Este curso escolar mi nieto César comenzó en primer grado. Está contento por la expectativa de aprender a leer y a escribir, pero sobre todo anda muy entusiasmado porque pronto va a recibir su pañoleta azul que lo convertirá en otro “pionero por el comunismo”, tal como 28 años atrás lo fue su padre y muchísimo tiempo antes que éste, lo fue esta abuela conflictiva.
El lunes pasado, recién llegado de su escuela, me llamó por teléfono: “Abuela, te voy a recitar la poesía que me aprendí y que tenemos que recitar todos los niños de mi aula el día que nos pongan la pañoleta”. Y a continuación su voz fresca y limpia repitió la doctrina rimada en una pésima versificación:
“Para mi comandante de dulce sonrisa/guardo para siempre el sol y la brisa./Para mi comandante de barba y sombrero/he cortado flores en jardín de enero. / Para mi comandante perdido en octubre/ esta pañolera azul que me cubre”.
Enmudecí por unos instantes, asimilando el mal efecto, y me sorprendí a mí misma buscando los consuelos más estúpidos del mundo: al menos no se trata de una oda al Innombrable, o al argentino que asesinó impunemente a tantos cubanos… Aunque reconozco que es un consuelo tonto; antes o después, el catecismo revolucionario incluye en el programa a estos dos protagonistas del santoral verde-olivo, y habrá otras malas poesías, y habrá consignas y pérfidos rituales.
Enseguida me asaltaron los recuerdos antiguos de mi propia iniciación pioneril, cuando yo tenía los mismos seis años que tiene ahora César y andaba mudando los dientes y feliz por la cercanía de mi pañoleta, para entonces azul y blanca, sobre la blusa gris claro de mi uniforme de primaria. Llegó un fotógrafo a la escuela para retratar a los niños aspirantes a pioneros, sentados por turno en un pupitre en el patio de la escuela, con una enorme bandera cubana extendida como fondo, y en la mano un lapicero, como si estuviésemos escribiendo la planilla de solicitud, aunque apenas alguno de nosotros sabía escribir un poco. Porque entonces era requisito imprescindible aspirar a la organización pioneril y recibir autorización de nuestros padres, que debían firmar esa planilla dándonos su consentimiento, antes de pertenecer a ella.
En el lapso de esos 48 años han cambiado algunos detalles. Por ejemplo, en mi generación no era obligatoria la pertenencia a la organización de pioneros, la etapa pioneril se limitaba a los grados de enseñanza primaria, la pañoleta solo se usaba en determinadas fechas y ceremonias y los libros de texto no estaban tan abrumadoramente ideologizados; pero en el fondo el contenido de la organización siempre ha sido el mismo: establecer mecanismos de control social al servicio del gobierno a partir de la manipulación de la conciencia de grandes masas desde edades muy tempranas. Gracias a este método, eminentemente fascista, la mayoría de los individuos quedan sujetos, si no a la ideología propiamente dicha, al menos sí al sometimiento pasivo, a la aceptación.
Para los niños, sin embargo, ser pioneros no representa una filiación político-ideológica, como en efecto lo es, sino que la pañoleta es un signo denotativo de pertenencia a una escuela, a un grupo de amigos y condiscípulos que comparten aprendizaje, juegos, intereses comunes. La pañoleta dice que “son mayores”, que ya saben leer y escribir o que están próximos a ese conocimiento. Ellos ignoran que recibirán entre poesías, lecturas, lemas y consignas, el sistemático lavado de cerebro oficial que antes recibieron sus padres y abuelos nacidos bajo este régimen.
De hecho, el proceso de “pionerización comunista” se ha envilecido más en los últimos 30 años, tras la ruptura generacional entre los cubanos nacidos poco antes o justo después de la instauración del castrismo, y la casta guerrillera del Moncada, el Granma y la Sierra, ocurrida con el despertar al desencanto que se produjo fundamentalmente a partir de mayo de 1980, a raíz de los sucesos de la Embajada de Perú y el éxodo de Mariel. Había finalizado el romance “revolucionario”, y en consecuencia, la conciencia de decenas de miles de cubanos comenzó a independizarse paulatinamente del discurso oficial, en tanto las actitudes públicas se mantenían respondiendo a la convocatoria gubernamental. En lo sucesivo, casi cada cubano que se apartaba del credo castrista empezó a lucir dos rostros y dos “morales” contrapuestas: una “verdadera”, para la vida privada junto a familiares y amigos de confianza; otra “falsa”, para mimetizarse en el colectivo laboral y en la sociedad (en “la masa”) y mantenerse a salvo de la represalia y de las delaciones.
Así, la iniciación pioneril como rito que marca el comienzo oficial y socialmente aceptado del adoctrinamiento para la servidumbre ideológica, ha devenido también el punto de arrancada en el ejercicio de la llamada “doble moral” (inmoralidad). Un pacto vil tácitamente aceptado por las partes en virtud del cual el gobierno finge creer que todos los padres cubanos aceptan la militancia “pioneril-comunista” de sus pequeños, a la vez que éstos enseñan a sus hijos a seguir la corriente que indica la doctrina en las escuelas y a repetir versos y consignas de loas al régimen, mientras en casa se sobrevive en la ilegalidad e incluso en el discurso contrario al gobierno. “Esto que ves y que oyes aquí no lo puedes decir en la escuela”, “di eso si la maestra te pregunta, pero en realidad las cosas son de esta otra manera”, indican los mayores. Por último, están los niños que usan la pañoleta de “pionero-por-el-comunismo-seremos-como-el-ché” hasta pocos días antes de emigrar con sus padres en busca de la libertad que no encontraron en su propia tierra. Y con esa práctica, una generación tras otra, hemos estado inculcando en nuestros niños la mentira y la hipocresía como valores para enfrentar la vida.
Quizás por eso al escuchar a mi nieto recitándome las estrofas de aquella mala versificación quedé congelada. No obstante, rápida como el rayo se me ocurrió una solución cuando, sorprendido por mi silencio, mi chiquillo me preguntó: “Abuela, ¿por qué te quedaste callada?, ¿no te gustó la poesía?”. “No, lo que pasa es que yo me sé muchas poesías más lindas que esa. Vamos a hacer un trato: te las voy a enseñar”. Quedó encantado.
Yo también conozco el poder de los versos, pero no para adoctrinar, sino para enriquecer el alma, para hacernos libres. Ya veremos qué versos calan mejor en el espíritu de mi niño, pero me inclino a pensar que serán los que le recite yo.
Publicado en Sin Evasión el 16 de septiembre del 2013
El lunes pasado, recién llegado de su escuela, me llamó por teléfono: “Abuela, te voy a recitar la poesía que me aprendí y que tenemos que recitar todos los niños de mi aula el día que nos pongan la pañoleta”. Y a continuación su voz fresca y limpia repitió la doctrina rimada en una pésima versificación:
“Para mi comandante de dulce sonrisa/guardo para siempre el sol y la brisa./Para mi comandante de barba y sombrero/he cortado flores en jardín de enero. / Para mi comandante perdido en octubre/ esta pañolera azul que me cubre”.
Enmudecí por unos instantes, asimilando el mal efecto, y me sorprendí a mí misma buscando los consuelos más estúpidos del mundo: al menos no se trata de una oda al Innombrable, o al argentino que asesinó impunemente a tantos cubanos… Aunque reconozco que es un consuelo tonto; antes o después, el catecismo revolucionario incluye en el programa a estos dos protagonistas del santoral verde-olivo, y habrá otras malas poesías, y habrá consignas y pérfidos rituales.
Enseguida me asaltaron los recuerdos antiguos de mi propia iniciación pioneril, cuando yo tenía los mismos seis años que tiene ahora César y andaba mudando los dientes y feliz por la cercanía de mi pañoleta, para entonces azul y blanca, sobre la blusa gris claro de mi uniforme de primaria. Llegó un fotógrafo a la escuela para retratar a los niños aspirantes a pioneros, sentados por turno en un pupitre en el patio de la escuela, con una enorme bandera cubana extendida como fondo, y en la mano un lapicero, como si estuviésemos escribiendo la planilla de solicitud, aunque apenas alguno de nosotros sabía escribir un poco. Porque entonces era requisito imprescindible aspirar a la organización pioneril y recibir autorización de nuestros padres, que debían firmar esa planilla dándonos su consentimiento, antes de pertenecer a ella.
En el lapso de esos 48 años han cambiado algunos detalles. Por ejemplo, en mi generación no era obligatoria la pertenencia a la organización de pioneros, la etapa pioneril se limitaba a los grados de enseñanza primaria, la pañoleta solo se usaba en determinadas fechas y ceremonias y los libros de texto no estaban tan abrumadoramente ideologizados; pero en el fondo el contenido de la organización siempre ha sido el mismo: establecer mecanismos de control social al servicio del gobierno a partir de la manipulación de la conciencia de grandes masas desde edades muy tempranas. Gracias a este método, eminentemente fascista, la mayoría de los individuos quedan sujetos, si no a la ideología propiamente dicha, al menos sí al sometimiento pasivo, a la aceptación.
Para los niños, sin embargo, ser pioneros no representa una filiación político-ideológica, como en efecto lo es, sino que la pañoleta es un signo denotativo de pertenencia a una escuela, a un grupo de amigos y condiscípulos que comparten aprendizaje, juegos, intereses comunes. La pañoleta dice que “son mayores”, que ya saben leer y escribir o que están próximos a ese conocimiento. Ellos ignoran que recibirán entre poesías, lecturas, lemas y consignas, el sistemático lavado de cerebro oficial que antes recibieron sus padres y abuelos nacidos bajo este régimen.
De hecho, el proceso de “pionerización comunista” se ha envilecido más en los últimos 30 años, tras la ruptura generacional entre los cubanos nacidos poco antes o justo después de la instauración del castrismo, y la casta guerrillera del Moncada, el Granma y la Sierra, ocurrida con el despertar al desencanto que se produjo fundamentalmente a partir de mayo de 1980, a raíz de los sucesos de la Embajada de Perú y el éxodo de Mariel. Había finalizado el romance “revolucionario”, y en consecuencia, la conciencia de decenas de miles de cubanos comenzó a independizarse paulatinamente del discurso oficial, en tanto las actitudes públicas se mantenían respondiendo a la convocatoria gubernamental. En lo sucesivo, casi cada cubano que se apartaba del credo castrista empezó a lucir dos rostros y dos “morales” contrapuestas: una “verdadera”, para la vida privada junto a familiares y amigos de confianza; otra “falsa”, para mimetizarse en el colectivo laboral y en la sociedad (en “la masa”) y mantenerse a salvo de la represalia y de las delaciones.
Así, la iniciación pioneril como rito que marca el comienzo oficial y socialmente aceptado del adoctrinamiento para la servidumbre ideológica, ha devenido también el punto de arrancada en el ejercicio de la llamada “doble moral” (inmoralidad). Un pacto vil tácitamente aceptado por las partes en virtud del cual el gobierno finge creer que todos los padres cubanos aceptan la militancia “pioneril-comunista” de sus pequeños, a la vez que éstos enseñan a sus hijos a seguir la corriente que indica la doctrina en las escuelas y a repetir versos y consignas de loas al régimen, mientras en casa se sobrevive en la ilegalidad e incluso en el discurso contrario al gobierno. “Esto que ves y que oyes aquí no lo puedes decir en la escuela”, “di eso si la maestra te pregunta, pero en realidad las cosas son de esta otra manera”, indican los mayores. Por último, están los niños que usan la pañoleta de “pionero-por-el-comunismo-seremos-como-el-ché” hasta pocos días antes de emigrar con sus padres en busca de la libertad que no encontraron en su propia tierra. Y con esa práctica, una generación tras otra, hemos estado inculcando en nuestros niños la mentira y la hipocresía como valores para enfrentar la vida.
Quizás por eso al escuchar a mi nieto recitándome las estrofas de aquella mala versificación quedé congelada. No obstante, rápida como el rayo se me ocurrió una solución cuando, sorprendido por mi silencio, mi chiquillo me preguntó: “Abuela, ¿por qué te quedaste callada?, ¿no te gustó la poesía?”. “No, lo que pasa es que yo me sé muchas poesías más lindas que esa. Vamos a hacer un trato: te las voy a enseñar”. Quedó encantado.
Yo también conozco el poder de los versos, pero no para adoctrinar, sino para enriquecer el alma, para hacernos libres. Ya veremos qué versos calan mejor en el espíritu de mi niño, pero me inclino a pensar que serán los que le recite yo.
Publicado en Sin Evasión el 16 de septiembre del 2013