El 20 de mayo de 1902 ¿fue un día infeliz para el pueblo cubano? No hay respuesta incontrovertible: sí y no.
Si la pregunta fuera: el 20 de mayo de 1902 ¿fue un día infeliz para Cuba? casi me apresuraría a responder afirmativamente. El resultado de tantos años de lucha no fue el previsto por la mayoría de nuestros mejores hombres, aquéllos a quienes les fue la vida en ello, y las imposiciones del país interventor fueron, entre otras cosas, motivo de frustración y cuna de escépticos. Pero la pregunta que propone el título no involucra a la nación cubana sino al pueblo, y no es raro que me sienta tentado, desde hace algunos años, a deslindar la una del otro, como si entre ambos se hubiera abierto una grieta y cualquier afán de confundirlos en una sola realidad me inquietara.
El 20 de mayo de 1902 no fue un día infeliz para el pueblo cubano: quien lo dude --y sé que lo más común es dudarlo o dar esa impresión, porque lo contrario es políticamente incorrecto-- debe visitar el Archivo Cubano de la Biblioteca de la Universidad de Miami y, lejos de atracarse de libros de Historia y análisis prejuiciados, repasar los testimonios de algunos testigos de los hechos que tuvieron lugar aquel día; testimonios publicados por la prensa de la isla con motivo del cincuentenario de la independencia de la República.
El término "independencia" no es, en esta oportunidad, elección mía sino de Jorge Mañach, a quien en estos y otros asuntos suelo prestar atención no sólo por cuestiones de fondo sino de forma. Leer a Mañach es siempre una lección de decencia expresiva. Reproduzco un par de fragmentos de un artículo suyo titulado "Reflexiones ante el cincuentenario", publicado en 1952:
"Anda por ahí la idea --harto explicable-- de que este 20 de Mayo debiéramos estar más bien de duelo patrio, como si se hubiera eclipsado el objeto de nuestro júbilo, la razón de gozo que para esa gran fecha nos prometíamos.
Sin embargo, esa idea no es enteramente correcta. El cincuentenario --lo recordó oportunamente la Academia de la Historia-- no es de la República. Ésta existía ya, siquiera fuese formalmente, desde mucho antes de 1902; desde que la establecieron los patricios del 68 en plena manigua. Pero existía en un ámbito cubano todavía dependiente, porque primaba sobre él un poder sentido como ajeno, como extranjero. Lo que ahora se cumple justamente es el medio siglo de emancipación de toda voluntad que no fuera la de nuestro pueblo. Es, pues, el cincuentenario de la independencia; y así entendido, como históricamente hay que entenderlo, no se trata de una ficción ni el honrarlo constituye un sarcasmo".
Mañach reprueba la Enmienda Platt, celebra su derogación, no obvia lo que aún queda por resolver, avala la frase de Manuel Márquez Sterling: "Contra la injerencia extranjera, la virtud doméstica", y cierra uno de sus párrafos con una frase cuya vigencia abruma: "Podemos celebrar la soberanía de Cuba respecto de los demás pueblos; no la soberanía del pueblo ante sí mismo".
El 20 de mayo de 1902 el pueblo cubano estuvo de fiesta. Su prioridad había sido independizarse de España, opresora y sujeta al pasado, y España había sido vencida. Estados Unidos justificó los más vivos temores de Martí, expresados en su última carta a Manuel Mercado, pero representaba el futuro, es decir, el progreso (aunque éste no sea siempre el caso), y entre las alternativas ofrecidas por el gobierno interventor a quienes se harían cargo de gobernar a Cuba, la Enmienda Platt no debe de haber sido la peor. El pueblo cubano había soñado ver ondear a la bandera cubana en el Morro y ese día la vio.
Entre los testimonios recogidos por la vieja prensa cubana con motivo del cincuentenario de la independencia, escojo el del periodista Enrique H. Moreno publicado en el número de la revista Bohemia correspondiente al 18 de mayo de 1952. Medio siglo atrás Moreno, un joven de 20 años, era el único reportero del diario El Nuevo País, y como tal acudió al Palacio de los Capitanes Generales para presenciar el cambio de poderes entre el general norteamericano Leonard Wood y el presidente Tomás Estrada Palma:
"Eran las diez de la mañana cuando llegué a Palacio. A lo largo de las aceras que circundan las manzanas de edificios que rodean la Plaza de Armas, un gentío inmenso se agolpaba. La Plaza estaba desierta. Es que la Policía la había despejado de concurrencia porque en ella, casi enseguida, habrían de situarse tres compañías de la Artillería Cubana que, dirigidas por el Capitán José Martí, el hijo del Apóstol, harían guardia de honor en el lugar...
De toda la isla habían llegado miles y miles de personas. La curiosidad, repito, el sueño, la aspiración, el deseo ferviente de todos era contemplar en El Morro la bandera cubana. Por eso, a lo largo del Malecón, que sólo llegaba a Galiano, en el murallón que corría desde el Castillo de la Punta a la Cortina de Valdés, una abigarrada muchedumbre se apretujaba y, plena de alegría, vitoreaba a Cuba y a los americanos que, por fin, rompían el último eslabón de la cadena que impedía la libertad de la patria amada.
Volvamos a Palacio... Frente al Templete se situó una batería de artillería ligera. Iba a ser la primera en saludar la bandera de Cuba al subir, enhiesta, al mástil del viejo Palacio de los Capitanes Generales (...) Se oye un ruidoso aplauso, y ante el Palacio llega el General Máximo Gómez. Un murmullo primero, luego un intenso vocerío, seguido de una estruendosa ovación, anunció la llegada del señor Estrada Palma. Eran las 11:30 de la mañana. Trescientas, quizás cuatrocientas personas, llenaban el Salón Rojo. No se podía dar un paso. La numerosa concurrencia, formada por lo más representativo de Cuba, hablaba en voz baja, casi musitaba. Algunos, como impacientes, consultaban sus relojes.
Pronto se oye un rumor y ruido de pasos. Por el patio que bordea el gran patio del Palacio avanza un grupo, no muy numeroso. Se destaca la fornida figura del General Wood, vistiendo de gala, y a su lado el señor Estrada Palma, menudo, parece nervioso. Van a dar las doce meridiano del día más bello que hasta entonces había tenido Cuba...”