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El arte de retratar a un cubano futuro


El autor descubre un retrato de Eliseo Alberto (1951-2011) hecho por José Martí (1853-1895)

Uno vive de proyectos, y quien dice “de proyectos” dice de ilusiones, y quien dice “de ilusiones” dice de ganas de vivir, que es lo mismo que decir de ganas de ser y de hacer, aunque en ocasiones esas ganas puedan resultar poco menos que insensatas.

Una vida sin proyectos es un barco al que la madera de que está hecho le ha jugado la mala pasada de echar raíces, pero no con el fin de alimentarlo o de protegerlo del vaivén de las mareas, sino de podrirle. El mundo está lleno de esas embarcaciones, y es probable que una multitud de ellas la compongan los cubanos que dentro y fuera de la isla se han cansado de esperar y, más que desesperar, han advertido cómo su desesperanza ha echado raíces en un abismo que ya no alcanzan a distinguir si está fuera o dentro de ellos.

Entre los proyectos que he acariciado de manera recurrente y que me devuelven no sé qué ilusión de estar más vivo de lo que a veces sospecho, se encuentra el de una compilación de retratos literarios hechos por José Martí: no es ocioso precisar el carácter de esos retratos, existen varios dibujos del autor y, entre ellos, más de un autorretrato.

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¿Quién tiene ojos, y no es pintor?, se preguntaba él mismo sin percatarse, por generoso, de que el mundo está lleno de ciegos que no tienen conciencia de serlo, y hasta de ciegos voluntarios, decididos a no ver y orondos de haber tomado esa decisión. Él, tan excepcional, se creía igual a todos, cuando era raro que otros vieran lo que él veía y, más raro aun, que pudieran compartir lo visto con la exactitud y la economía de medios que él podía hacerlo: Cabeza redonda: empaque a lo Grant, --gabán azul: mirada de adentro: zapato bien lustrado: nueva especie de urbanidad: quevedos de oro. Acentúa con la mirada la frase que lee. Habla como de memoria: no me parece que me ha hecho un hombre la visita, sino una bala de cañón. Agente de libros.

La vocación de retratista de José Martí merece, más que un estudio, una exposición, un libro como una galería de arte donde los cuadros no estén hechos de imágenes sino de palabras. Si me dieran a escoger entre sus retratos uno, no dudaría en inclinarme por el de David, aquel hombre humilde que le acompañó en una lancha en el trayecto de Montecristi a Cabo Haitiano: ágil y enjuto, ya estaba al alba bruñendo los calderos. Jamás pidió, y se daba todo. El cuello fino, y airoso, le sujetaba la cabeza seca: le reían los ojos sinceros y grandes: se le abrían los pómulos decidores y fuertes: por los cabos de la boca, desdentada y leve, le crecían dos rizos de bigotes: en la nariz, franca y chata, le jugaba la luz. Nótese el uso de los dos puntos. Es como si cada par aislara un rasgo específico del rostro del modelo y, simultáneamente, invitara al lector a pasar a otro, sin olvidar algo más trascendental que el semblante del individuo: la persona: Jamás pidió, y se daba todo.

En uno de sus cuadernos anota cuál podría ser su ideal como retratista: En un verso pinta un carácter. Pero el afán se extiende a la prosa. A Eloy Escobar, escritor venezolano, lo resume en una frase: Era pálido, como su alma. La abstracción llega al punto de reducir al retratado a una sola de sus facciones: labios de lacre. O: nariz de alma. Y de prescindir de cualquier otro punto de referencia, incluso del nombre del susodicho.

Cabe señalar que esa afición al retrato no excluye a los animales. He visto pocos mejor representados, por dentro y por fuera, que éste: Un Don Quijote de los insectos: gris, recto como un canutillo; fino como una hebra de hilo, muy alto de cabeza, montado sobre ocho patas, como sobre zancos. Andar digno. El retrato en Martí incluía, como todo buen retrato, una dimensión moral, aunque se tratara de un insecto: la mariposa va donde las alas la llevan. Más que la mariposa, pintaba la fatalidad.

Hay un aspecto de su obra en el que alguien debería hurgar más: la afición a un arte que no alcanzó a conocer: el cine. Quien lee los poemas de “Versos sencillos” que muchos identifican con títulos que Martí eludió pero que se han impuesto por necesarios --vayan dos: “La bailarina española” y “Sueño con claustros de mármol”--, y los lee con detenimiento, advierte que lo que se despliega ante él es, más que un texto, un cortometraje; que la página es pantalla; el escritor, camarógrafo; las estrofas, fotogramas; el tiempo en que se utilizan los verbos, electricidad, y el resultado, una película no siempre muda: la repetición de la consonante “t” en un verso de “La bailarina española” permite escuchar el sonido de los zapatos de la artista contra el tablado: lentamente taconea.

No satisfecho con retratar todo lo que veía en su entorno, José Martí también retrataría personas muy posteriores a él: retrataría el futuro. La muerte de Eliseo Alberto (Lichi) el pasado 31 de julio, a quien quise fraternalmente, en quien admiré una nobleza inusual entre nosotros, y cuya pasión cubana parecía haberle comido el centro para abrir en él un pozo de lágrimas, un pozo en cuya superficie flotaban y se desleían las imágenes de sus seres queridos, las de su país maltrecho y los versos de su padre, me animó a hacer un retrato suyo, a recordarle con aquella tristeza mayor –y sin embargo risueña, por urbanidad y finura de espíritu-- que intentaron mitigar mujeres y amigos. Nunca, hasta él, había visto un hombre tan abatido; nunca, tampoco, había visto a uno tan presto a impedir que ese abatimiento echara a perder a otros la fiesta del amor a Cuba y de la amistad: debajo de la misma mano con la que se cubría los ojos y se secaba la cara asomaba una sonrisa y, en seguida, una ocurrencia con la que se apresuraba a restarle importancia a tanta desolación renovada. La debacle de la isla lo había roto más allá de toda reparación pero él reunía y amontonaba sus pedazos, aquéllos que aún conservaba, y por un rato daba la impresión de un ser entero.

El recuerdo inesperado de un apunte de Martí me disuadió de hacer ese retrato: ahí estaba su cifra. Sólo que Martí tuvo la gentileza de darlo por autorretrato, de manera que si el verdadero modelo, aún por nacer, se topaba un día con él, no se sintiera tan solo, comprobara que ese retrato suyo era también el del artista.

No conozco mejor retrato de Eliseo Alberto que éste hecho por José Martí a finales del siglo XIX: Oigo en todas partes sollozos –porque estoy lleno de ellos.--

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