No pretendo criticar a los hijos por ser hijos, ni a los nietos por ser nietos, sólo hablaré de un sector que no por ser desconocido deja de estar enmohecido. Hoy contesto a las preguntas sobre Raúl Guillermo Rodríguez Castro, el hijo de Deborah Castro Espín y Luis Alberto Rodríguez López Callejas.
El matrimonio de Vilma y Raúl fue el más iconográfico del que haya presumido la revolución cubana. Él personificaba al héroe, y ella su heroico papel de compañera, voluntaria, sumisa, y funcionaria del partido. De la unión Castro-Espín nacieron cuatro hijos preciosos que luego afearon con el tiempo. El primero de los nietos, el pequeño Rodríguez Castro, de bebé era solitario, travieso, alegre y testarudo, ya entonces se adivinaba en su comportamiento una lógica tendencia autoritaria.
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Haber nacido varón, con la habilidad calculadora del padre, y un sexto dedo heredado por línea materna, despertaron en el abuelo Raúl lo que podríamos describir como una mezcla de amor, regocijo y compasión. Raulito se convirtió en el favorito. Y no en pocas ocasiones El General jubiloso lo presentó con una frase que por cursi provocaba burla en lugar de admiración “Mi nieto es una belleza de mármol, un coloso con cara de niño”. La creatividad de El General, aunque había mejorado bastante, continuaba invadida por conceptos grandiosos y épicos.
Seguramente esperanzados en construir un dechado de virtudes, los familiares hicieron de este pequeño angelito un inútil mamarracho. Así, cuando matriculó en lo que fue su escuela primaria “Gustavo y Joaquín Ferrer”, sólo andaba acompañado de inseparables halagos y de un escolta insoportable que provocaba entre los chicos de su edad un desagradable encanto.
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Rodeado, o quizás concurrido por su escandalosa soledad, arribó a la secundaria básica “Josué País”. A la sazón ya era un jovenzuelo a quien le gustaba molestar, y le disgustaba lo demás. Alérgico a todo el espectro del respeto, se sentía el santo grial del dominio y disfrutaba cierto morbo sabiéndose el protagonista de pesadillas ajenas. El excentricismo de la edad, más la constante visión de su entorno familiar, lo empujaron a beber, a fumar, a caminar por senderos que algunos mayores llaman “malos pasos”, y a adoptar una actitud vehementemente racista que por momentos lograba poner en aprietos a sus más leales amigos, familiares y benefactores. Por respeto no menciono el nombre de la muchachita que expulsaron del aula por negra, o mejor dicho, porque el Nieto de General implantó su decreto de no compartir el mismo espacio con aquella condiscípula porque - según él - los negros además de feos y brutos, hieden.
Por esa época, la palabra gracias también había sido erradicada de su diminuto diccionario. Absolutamente comprensible, Cuba padece un sistema feudo liberal con una cúpula dictatorial y anarquista; no tenía por qué agradecer lo que por derecho cree suyo. Nadie aprende a decir gracias si no está realmente agradecido.
Desagradecido, sin frenos, y justo en el momento que hablar de economía era tema de moda, Raulito, el hoy escolta presidencial, decide estudiar en la Facultad de Economía de La Universidad de La Habana. Es común, e incluso razonable, que deportistas de alto rendimiento estudien Licenciatura en Deporte y las competencias internacionales sean sus exámenes estatales. Usando este mismo principio, y después de un convencimiento que incluyó alguna presión, la rectoría del plantel universitario al quedarse sin opción, entendió que al alumno en cuestión, alto, rubio, de fuerte complexión y zafios modales, se le debían otorgar honoríficas calificaciones debido a su participación como invitado especial a paseos gubernamentales. Su reiterada ausencia a clases no fue tomada como un deterioro intelectual, sino como ayuda al patrimonio nacional.
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Corrían aires de cambio, el mapamundi trasmutaba sus colores y esta familia, por ordenes de su patriarca, necesitaba unirse más. En un acto de humildad y sacrificio, el tío Alejandro Castro, conocido por El Coronel con menos grasa corporal que materia gris en el cerebro, se apareó con una ex novia de su sobrino Raulito y así enarbolaron la extraña pasión familiar por la propiedad común. De manera que, los domingos, el clan disfruta de los exóticos manjares que aún prepara el viejo Chute (el cocinero Jesús); y el resto de la semana, sobrino y tío revisaban su propio código conductual compartiendo la misma mujer. Puede parecer inmoral, pero nada novedoso; se sabe que Vladimir Ilich Lenin y su esposa Nadiezhda Konstantinova Krupshaya, paseaban, vivían, y se entretenían con Elizabeth D’Herenville (Inessa). Claro, existen las diferencias, al líder de los bolcheviques, su pareja, y la mutua concubina, no los unían lazos de consanguinidad.
El jefe del Departamento de Seguridad Personal del Ministerio del Interior, y algunos otros a su mando, al sentirse amenazados por la posibilidad real de ser cruelmente suplantados por un sano y poderoso retoñito familiar, con muchísimo cuidado lo intentan ridiculizar echando a correr algunas frases que con sutileza ponen en boca de la opinión popular: “Escolta 2”, “no se sabe si el nieto cuida al abuelo o si el abuelo cuida al nieto”, “a uno tengo que cuidar, y al otro debo vigilar”,… En fin, que el muchacho es criticado, pero intocable.
Raulito se casó, y en la boda se escucharon los acordes contagiosos de La Charanga Habanera, una orquesta que, como otras, decide intercambiar talento por caricias de poder. Tiempo después se divorció, dejó una niña en camino, y anda en planes de otra boda.
El Linaje Castro Espín es como una organización benéfica en post de la mezquindad donde el sentido común es el menos común de los sentidos. Raulito es una víctima que no alcanzó a ser diferente. Hoy se autodefine patriota y defensor de esas ideas que quizás por enaltecidas inspiran saqueos y revolución. Le recrea un ardor enfermizo por impresionar a las personas que están por debajo de su condición social. Es paranoico y, como únicamente ha leído algunas páginas alternas de la vida de Julio César; está realmente convencido de que el final de su abuelo Raúl se reducirá al asesinato en un acto de venganza por parte de su propia escolta. Decir más, sería redundar.