Adquirir una vivienda en Cuba resulta una verdadera odisea. Amoblarla y decorarla es como la segunda parte de la misma desventura, sobre todo para quienes dependen exclusivamente del salario estatal. En la calle, la mayoría de las personas entrevistadas sobre este aspecto, que pudiera parecer superfluo, coinciden en que no hay márgenes de libertad para la elección de los objetos y muebles que usan a diario, casi siempre alejados de sus verdaderos gustos estéticos y necesidades.
Una mirada rápida a las vidrieras y anaqueles en las tiendas cubanas revela que, a pesar de ser un país donde más de la mitad de la población vive con menos de un dólar diario, el adorno más barato puede costar el equivalente a la décima parte de los ingresos de una familia, mientras que adquirir una cama, un juego de sala o de comedor en el mercado negro (donde resulta más económico) supone reunir, de manera íntegra, los salarios de varios años de trabajo para el Estado.
“¿Qué voy a comprar con el salario?”, “si no tengo para comer, ¿cómo voy a gastar dinero en adornitos y muebles nuevos?”, “si tuviera dinero, primero repararía la casa“, “yo espero a que me regalen el día de las madres, o en mi cumpleaños. No puedo gastar en adornos”, “para qué tanto adorno si a la hora de comer la cosa se pone bien fea”, “cuando me sobra un dólar, entonces compro un adorno pero casi nunca me sobra”, “cuando puedo, me llevo los adornos y muebles del trabajo”, “uso los mismos adornos y muebles que heredé de mi madre, y ella, a su vez, los heredó de la suya”, “gracias a que teníamos adornos y muebles buenos antes de la revolución”, son algunas de las respuestas que obtuvimos.
Delia Araujo, una vecina de mi barrio, ya muy anciana y actualmente vendedora callejera, me cuenta cómo, con los años, ella y su esposo se fueron deshaciendo de adornos y muebles que habían adquirido antes de 1959 y durante los años 60.
Ellos no eran un matrimonio de ricos, pero ella trabajaba como maestra y su marido era mecánico de la Ambar Motors. Ganaban bien, aunque no representaba mucho, pero les alcanzó para alquilar un apartamento pequeño en la Víbora y comprar las cosas esenciales. En los inicios de la revolución adquirieron adornos en unos locales a los que llamaban Recuperación de Valores: “eran las cosas que el gobierno sacaba de las casas y mansiones de la gente que se iba para el Norte [Estados Unidos]. Vajillas de porcelana, búcaros, lámparas bellísimas, compramos hasta un tocadiscos, todo era de uso. Como se iban apurados dejaban todas las cosas atrás, hasta las ropas. Todo eso se vendía en Recuperación de Valores”, comenta Delia, que además recuerda lo que sucedió años después con esos mismos objetos: “Allí [en Recuperación de Valores] compré cantidad de adornos de porcelana y muebles. Fueron los que después tuvimos que vender. […] En los 70 comenzaron las ofensas contra la gente que tenía gustos burgueses, y en el edificio había muchos extremistas, todavía los hay pero están solapados. Mucha gente escondió las vajillas, las lámparas buenas o se deshizo de las cosas. La gente botaba los adornos de Navidad. Ahora yo veo a la gente poniendo lucecitas y cosas de Navidad pero en aquella época nadie se atrevía a poner un arbolito. Era una época complicada y lo peor es que uno se acostumbra. Mi esposo, como se metió en el Partido y en cosas de esas, tuvo que esconder una parte de los adornos, las copas, lo más llamativo, pero yo las vendí a escondidas de él, y en los 90 sí vendimos todo lo demás para poder comer, como hizo mucha gente”.
Quienes no tuvieron la suerte de heredar o de comprar en el pasado, o la osadía de conservar los objetos a pesar de los prejuicios instituidos oficialmente o de la imperiosidad de subsistir, han tenido que remediar la situación de diversos modos o renunciar a embellecer su entorno privado.
Incluso para quienes gozan de considerables ingresos ―debido a las remesas que reciben de sus familiares en el extranjero o a las ganancias que les generan los negocios particulares u otras formas lícitas o ilícitas de obtener dinero en relativa abundancia―, decorar y amoblar con cierto buen gusto se convierte en una tarea frustrante o imposible. Alina, vendedora de adornos de yeso, nos habla de los gustos de sus clientes:
“Vendo estas cosas porque de algo tengo que vivir pero no dejo de reconocer que no son muy bonitos. Aun así, la gente los compra porque es lo que pueden comprar pero, además, se han acostumbrado. La gente adapta sus gustos a lo que pueden. Conozco gente que creció entre adornos de yeso y, actualmente, aunque tienen dinero, siguen adornando con adornos de yeso, no los ven feos, el gusto se les ha deformado. Si eres miserable, no puedes ver la miseria ni aunque la tengas en las mismas narices. Eso mismo pasa con el gusto, si no tienes otra referencia que no sea lo que hay en las tiendas, si no viajas y miras otras cosas, no aprendes. […] con las novelas y las películas la gente ha ido cambiando pero si no tienen dinero, nada se puede hacer”.
En los últimos tiempos, la celebración de Ferias de Artesanía y la apertura de tiendas vinculadas a la cultura, han hecho pensar que existe una voluntad por parte del gobierno para incentivar el buen gusto entre las personas, sin embargo, en las tiendas del grupo ARTEX, una empresa comercial vinculada al Fondo Cubano de Bienes Culturales, las ofertas están dirigidas al turismo y, en consecuencia, los precios resultan abusivos. Su propio discurso promocional es insultante e hipócrita, al suponer que sus productos son asequibles para una mayoría sin poder adquisitivo.
En los años 80, desde la prensa escrita y la televisión, algunas instituciones culturales y grupos de artistas intentaron reeducar el gusto estético de las personas, sin embargo, las carencias materiales hicieron difícil la tarea. A esa pequeña apertura o tolerancia “ideológica” sobrevino muy pronto, a finales de esa misma década, una nueva oleada de prohibiciones en lo que fue conocido como período de “rectificación de errores y tendencias negativas” que dio al traste con espacios televisivos y revistas que brindaban amplios espacios a debatir sobre temas como el diseño, la decoración y la moda, que nuevamente fueron culpados de frívolos, nocivos y desplazados por una vuelta al ideologismo intransigente de los años 70, donde gusto y refinamiento podían llegar a ser sinónimos de contrarrevolución. Una buena parte de ese discurso se ha conservado en los argumentos que usan algunos guardianes ideológicos para atacar expresiones de apertura informativa como el “paquete semanal” o el acceso ilimitado a Internet.
Durante años, el gobierno se encargó de asociar el buen gusto con actitudes que tachaban de “burguesas” y, mientras reservaba el lujo para los más altos dirigentes, impuso, entre la gente del pueblo un modelo de humildad “revolucionaria” relacionada con esa idea de “hombre nuevo” alejado de cualquier otro asunto que no fuera la fidelidad a la revolución y a sus líderes principales. Fue tan temprano como los años 60 que las fotos de Fidel, Camilo y Ernesto Guevara comenzaron a colgar de las paredes de los hogares y se establecieron como de uso obligatorio en lugares públicos, incluso en hoteles, bares y comercios de todo tipo.
En todas las instituciones, tanto militares como civiles, la uniformidad aniquiló a la diversidad y los entornos se transformaron en espacios para moldear la mente del individuo según las pautas trazadas por el gobierno. En ese sentido, en las escuelas y universidades los muros de las aulas sirvieron de soporte a inmensos murales con escenas de la llamada “epopeya revolucionaria”, en una estética entre el realismo socialista y la alegoría romántica, una especie de esperpento estético que aún nos afecta en la actualidad a la entrada de agromercados, empresas estatales y hasta en nuestros propios hogares.
Este artículo de Ernesto Pérez Chang fue publicado en Cubanet