Creía haberlo visto, haberlo oído todo y aseguraba haber asesinado el dispositivo que causa la capacidad para las sorpresas, hasta una tarde, hace apenas dos semanas, recibí un mensaje por WhatsApp; un vídeo con una simple petición: “Escucha esto.”
Click derecho, dos veces, sobre el ícono de inicio y la pequeña pantalla se va abriendo para dar paso a la imagen de un chico, casi un adolescente con la calidad de la buena porcelana en su bello, poderoso rostro.
Apenas transcurridos diez segundos, todas mis oxidadas creencias se descristalizaron con un crujido en el centro del pecho: no tuve dudas de que estaba enfrentándome a un fenómeno inédito en el mundo de la música.
Ahora lo comparto con ustedes, lectores que, como yo, están necesitados de ese refugio que comúnmente llamamos belleza, imprescindible para la sobrevivencia del espíritu en medio de tanto y tanto desasosiego.
Se llama Dimash Kudaibergen y nació en Kazajstán en el año 1994. Hijo de un matrimonio de cantantes muy reconocidos en su país natal, ya a los cinco años cantaba acompañándose al piano.
Dimash es menudo, delgado, bello como uno de esos personajes de los Manga japoneses, sin embargo, su figura llena todo el escenario, lo sobrepasa, apoderándose del público con los inconcebibles, hasta ahora, registros de su voz, su intensidad y el locuaz protagonismo de sus manos. Nadie puede permanecer indiferente al magnetismo que emana de su cuerpo, breve y vibrante cual junco al servicio de una voz sin antes ni después.
Los estudiosos lo describen así y no, no estoy exagerando: Dimash lleva en sí todo el registro de la escala sonora y hasta un poco más, llegando a alcanzar un inexplicable #D8 y, para más lujo, puede cantar al menos en seis idiomas. Hay quienes disfrutan llamándole “el alienígena”. Yo prefiero imaginarlo como un ángel que nos viene a enseñar que la belleza bien puede ser infinitamente ilimitada.