La noche del 13 agosto Liudmila Pedraza, 23 años, se la pasó bailando guanicheo, el nuevo baile cubano que causa furor, en una discoteca del apacible reparto Miramar, al oeste de La Habana.
Su pareja de baile era su nueva conquista: un joven alto de tenue barba rojiza oriundo de Kansas, que vino a Cuba a recoger información para un documental sobre las especies marinas y acabó enamorándose de una chica desenfadada y alegre, que reside en un barrio duro de la parte antigua de la ciudad.
“La pasamos súper. Primero en la Casa de la Música de Miramar y luego nos fuimos a una descarga de jazz en el club ‘La Zorra y el Cuervo’, en La Rampa. Y ahora estamos aquí, esperando a que icen la bandera americana y escuchar el discurso de Kerry”, señala Liudmila, sentada en la acera del Malecón habanero mientras Roger, el novio gringo, intenta hacer unas fotos del gentío espontáneo que se dio cita para celebrar el histórico acontecimiento.
Cientos de habaneros llegaron a los alrededores de la Embajada de Estados Unidos en La Habana, un edificio de seis plantas recubierto de piedras jaimanitas y ventanales amplios de cristal verde, diseñado por los arquitectos estadounidenses Max Abramovitz y Wallace K. Harrison e inaugurado en 1953.
Elena, una señora delgada y locuaz con el pelo teñido de color caoba, intentaba amortiguar el sol de fuego con una sombrilla, mientras se abría un hueco entre las personas para poder ver más de cerca la llegada de la comitiva presidida por el Secretario de Estado John Kerry.
“Las veces que fui a recibir a mandatarios que visitaban Cuba lo hice convocada por el sindicato y el partido de la empresa donde trabajaba. Ahora, ya jubilada, vengo de manera voluntaria. Es que parecía imposible que Fidel, o Raúl, y Estados Unidos terminaran ‘cuadrando la caja’ (negociando)”, apunta.
Poco después de las seis de la mañana, la gente comenzó a llegar. Todos querían ser testigos de la apertura oficial de la sede diplomática. Tanto en la calle Calzada como en la que queda contigua al Malecón, se permitió el acceso al público. Unas barreras delimitaban la zona, y los cuerpos de seguridad mantuvieron un perfil discreto.
Fue una novedad ver trabajar a miembros de la seguridad cubana con oficiales del servicio secreto estadounidenses, encargados de custodiar al Secretario de Estado.
Un escolta con pinta de alero de la NBA, enfundado en un traje azul marino que a todas luces le quedaba pequeño, intentaba a pesar del calor de plomo mantener el tipo, y distendido posaba para periodistas que no fueron acreditados por el gobierno de Estados Unidos.
Teresa, hija de un ex preso político, también quería ver flotar en La Habana la bandera de las barras y estrellas. “Mi padre, que reside en Miami, no está de acuerdo con el nuevo escenario. Pero ya los cubanos estamos cansados. De todo. Del gobierno (de los hermanos Castro), del bloqueo (embargo) y de la política errada de Estados Unidos hacia Cuba, porque afecta a los ciudadanos, no a los gobernantes”, dice vestida de blanco y con una pulsera de su religión en la muñeca derecha.
Una vecina de los alrededores se acercó con su jaba de saco para ver el histórico momento. “Después que salí del agro me llegué hasta aquí. Tengo fe, espero que las relaciones con Estados Unidos mejoren nuestro nivel de vida. Ya al gobierno se le acabó el cuento del bloqueo”.
Con todas las personas con las que uno habla, sean disidentes, revolucionarios o gente de a pie que observa el panorama desde las gradas, consideran que, de una forma u otra, es responsabilidad de Obama involucrarse en el futuro de Cuba.
Opositores como Antonio Rodiles, Berta Soler y Jorge Luis García Pérez, “Antúnez”, culpan al inquilino de la Casa Blanca de “legitimar a la dictadura de los hermanos Castro y reforzar la represión”.
Llevan 17 domingos consecutivos protestando y recibiendo golpizas e insultos en un parque a tiro de piedra de la Quinta Avenida de Miramar. Otro segmento de la disidencia, entre ellos Manuel Cuesta Morúa, Laritza Diversent y Miriam Leiva, apoya el nuevo trato.
Pero no es fácil cortar el cordón umbilical del miedo. Cuando usted charla con habaneros como Josué, chofer de un taxi colectivo, y escucha su narrativa sobre el futuro de las relaciones entre ambas naciones, puede pensar que los cubanos son ingenuos y soñadores o están despistados.
Por estos lares ha aterrizado la ciencia ficción política. Ya Josué avizora cafeterías de comida rápida en cada esquina, tiendas Apple y una Habana remozada y repleta de rascacielos.
“Miami volverá a ser un pueblo de campo. La Habana siempre fue una ciudad cosmopolita y coqueta, señala después de ver izar la bandera de franjas rojas y blancas tachonadas de estrellas.
Muchos creen que el generoso Tío Sam abrirá un cheque blanco y rescatará las ruinosas edificaciones e infraestructuras del cuarto mundo que han transformado a Cuba en un país con un millón de graduados universitarios y calles al estilo de Zimbawe.
Desde llamar por teléfono a la Florida para que un pariente gire un billete de a cien dólares, hasta la pléyade de opositores que no se cansan de montar en avión para hablar en Miami lo que se puede discutir en La Habana, de manera inconsciente, infinidad de cubanos piensan que es responsabilidad de los americanos erigir un nuevo y mejor país.
Desde luego, el folclor de la camada de estadounidenses que visita el manicomio ideológico de Castro poco ha cambiado. Si antes de 1959 veían a Cuba como un casino gigante, donde todos sonreían, tocaban maracas y bailaban rumba, ahora la Isla es sinónimo de autos norteamericanos viejos, ruinas y desconexión del mundo moderno.
Un buen ejemplo de esa simbología fueron los tres Chevrolet, que con toda intención colocaron en el Malecón, frente por frente a la tribuna donde Kerry iba a ofrecer su discurso.
El mensaje que se intentaba vender era claro: Estados Unidos viene a salvar a Cuba. Y, de una manera u otra, muchos en la Isla se lo creen.