Nací en La Habana el 10 de noviembre de 1942 y al igual que otros muchos cubanos de mi generación, me tocó vivir dos dictaduras: la de Fulgencio Batista (10 de marzo de 1952-31 de diciembre de 1958), y la de Fidel Castro, quien al llegar al poder prometió libertad y democracia, pero pronto eliminó el Habeas Corpus, prohibió las huelgas obreras y acabó con la libertad de prensa y el multipartidismo. El 25 de noviembre de 2003, junto a mi hija y mi nieta mayor, salimos legalmente del país rumbo a Suiza, donde las tres residimos como refugiadas políticas. Durante los 61 años que viví en Cuba en dos ocasiones estuve detenida en calabozos de estaciones de policía: el 21 de enero de 1997, detención que ya conté en Martí Noticias, y el 1 de marzo de 1999 sería publicado en Cuba Free Press. A continuación, una versión actualizada:
"¡Oye, qué cantidad de negros!", escuchamos decir a una señora cuando en la Avenida 51, Marianao, mi prima Lydia Roca y yo nos bajamos de un camión de pasajeros y doblamos por la Calle 100. Efectivamente, desde lejos se podía apreciar la extraordinaria presencia de hombres de la raza negra parados por las esquinas, solos, en parejas o en pequeños grupos. Muchos debajo del abrigo o la camisa, llevaban un pulóver blanco en el cual, si uno se fijaba bien, en letras rojas decía Contingente Blas Roca.
Ese contingente era un colectivo de constructores creado por Fidel Castro unos meses después de la muerte, el 25 de abril de 1987, de Blas Roca Calderío, viejo líder comunista y padre de cuatro primos míos por línea materna: Lydia, la que me acompañaba y que murió el 26 de septiembre de 2013, a los 76 años; Francisco, ex coronel del Ministerio del Interior; Joaquín, obrero en una fábrica en la barriada de Luyanó, y Vladimiro, especialista en relaciones económicas internacionales y reconocido disidente.
Los cientos de hombres diseminados a lo largo la Calle 100, negros y mulatos en su mayoría, fueron movilizados para impedir que opositores, activistas de derechos humanos, periodistas independientes o familiares no autorizados por el Departamento de Seguridad del Estado (DSE), pudieran acercarse al Tribunal de Mariano, en 100 y 33.
El lunes 1 de marzo de 1999, en el banquillo de los acusados habían sentado a una mujer y tres hombres, todos mayores de 50 años, profesionales, pacíficos, cuyo único delito era haber creado una organización nombrada Grupo de Trabajo de la Disidencia Interna y en 1997 haber redactado un documento titulado La Patria es de Todos. Martha Beatriz Roque Cabello, Félix Bonne Carcassés (fallecido el 6 de enero de 2017), René Gómez Manzano y Vladimiro Roca Antúnez llevaban 19 meses detenidos, en celdas de máximo rigor, diseminadas por toda la isla.
Entre 1959-1961 fui mecanógrafa de Blas Roca y otros integrantes del Comité Nacional del Partido Socialista Popular, en Carlos III y Marqués González. Blas me vio nacer: mi padre era su guardaespaldas y mi madre era hermana de su esposa Dulce Antúnez. Para los que conocimos bien a Blas, no pudo haber sacrilegio mayor. Por eso Lydia y yo nos horrorizamos al ver aquel despliegue y que nuevamente, como ya hizo Fidel Castro cuando el Maleconazo, movilizó a miembros o supuestos miembros del Contingente Blas Roca con fines represivos.
A la altura de la Calle 39, cruzamos a la acera de enfrente. En la Calle 35 había tres jóvenes de la raza blanca, vestidos de civil, cuyas miradas nerviosas delataban su 'oficio': agentes de la Seguridad del Estado. No habíamos caminado ni tres metros cuando un policía nos mandó a pararnos. Dos segurosos se acercaron rápidamente y se colocaron delante de nosotras. El que vestía pulóver blanco -sin el logotipo del Contingente Blas Roca- me miró y preguntó: "¿Tania Quintero?" Sí, respondí. "Acompáñeme", dijo y con la mano señaló hacia un Lada azul, bastante destartalado. Estaban apurados. Faltaban 20 minutos para que comenzara el juicio político más importante de los últimos años.
Y todo debía estar en orden. Había que transmitirle al mundo que en Cuba reinaba la tranquilidad ciudadana, que no había oposición al régimen, que el apoyo era del 99 por ciento de la población y que la calle seguía siendo de los revolucionarios y, a partir de ahora, de los ' revolucionarios negros'. Todo bien calculado. Los cabo atados con la meticulosidad que caracteriza a los gobernantes cubanos a la hora de manejar situaciones conflictivas, sobre todo si ellos creen que detrás está la mano de Estados Unidos, el enemigo público número uno del castrismo.
Por toda despedida, mi prima Lydia me dió un paquetico de galletas que ella llevaba, por si la vista oral se extendía demasiado. Subí al viejo auto ruso. Dentro me aguardaban tres tipos negros. El más joven era el chofer. Y aunque vestía deportivamente, a la legua se le veía el porte militar. Los otros dos rondaban los 60. Estaban tensos. Tal vez porque también rondaba los 60 o porque me mantuve ecuánime. Me acomodé en la parte posterior del Lada. Abrí la cartera y saqué el periódico que temprano en la mañana había comprado, Trabajadores, que salía los lunes. Traía un suplemento con modificaciones al Código Penal, pero no me dió tiempo a empezar a leer: enseguida llegamos a uno de los centros de operaciones que el DSE había preparado para el día que decidieron vestir de negro la represión: la unidad de instrucción policial de 7ma. y 62, Miramar.
Miré el reloj: faltaban quince minutos para las 9 de la mañana. Me sentaron en un banco a la entrada, en eso vino el que hizo de chofer y me pidió el carné de identidad. Minutos después llegó otro carro. De él se bajó Raúl Rivero, quien se sorprendió al verme allí. Dos horas más tarde, ya en el calabozo de mujeres, comprobaría que de la agencia de periodismo independiente Cuba Press, seis habíamos sido arrestados: Raúl, Odalys Curbelo, Juan Antonio Sánchez, Orlando Bordón, Héctor González y yo. A diferencia de ellos, yo no había sido detenida por pretender reportar el juicio, sino porque me consideraba con derecho a asistir al ser parienta cercana de uno de los encartados.
Poco después, a la unidad de 7ma. y 62 arribarían cuatro disidentes más y de haber sido procesados, nos hubieran aplicado el artículo 207 del Código Penal, asociación para delinquir, con sanciones previstas de multas o privación de libertad de tres meses a tres años. Además de Odalys y yo, detuvieron a otra opositora, Dulce María de Quesada, de 50 años, perteneciente al Movimiento Demócrata Cristiano. Las dos compartiríamos la parte de abajo de una litera de cemento gris. En un calabozo para seis mujeres, habíamos ocho: tres 'políticas', y cinco 'comunes', la mayor de 31 años y la menor de 16. De las cinco 'comunes', tres eran jineteras, una, la más agresiva, delincuente, y la otra, informante o chivata. De las ocho, solo dos eran blancas. El resto, negras o mulatas.
Por suerte, no tuve que soportar largos interrogatorios, como en enero de 1997. Y pese a la frialdad lacerante, natural en los calabozos cubanos, por la noche, luego de poner la cabeza sobre mis zapatos, logré dormir en la 'cama de piedra' y hasta me sonrié al recordar el corrido mexicano que en mi infancia se escuchaba en la voz de Pedro Infante: "De piedra ha de ser la cama, de piedra la cabecera..." Al día siguiente, martes 2 de marzo de 1999, alrededor de la una de la tarde me vino a buscar un policía y me y condujo a una oficina, donde un seguroso me entregó mis pertenencias y me dijo que estaba libre. Tenía 20 pesos en la cartera. Cogí un taxi que por 10 pesos me dejó en Prado y Malecón, y para no gastar más dinero, me quedé esperando la ruta 4, que paraba en Prado y Cárcel y me dejaba en la esquina de la casa, en Carmen y 10 de Octubre, en la conocida Plaza Roja de La Víbora.