El nazismo y el comunismo comparten el prontuario criminal más horrendo de la historia contemporánea. El primero cuenta con un récord espantoso, aunque solo tuvo poco más de doce años en el poder. Aterra imaginar si hubiera gobernado más tiempo a qué extremos hubiera llegado el sadismo del holocausto y la crueldad de la Gestapo y las SS, muestras de lo denigrante que puede llegar a ser la condición humana.
Por su parte, el marxismo, con todas sus variantes imaginables, está depredando la humanidad hace más de un siglo y todavía hay países donde esa forma de opresión sigue devastando a sus ciudadanos y amenazando a terceros, sin que esa práctica avergüence a quienes guardan silencio cómplice ante tantas tropelías por tal de obtener beneficios.
Personas que como dice el escritor José Antonio Albertini, optan por callar ante los abusos interminables de una ideología responsable de la muerte de más de cien millones de seres humanos, individuos que favorecen las elites que abusan del poder cuando estas usan como argumento una justicia que son incapaces de aplicar.
El totalitarismo asfixia al pueblo que lo sufre. Destruye las esperanzas de los ciudadanos. Inocula el miedo en la población. Esparce la duda y la desconfianza en la comunidad, entronizando los sentimientos más mezquinos en las familias. El totalitarismo conduce a la miseria intelectual y material, a la inseguridad del creador y a la dependencia moral y económica del estado transformado en mecenas de quienes aporten al mecanismo de trasmisión del control una mayor eficiencia. El totalitarismo es el corruptor por antonomasia. Corroe las instituciones, dañando a la sociedad y a sus protagonistas de manera irreparable la mayoría de las veces.
En otros aspectos el mal está muy generalizado. Por ejemplo: la dictadura de Corea del Norte no cesa de amenazar la paz, alarmando a todos con su disposición de recurrir a la guerra nuclear si no son cumplimentadas sus exigencias. La República Popular China con todo el poderío que ha desarrollado en los últimos años aprieta cada día más la tuerca sobre el cuello de los hongkoneses, incrementa sus amenazas a Taiwán y presiona a países de su entorno con permanentes ejercicios militares que obligan a sus vecinos a participar en una carrera militar muy costosa; mientras, el tercer jinete de esta troika, Cuba, sigue aplastando a sus gobernados y continúa siendo incomprensiblemente una amenaza para la estabilidad del continente, a pesar de que solo ha acumulado fracasos en sus seis décadas de existencia.
El totalitarismo es ineficiente en todos los aspectos, pero de todos los países en los que se ha impuesto donde más ineficaz ha demostrado ser, exceptuando la represión en cualesquiera de sus expresiones y las gestiones subversivas, es Cuba.
El régimen castrista fue en su momento la esperanza de los creyentes del marxismo que repudiaban el socialismo soviético. Muchos estaban desilusionados por lo que pasaba en la URSS y creyeron que en la isla del Caribe sería posible un socialismo bueno endulzado con la azúcar, el tabaco y café que el marxismo en pocos años hizo desaparecer.
Los desilusionados de aquellos tiempos, todavía los hay en manadas, creían que lo que ocurría en la extinta Unión Soviética eran errores de los que movían los hilos del poder, negándose a aceptar que es una propuesta que niega la condición humana y que en consecuencia su construcción destruye los valores del individuo que dice defender.
Fidel Castro ofreció “pan con libertad”, en poco tiempo no había pan y menos libertades y derechos. El país se fue a la ruina y los logros alcanzado en los 57 años previos de la República se extinguieron. En Cuba bajo el totalitarismo sólo se ha conocido el racionamiento, la negación de los derechos, y la muerte y prisión por motivos políticos, por eso cuando en estos días, aún me tiemblan las rodillas, una joven, recién salida de la adolescencia me dijo “el socialismo de Cuba es una aberración, nosotros no queremos ese socialismo, tampoco el de Venezuela, queremos otro socialismo”, me espanté.