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El repartidor de papeles


El autor acaricia la posibilidad de celebrar la llegada del otoño reintegrándose a su primer oficio.

La llegada del otoño espabila el recuerdo de algunos poemas relacionados con él, y como los árboles reparten hojas, tienta salir a la calle a repartir esos poemas en papeles de colores típicos de la estación --amarillos, naranjas, rojos, ocres, marrones-- e invitar a quienes no tengan reparo en detenerse y leerlos, a comentarlos y a disfrutar juntos, en la intemperie encendida, de la vieja y siempre renovada necesidad de las palabras de exponernos a formas insospechadas de percibir el mundo.

Ningún hombre más árbol que aquél que se planta en medio del otoño y ofrece versos como los árboles hojas, versos suyos y ajenos, es decir humildes y hermosos, pero escritos y transcritos con fervor, como si más que empuñarlos y ofrecerlos los segregara, se le escurrieran de las palmas de las manos: Necesidad de hacer música mía, / y de arrancarme hojas / en un otoño voluntario, reconocía Agustín Acosta.

El vendedor de periódicos disfruta de un otoño perenne; el billetero y el repartidor de volantes, también; los que asisten a las bodas y se marchan rociados de confeti, de un otoño en miniatura; la taquillera, de un otoño teatral; los cajeros, de un otoño automático; la cartomántica, de un otoño reversible; el cartero, de un otoño a cuentagotas; las urnas electorales, de un otoño secreto; las imprentas, de un otoño tan real que algunos de los medios de prensa que purgan reciben el sambenito de “amarillos”. Me pregunto si estas ganas de ser uno de ellos no responderán a un anhelo inconsciente de volver a las postrimerías de mi infancia cuando, recién llegado al exilio, comencé a ganarme la vida distribuyendo, de casa en casa, la propaganda impresa de un mercado de abarrotes.

Tenía trece años y las puestas de sol me sorprendían visitando jardines y portales donde nunca faltaba el vecino iracundo que clamara contra el mocoso que allanaba su propiedad, o un perro que, colmillos por delante, me saliera al paso y se desgañitara, forzándome a retroceder con el fajo de papeles enrollado a manera de estaca. El otoño era yo, aunque mi edad lo refutara, y es cualquiera: está, dice Edmond Jabès, en el corazón de las estaciones. Todas están destinadas a él. Hasta el invierno otoña. Se lleva dentro como la vida la muerte.

Un folio marrón recogería el testimonio de alguien que advierte cómo los cambios que tienen lugar en los árboles se extienden a él, donde todo va siendo desprendimiento interior, pila de horas mustias o remolino de ellas, humus:

¡Cuánta hoja seca!

El otoño es el mismo

dentro que fuera.

Un folio amarillo, el testimonio de un insomne que sale a pasear, tropieza con una hoja noctámbula y distingue en ella a un igual, y en el encuentro, un designio. La noche tiene detalles que las criaturas ignoran:

Hoja sin árbol,

¿por qué azar de la noche

nos encontramos?

Una hoja seca y un hombre solitarios, llevados y traídos por quién sabe qué fuerzas, pueden reconocerse y acompañarse.

Un folio púrpura divulgaría las palabras de alguien que conversa con una ciudad cuyos árboles, en otoño, tan pronto sirven de fogata a la gente sin hogar como al visitante desprevenido:

Un arbolito

de hojas rojas me salva,

Louisville, del frío.

El camino hacia la muerte es el camino hacia nuestra propia consumación: hasta el instante de morir no somos todo lo que somos. Morir es completarse. Un folio ocre revelaría el caso de un curioso en quien forcejean un vestigio de juventud y las señales, cada vez más perentorias, de su mortalidad:

Avanzo a tientas,

rumbo a mí, desde mí,

verde hoja seca.

Un folio naranja reproduciría unos versos del poeta estadounidense Russell Edson fielmente traducidos al español por el cubano Juan Cueto-Roig.

Hubo una vez un hombre que encontró dos hojas

y con cada una en cada mano

entró a la casa diciendo a sus padres

que era un árbol.

A lo que ellos respondieron entonces sal al patio

y no crezcas en la sala

que tus raíces pueden arruinar la alfombra.

Él les contestó yo estaba bromeando yo no soy un árbol

y dejó caer las hojas

Pero sus padres dijeron mira es otoño.

Nada más quisiera, que dijeran de él, el repartidor de papeles.

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