que políticos corruptos robaran a sacos. Desde amas de casa hasta empresarios hacían sus apuestas.
Pero Castro abolió los casinos, las vallas de gallos y la lotería. Sus enardecidos seguidores pulverizaron con bates de béisbol las máquinas tragaperras, ruletas y mesas de billar.
Los juegos de apuesta fueron prohibidos por ley.
Omar, un hombre obeso y calvo, en la década 1960-70 fue banquero de la lotería clandestina, conocida como bolita.
"Estuve preso dos veces. La policía me ocupó el dinero y me decomisó tres autos y una casa. Pero cada vez que salía del tanque volvía a lo mío:
la bolita".
En el siglo XXI, a Omar no le ha ido mal:
"Tengo una recogida de 8.000 a 10.000 pesos diarios en cada tanda. Ahora hay premios por la tarde y en la noche. Los resultados se siguen por la lotería de Miami".
En cualquier esquina de Cuba las personas cantan los resultados. "Muerto grande, piedra fina y automóvil", le grita una vecina desde un segundo piso a su amiga, que mueve la cabeza de un lado a otro y le responde: "Me fui en blanco, hace dos meses que estoy detrás del puerco y nada".
El diálogo pudiera ser un jeroglífico para un extranjero.
La lotería criolla se juega del 1 al 100 y cada número tiene uno o varios significados. Se premia el fijo, entre 80 y 100 pesos, según el banco, y dos corridos que se pagan a 25 o 30 pesos. Igualmente se juegan los terminales y las centenas.
Si damos crédito a banqueros de la bolita y dueños de casas ilegales de juegos, desde hace 10 años, la policía mira para otro lado después de recibir dinero por debajo de la mesa.
"El Gobierno debiera legalizar el juego", dice Hernando. Omar piensa lo contrario: "Si el Estado mete las manos en la bolita nos jode el 'bisne' (negocio). Es mejor que las cosas sigan como están".
Los juegos más populares en Cuba son dados, naipes, silot, longana y la bolita. Pero no son los únicos. Hay peleas de gallos y perros, carreras de caballos, carreras ilegales de autos o motos y juegos de computadora en red donde las apuestas son elevadas. Pero esa es otra historia.