Nadie comido de incertidumbre puede ser categórico, de ahí que no haya mérito alguno en mi reserva a serlo, pero hay hechos ante los cuales no ser categórico es una señal de apocamiento. O algo más grave aun: una pose rentable por las simpatías que despierta entre el corro de escépticos en que nos hemos convertido. Octavio Paz cambió mi vida, no encuentro forma más llana ni justa de decirlo. Porque rara es la vida que no gire en torno a una vocación, que no sea menos vida cuando esa vocación, lejos de realizarse, se frustra. Un hombre con una vocación deshecha es un náufrago que ha desistido de subir a los árboles a escrutar el horizonte y se pudre vivo en una isla desierta. Y yo no sé qué hubiera sido de la mía si Octavio Paz no hubiera irrumpido en ella alentándola a explayarse, rescatándola del limbo donde podía haber vegetado o sucumbido. El mapa de la poesía contemporánea es un archipiélago de islas habitadas por un solo hombre que vive tumbado en la arena, en posición fetal, víctima de un mal crónico: el descorazonamiento.
Los factores de riesgo de mi vocación eran múltiples, y Octavio Paz debe de haberlos intuido. El primero: mi carácter de exiliado. El resplandor de la revolución cubana aún cegaba cuando comencé a escribir, y todo desafecto a ella era un tunante al que había que cerrarle las puertas, sobre todo si residía en Estados Unidos, aunque hubiera abandonado la isla siendo niño. Nada querían saber de él sus posibles colegas hispanoamericanos y españoles, y mucho menos, las editoriales y la crítica; era el leproso de turno. El segundo factor de riesgo era mi determinación de escribir en español en un país angloparlante, de escribir de espaldas a ese país, con la mirada fija en el otro, como si nunca me hubiera ido de él, como si escribiendo, ese país distante me rodeara. El tercer factor residía en mi afición a las formas clásicas del verso, tan menospreciadas por la mayoría de mis compañeros de generación. Más que un exiliado era tres: uno de mi país, otro de mi idioma y otro de mi época.
Una reseña indulgente y una invitación inesperada de Octavio Paz a ser colaborador de la revista Vuelta y, posteriormente, autor de la editorial del mismo nombre bastaron para que mi vida diera un vuelco, el exiliado fuera menos exiliado y la certeza de que la poesía era mi única patria accesible se acrecentara. Paz expandió mi círculo de afectos, propició la publicación de mis libros en México y España --algo impensable hasta entonces-- y me incitó a serme fiel a mí mismo aunque ello significara nadar contracorriente.
Hago inventario de esos factores de riesgo y me excedo en materia autobiográfica porque sólo así podrá el lector comprender mi deuda con Paz y un hecho que, aun afectándome, me rebasa: la soledad de los escritores cubanos exiliados en Estados Unidos que durante los años sesenta y setenta del siglo pasado fueron sometidos al más feroz ninguneo y aun así continuaron escribiendo, llenando sus gavetas con obras de creación e investigación que permanecen inéditas o publicando esas obras en ediciones de autor que apenas alcanzaban a distribuir, porque sus medios económicos eran escasos y más allá del apretado círculo de amistades era infrecuente que alguien les dedicara un comentario o agradeciera su envío.
Quienes regresan de la muerte hablan de un túnel al final del cual se avista un resplandor, y dentro de ese resplandor, la silueta de alguien que lejos de animarlos a que avancen, les indica que vuelvan sobre sus pasos porque aún es temprano para seguirle, para acompañarle al trasmundo del que esa silueta proviene. El túnel, aquella tarde de principios de 1998, fue la línea telefónica, laberinto de laberintos, y quien me hablaba a través de ella lo hacía desde una de sus embocaduras, a punto de darme la espalda, echar a andar y perderse de vista.
Nadie sabe si alguien salió al encuentro de Octavio Paz la noche del 19 de abril de aquel año; sí, que nadie le dijo que retrocediera, y si se lo dijo, que él no hizo caso y siguió adelante, harto, quizás, de sobrevivirse. Me explico:
Uno se cansa de morirse tanto,
de morirse una vez y otra a las buenas
y a las malas. O de morirse apenas.
Y hasta de no morir, qué desencanto.
Uno se cansa de que todo cuanto
una vez le animó se abra las venas,
y de reconocerse, a duras penas,
de tan vivo y tan muerto casi santo.
Uno se cansa de morirse encima
y debajo de sí. Uno da grima
si no se va cuando debiera irse.
Uno se queda y no se queda nada,
y aunque muerda el anzuelo sin carnada,
uno también se cansa de morirse.
Recuerde que la felicidad de un escritor no está en tener muchos lectores sino dos o tres amigos que lo lean con atención, me dijo, y aún me reprocho no haber atinado a decirle lo que debí decirle: a mí me basta con que me haya leído usted. Pero entonces el reproche, no importa si risueño, habría sido suyo: mis palabras, aunque sinceras, eran desproporcionadas. Esos amigos ya existían y, aunque no eran muchos, amplificaban mi vida, y eran más de dos o tres gracias a él.