El general Raúl Castro arremete en su discurso de bienvenida al Papa, con la misma gastada retórica de una rebeldía de planfeto barato, demodé, sin asidero no ya en el presente sino en la misma historia; o en la historia como histeria.
El general habla, como su hermano el comandante, de rebeldía de los esclavos, del sistema infame de la esclavitud abolida, dice, por el heroísmo de los esclavos sublevados, pero nada dice, claro, de la esclavitud del comunismo, impuesta en la isla por más de medio siglo que, con la bendición papal, piensa el militar mantener hasta el fin de los tiempos.
Habla el general de los indignados del mundo, pero nada de los indignados, estos sí, que moran en esa isla de la desesperanza.
El Papa oye a su lado, un viejito cansado, no se sabe si de la demagogia descarada del general o de su largo peregrinar del Vaticano a México, allí donde los sicarios del narcotráfico le tributaron una tregua, y de México a Cuba, donde los sicarios del General no han decretado tregua alguna, sino que han encarcelado a más de un centenar de activistas de la sociedad civil y defensores de los derechos humanos, además de recoger a todos los mendigos y menesterosos que pudieran enturbiar la mirada no sólo del Papá, sino de la prensa y los visitantes extranjeros.
Cuando le toca el turno de discursear al Papa se le nota no ya cansado, sino hastiado, no se sabe si del General, del discurso demagógico del general o de tener en su papel de representante de Estado, de los intereses de Estado, que comulgar con un destacado representante del sistema más demoníaco que dominó buena parte del mundo durante buena parte del siglo XX y que, oh milagro, medio muere y medio vive, pero coleteando, en esa isla de los mil paredones en pleno siglo XXI.
El Papa habla en su discurso de postrarse ante la Virgen de la Caridad del Cobre en su Santuario, habla de ética y desarrollo, de amor y esperanza, la gente oye desanimada o como desde otra dimensión; la gente oye como sin alma o con alma, pero extraviada a medio camino entre el Papa y el General.
El general habla, como su hermano el comandante, de rebeldía de los esclavos, del sistema infame de la esclavitud abolida, dice, por el heroísmo de los esclavos sublevados, pero nada dice, claro, de la esclavitud del comunismo, impuesta en la isla por más de medio siglo que, con la bendición papal, piensa el militar mantener hasta el fin de los tiempos.
Habla el general de los indignados del mundo, pero nada de los indignados, estos sí, que moran en esa isla de la desesperanza.
El Papa oye a su lado, un viejito cansado, no se sabe si de la demagogia descarada del general o de su largo peregrinar del Vaticano a México, allí donde los sicarios del narcotráfico le tributaron una tregua, y de México a Cuba, donde los sicarios del General no han decretado tregua alguna, sino que han encarcelado a más de un centenar de activistas de la sociedad civil y defensores de los derechos humanos, además de recoger a todos los mendigos y menesterosos que pudieran enturbiar la mirada no sólo del Papá, sino de la prensa y los visitantes extranjeros.
Cuando le toca el turno de discursear al Papa se le nota no ya cansado, sino hastiado, no se sabe si del General, del discurso demagógico del general o de tener en su papel de representante de Estado, de los intereses de Estado, que comulgar con un destacado representante del sistema más demoníaco que dominó buena parte del mundo durante buena parte del siglo XX y que, oh milagro, medio muere y medio vive, pero coleteando, en esa isla de los mil paredones en pleno siglo XXI.
El Papa habla en su discurso de postrarse ante la Virgen de la Caridad del Cobre en su Santuario, habla de ética y desarrollo, de amor y esperanza, la gente oye desanimada o como desde otra dimensión; la gente oye como sin alma o con alma, pero extraviada a medio camino entre el Papa y el General.