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A la orilla de mí, ya desprendido
toco la destrucción que en mí se atreve…
O. P.
La muerte no habla por teléfono, pero la soledad sí. Y no hay soledad mayor que la que precede a la muerte. La muerte sabe a soledad, huele a soledad. Se le palpa en el aire, flota como una telaraña ruinosa sobre la silla de ruedas o el lecho del desahuciado, se le oye respirar cerca, y al muerto en ciernes se le afilan los sentidos, si no hacia fuera, sí hacia dentro, adonde se encamina y entrevé un destino cuya forma más sensible no tiene por qué ser la nada: hay moribundos a quienes sus muertos los saludan desde lontananza, los visitan, los ayudan a morir y hasta se los llevan colgados del brazo. La vida no ve más allá de sus propias narices.
Octavio Paz se moría, y no lo ignoraba. Recuerde que la felicidad de un escritor no está en tener muchos lectores sino dos o tres amigos que lo lean con atención, me dijo con una voz tan maltrecha como el rostro que por entonces --malamente oculto tras una barba y un bigote entrecanos— ensombrecía los medios de prensa de su país; el rostro de un anciano que hasta ayer había sido joven; un hollejo de rostro chupado por el cáncer y desfigurado por una expresión de malestar o fastidio; más ceño que rostro. Y yo sentí que me hablaba desde su tumba, una tumba llena de soledad, aunque tuviera mujer, amigos, lectores y hasta enemigos. La enemistad es una forma de compañía, quizás la más leal.
Sin cerrar los ojos a la vida, Octavio Paz los abría a la muerte, y conversar con él era sentir cómo el viejo caserón donde la aguardaba, rodeado de silencio y árboles, se convertía en una caja de resonancia del diálogo entre ellas, vida y muerte; era acompañarlo en el último umbral, un umbral cuyo vano abarcó aquella tarde de principios de 1998 desde Coyoacán, una barriada del Distrito Federal Mexicano, hasta West Miami, la minúscula ciudad del sur de la Florida donde resido. Y era exponerse al portento de una inteligencia a la que la muerte, lejos de debilitar, infundía un temblor de humanidad extrema.
Aun sabiéndole gravemente enfermo había decidido llamarlo: quería que supiera cuán presente le tenía y proporcionarle --si advertía que mi interlocución, lejos de fatigarlo, le animaba-- alguna distracción. Mande, contestó una voz de mujer desconocida; una voz, ahora lo comprendo, que bien pudo haber sido la de la propia muerte, que atendía al enfermo y se hacía pasar por empleada doméstica; la muerte que, picada en su orgullo, me desmentía, empuñaba el auricular. Pregunté por Marie-Jo, la esposa de Paz: me sentía en el deber de consultarle si mi llamada podría ser importuna. No está, me dijo la extraña. Iba a preguntarle por el propio escritor cuando oí un secreteo: ¿Quién llama?, inquirió. Le di mi nombre y lo repitió en voz tan alta y de manera tan enfática que comprendí que su propósito no era precisarlo ni memorizarlo sino compartirlo con alguien que debía decidir si estaba o no de acuerdo en ponerse al teléfono: la muerte hubiera sido más astuta. Luego de un breve escarceo –palabras ininteligibles, ruidos, nervios— escuché otra voz que me saludaba. Era Paz.
Recuerde que la felicidad de un escritor no está en tener muchos lectores sino dos o tres amigos que lo lean con atención, me dijo, y yo supe que debía recordar esa frase cuchicheada desde el fondo de un nicho del tamaño del tiempo; supe que esa frase resumía la lección que había comenzado a recibir cuando --sin imaginar que alguna vez disfrutaría de su amistad— descubrí su obra; una frase que me entregaba como un amuleto, para que nunca me sintiera desalentado por la soledad de quienes lo apuestan todo a la poesía y descubren a cuán pocos de sus contemporáneos les interesa su apuesta, ¡cuán indiferente les es su fervor!; una frase para protegerme de las aspiraciones banales y para que cifrara la dicha donde hay que cifrarla: no en el reconocimiento de muchos sino en el interés en mi trabajo de unos pocos espíritus afines; el interés, no el elogio, que elogiar puede cualquiera, incluso sin saber qué elogia.
De esa penúltima conversación --quizás huelgue recordar que nunca dejamos de conversar con aquellos autores cuyas obras inflamaron nuestra juventud, enriquecieron nuestra madurez y hacen más acogedores nuestros hogares: vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos, escribió Quevedo-- guardo unos pocos recuerdos nítidos. Pero ninguno más persistente que el de aquella soledad en la que me pareció oír morirse a Octavio Paz; morirse y hablar de poesía, casi olvidado de su padecimiento. Hablar de ella como si nadie más en el mundo quisiera escucharlo, como si insistiendo en la poesía venciera a la muerte; harto, quizás, de ser el hombre público y admirado de quien todos esperaban una observación sesuda o controvertida, una invitación a incorporarse a su círculo más fraterno o una lisonja. Y harto, también, de morirse.
No era que hablara solo: es que hablaba consigo, conmigo y con nadie al mismo tiempo, hablaba con todo, hablaba para darse, para dar lo último de sí que le quedaba, y como yo tendía a guardar silencio --porque le adivinaba ávido de probar suerte a ser el de antes, a ser el otro que lo desertaba--, sus palabras iban hilvanando un sermón íntimo donde a la reflexión sucedía la cita sabia, y a la cita, el consejo, y al consejo, la pregunta de carácter más personal, para que yo supiera que no había olvidado mis dudas en torno a la autenticidad de mi vocación, mi incertidumbre ante la validez de mi apuesta por la escritura. Y a ese interés sucedía la exhortación a continuar escribiendo versos pero sin relegar la prosa, porque ésta, menos sujeta a la volubilidad de la inspiración, esa demanda insoslayable del poema, mitiga la angustia de ser escritor y no poder escribir; esa angustia que él mismo, qué difícil creerle, había padecido.
Desde entonces cruzo puentes que van de aquí a allá, de nunca a siempre, desde entonces, ingeniero de aire, construyo el puente inacabable entre lo inaudible y lo invisible. (Octavio Paz)