Un texto publicado recientemente en Cubanet, aborda el trillado tema del pésimo estado de la educación en Cuba, el fraude y la mala preparación de maestros y estudiantes, entre otros aspectos relacionados, desde una perspectiva un tanto anecdótica, a partir de un diálogo del reportero con dos individuos que realizaban trabajos comunales como barrenderos, uno de los cuales resultó ser un maestro que cumple una sanción de cinco años –tres de ellos con internamiento en la cárcel– , por el delito de “abuso escolar”, debido a que un día “perdió los estribos” con un estudiante suyo “y le propinó un par de reglazos”.
Dejando a un lado lo discutible del testimonio del supuesto “maestro”, tan desmedidamente sancionado por una falta leve, si se compara con otras más graves y lesivas a la moral que se reportan casi a diario en los centros de enseñanza y que se diluyen en la más absoluta impunidad; el texto resulta un botón de muestra del daño sufrido por la educación pública cubana y la manera en que éste se transfiere inconscientemente a la población. De hecho, en su contenido y en el enfoque en que se aborda el caso diríase que justifica el maltrato físico de un maestro contra un alumno, “el más indisciplinado y bruto del aula”, so pretexto de querer “enderezarlo, para que fuera alguien en el futuro”. En vano, porque “el muchacho resultó un caso perdido”.
Se trataría, en cambio, de un caso evidente del adulto que descarga su frustración, su impotencia y sus complejos reprimidos, contra el elemento más débil: un menor. Falta más condenable por cuanto se trata del sujeto al que se le ha confiado la custodia y educación de ese menor durante largas horas del día a lo largo de diez meses del año. ¿Cómo podríamos solidarizarnos con esto? Con maestros así los torturadores del régimen corren el peligro de quedar cesantes. Definitivamente, hemos retrocedido al medioevo.
Sin embargo, el propio reportero parece sentir empatía por el presunto (“buen”) maestro y hasta rememora con cierta añoranza sus años de alumno de primaria, en los que –según declara– “las maestras tenían una gran regla junto al pizarrón y era normal el castigo de los reglazos en la palma de la mano, cuando algún alumno se portaba mal”. No sé dónde habrá estudiado el colega Correa ni puedo imaginar lo traumático que debe haber sido cursar estudios bajo la amenaza permanente de una regla presidiendo el aula, puesto que esa no fue jamás mi experiencia, pero es obvio que le quedaron secuelas. En todo caso, resulta alarmante solidarizarse con cualquier tipo de violencia, en especial cuando ésta se ejerce sobre los niños y desde la autoridad del educador, que se supone debe ser ejemplo, o, como dijo en su momento aquel excelso pedagogo cubano, José de la Luz y Caballero, “evangelio vivo”.
Lo digo sin reservas, como estudiante que tuvo mayoritariamente muy buenos maestros –un raro lujo en la actualidad–, como madre que no hubiera aceptado un exabrupto de violencia ni modo alguno de intimidación por parte de los maestros de mis hijos, pero en especial como profesora que nunca tuvo necesidad de apelar a los castigos corporales ni morales para hacerse respetar por los alumnos, pese a que por entonces yo era apenas tres o cuatro años mayor que mis educandos. El respeto por los estudiantes es principio esencial entre los mejores maestros, sin duda alguna, y garantiza una base sólida en las relaciones maestro-alumno-familia.
Es, cuando menos, lamentable que la violencia generalizada en nuestra sociedad haga posible que se vea como un hecho normal, e incluso como un derecho del maestro, la intimidación y el abuso físico contra los estudiantes. No se me ocurre nada más retrógrado. Por otra parte, establecer como si fuera una regularidad que “la familia (cubana) no coopera en la educación de los niños” y que, al contrario, “los mal educa”, es distorsionar la realidad y aplicar tabla rasa, proyectando la falsa imagen de una nación completamente marginal y cavernícola, como si en Cuba no existieran hogares decentes y familias que se preocupan por inculcar valores a sus hijos.
Ciertamente, medio siglo de igualitarismo ramplón y adoctrinamiento han dado al traste con una tradición pedagógica que sentó sus raíces desde los tiempos de la colonia, pero, a juzgar por el trabajo de referencia, el daño tiene mayor calado de lo que cabría suponer si desde un reporte se pretende recabar apoyo a la falta de ética profesional de un educador, aduciendo que el gran villano es la familia de los educandos. No creo que apuntalando falsedades o aupando la violencia se puedan rescatar las virtudes de la educación cubana y superar los daños maestro”, diría que quizás los tribunales fueron incluso generosos con él, porque si tras una supuesta condena de cinco años por usar la violencia contra un niño, todo lo que pretende dicho individuo es enviar un mensaje al ministro de educación para decirle que “fueron poco los reglazos que le dio al chico, comparado con lo que merecía”, probablemente debería haber recibido cadena perpetua. No sé si su víctima, aquel estudiante malcriado, habrá sacado algún provecho de la experiencia, pero lo que es el maestro, queda claro que no aprendió absolutamente nada.
Artículo publicado en Cubanet el viernes 11 de julio