La lista de culpables es larga. Se remonta al español Vicente Coba, quien envuelto en su minúscula función de celador del Cementerio de Espada no vio con buenos ojos que jóvenes cubanos, felices, y a todas luces más inteligentes que él, se divirtieran en un lugar sagrado. Pocos entienden que quienes estudian medicina y lidian con cadáveres, ven la vida y la muerte desde otro prisma.
Le siguió Dionisio López Roberts, diabólicamente inteligente, corrupto. De él nació el plan de apresar a los estudiantes para extorsionar a las familias. El dinero primero, y el odio al cubano después, fueron los ingredientes de una cadena funesta de sucesos.
Mataron a los estudiantes porque los sanguinarios eran más que los honorables. Nadie podía imponerse y salir ileso. Federico Capdevila luego del primer juicio tuvo que esconderse y disfrazarse para escapar. Nicolás Estévanez partió su sable en protesta, pero un camarero lo escondió en un café de la Acera del Louvre para alejarlo de la turba de voluntarios. Ambos eran capitanes. Solo dos.
Condenaron a muerte a cuatro estudiantes por jugar con un carro fúnebre, a uno por arrancar una flor. ¡Qué difícil imaginar que los otros tres fueron escogidos al azar! Es como que un lance de dados determine si te disparan al cuerpo. Esa era la justicia colonialista en 1871.