Siempre que se aborda el tema recuerdo la anécdota que me contó un amigo: era una mañana de marzo de 1968 y un tío suyo, dueño de un pequeño establecimiento de venta de frutas, lo abrió temprano. Aquel hombre laborioso tenía su historia; había comenzado recorriendo las largas calles de Artemisa para vender primero desde una carretilla, poco a poco fue mejorando aquel vehículo hasta que alquiló con el tiempo un portal y luego trasladó su venta a aquel pequeño local, que sólo después de muchos años y sacrificio familiar, fue suyo. Pero aquella fatídica mañana del 68, mientras se disponía a atender a sus clientes, se presentó en el umbral un oficial de verdeolivo armado de su respectivo portafolio. ¿Usted es el dueño?, preguntó. Sí, respondió él. ¿Puede salir, por favor?, dijo el oficial desde el portal. Cuando el dueño salió, el oficial atravesó el umbral y una vez dentro le dijo: este local acaba de ser intervenido por la Revolución… y eso fue todo. Mi amigo me cuenta que el ya exdueño no pudo ni siquiera recuperar una cadena, que junto a su anillo de matrimonio había dejado sobre la caja registradora para cargar algo minutos antes. Quedaba así despojado, a rajatabla como miles de cubanos más, de aquella pequeña empresa familiar que tantos años de desvelos le había costado. Me cuentan los viejos que pocos meses después de la entonces llamada “ofensiva revolucionaria” ya no era posible encontrar en la calle una croqueta frita.
En un reciente Estado de Sats el panel giró precisamente alrededor de la situación actual del trabajo por cuenta propia en Cuba, sector que ha tenido dinámicas diferentes según la etapa postrevolucionaria de que hablemos. Se recordó allí las fases del camino incierto atravesado por este sector hasta hoy. Muchos recordamos bajo qué circunstancias se estrenó “oficialmente” esta alterativa: en el apogeo del período especial fue la salida dada por el gobierno cubano, la válvula de escape usada para distender la extrema tensión alcanzada por la olla. En lo personal recuerdo el gran titular publicado entonces por Granma: “El trabajo por cuenta propia no es una solución coyuntural.” O sea, que aquello prometía ir en serio, pero el decursar de los primeros años pronto desmintió aquel enunciado y le dio inequívocos tintes de farsa: todos fuimos testigos de cómo el gobierno, en cuanto se sintió más confiado, comenzó a poner cuantas zancadillas pudo al desarrollo de este sector con limitaciones de todo tipo, diseñadas exclusivamente para que los cuentapropistas cejaran en su empresa, y en efecto, lograron que miles entregaran sus patentes ante la imposibilidad de continuar pagando las excesivas contribuciones exigidas, que no se proponían otra cosa que llevar a la bancarrota a cada uno de aquellos negocios familiares. Esto tenía, por supuesto un evidente trasfondo político: después de todo esa era la prueba definitiva y necesaria para demostrar que no había empresa privada que pudiera emular frente a la eficiencia inmaculada de la empresa socialista. Mientras esto sucedía, por otra parte el gobierno mantenía una rígida política de negar cada nueva solicitud de patente para la mayoría de las actividades durante la década siguiente. El resultado de esta política lo palpamos todos: sólo sobrevivieron aquellos cuya actividad era suficientemente lucrativa como para sufragar los estratosféricos precios en el mercado negro de sus materias primas y para garantizar el soborno de inspectores y policías, con toda la degradación moral que esto implicó para la sociedad en general y que arrastramos todavía.
Pues bien, ahora el gobierno asegura tener la voluntad política para que esta vez todo fluya diferente. Pero se advierten estigmas, unos sutiles, groseros otros, que alertan sobre las reales intenciones ocultas por el tono del discurso. Todavía se mantiene, por ejemplo, todo un cuerpo de legislaciones que da potestad a órganos como la Fiscalía General de la República a iniciar un expediente contra alguien –que bien pudiera ser un productor agrícola o uno de estos nuevos cuentapropistas– quien sólo se entera de ello cuando queda despojado hasta de la ropa que lleva puesta; todavía persiste el obstáculo insalvable de los precios astronómicos de los artículos y materias primas imprescindibles para la mayoría de las actividades autorizadas –que generalmente son exigidas contra comprobante de compra– y que convierten cualquier intento de rentabilidad en un absurdo; todavía el Estado se erige como el único proveedor posible, algo que entra en franca contradicción con las modificaciones hechas a la política migratoria a principios del presente año, pues no se le permite al productor importar directamente sus insumos cuando le sea posible –como sucede en los casos “análogos” de China y Viet Nam, por ejemplo, por ponérsela fácil; todavía se pudren cosechas enteras en el campo debido a la inexcusable irresponsabilidad de la Empresa Nacional de Acopio, única entidad autorizada para ello por el gobierno debido al terror a los intermediarios y que jamás indemniza a nadie; todavía no se otorga verdadera autonomía a estas nuevas empresas, que continúan subordinadas de un modo absurdo a la inoperante empresa estatal –como es el caso de las cooperativas de transporte– y cuyos miembros tienen prohibido, por ley, llegar a ser dueños de los medios de producción, entre otros miles de detalles que escapan al que esto escribe.
En resumen, que tengo la impresión de que el momento actual no difiere en esencia de momentos pasados. Cuando quiebra un negocio, esto puede ser adjudicable a la mala gestión de su dueño, pero cuando se establece una tendencia masiva entonces, con toda seguridad, se trata de la inoperancia del esquema aplicado a nivel de país; no puede ser que los cubanos seamos tan pésimos administradores, sobre todo cuando arriesgamos en la empresa nuestro magro capital familiar. Quienes diseñan semejantes políticas entienden de matemáticas y a pesar de eso han instituido un esquema disfuncional, e insisten denodadamente sobre esa línea porque su objetivo final no es propiciar el éxito de estas “nanoempresas”, sino que es más bien impedir que la prosperidad llegue a nuestro hogar mediante un esquema de gestión que desmiente décadas de ineficacia e indolencia administrativa iniciadas en aquella mañana fatídica de marzo del 68. Ojalá me equivoque, pero mientras no cambien las coordenadas presiento que la actividad cuentapropista, la pequeña empresa familiar cubana, estará ante las claves exactas para un seguro fracaso.
Publicado originalmente el 25 de septiembre en el blog Ciudadano Cero de Jeovany Jimenez Vega.