Una tarde de 1987 Fidel llamó a uno de los chóferes asignados a Gabriel García Márquez como servidumbre de la Casa de Protocolo Número 6 --mucama, cocinera, ayudante, camarera y dos chóferes.
El viejo Candebat, un mulato largo, de pómulos lombrosianos y guayabera del Diplomercado una talla corta para su estatura, y que manejaba uno de los Mercedes del Gabo, tenía el brazo del Comandante por arriba de sus hombros mientras éste, en la rotonda de baldosas rojas a la entrada de la mansión, le cuchicheaba al oído. Tenía tarea.
El jefe le encomendaba seguirle los pasos a Lupe Veliz, una gordita entrada en años, que había sido su amante aún siendo mujer de su ayudante y hombre de máxima confianza, el capitán Antonio Núñez Jiménez. Candebat debía llevar una cuenta acuciosa de las incursiones de Lupe en la cocina de Gabo y los platos que se servía. Candenbat me lo contó. Se trataba de alejar a Gabo de las inconveniencias de una funcionaria de alto rango -- Lupe estaba a cargo de la oficina de Relaciones Internacionales del Ministerio de Cultura. Para orgullo del mulato Candebat, “el comandante estaba en todas”.
Cuando, de rebote, se lo conté a Carlos Aldana, el secretario ideológico del Partido, él me restituyó la imagen del Fidel conspirador y no del personaje “cazuelero” (un chismoso, a la cubana). Usaba a Candebat para levantar una barrera de desconfianza alrededor de Lupe y las otras señoronas de su escuadrón volante, que revoleteaban sobre el lugar. En esta especie de sofisma que Carlos alentaba no podía despreciarse, así mismo, una lógica interior, muy del uso en nuestro entorno. Fidel no estaba haciendo otra cosa que proteger al Gabo, si bien a su vez lo espiaba.
No es la primera vez que me pasa; me ha ocurrido anteriormente que, para hablar de un escritor, empiece por Fidel. En 1981, dando los toques finales a un libro sobre Hemingway, tuve la oportunidad de entrevistar a Fidel respecto a sus lecturas de este autor y de pronto me vi reajustando toda mi visión sobre esa montaña literaria que era Ernest Hemingway por la valoración que de él podía tener uno de sus lectores: Fidel Castro. Vean ustedes, lo importante no era escribir los 43 capítulos de Por quién doblan las campanas, sino lo que le había parecido a Fidel.
Con Gabo es aún más complejo el tema dado sus estrechos vínculos con el Comandante y porque, a juicio de casi todo el mundo, lo que hace atractiva la biografía de Gabo es la del personaje contiguo. Ha habido envidia, desde luego, nada más que de pensar los cuentos que Fidel le habrá hecho, y se habla de confesiones inéditas y de un material contado en secreto durante noches y noches de conciliábulo en la Casa de Protocolo Número 6 que Gabo usará algún día en su biografía del jefe de la Revolución Cubana.
Grabriel. Este hombre bueno y remoto ha vivido fascinado con un cubano que nunca ha aprendido a pronunciar su nombre a derechas. Esa ere que se le pierde dentro de un nombre tan corto, pero tan enmarañado de consonantes, y siempre presta a saltársele de lugar no sin antes reproducirse donde el lenguaje escrito nunca la ha registrado, y tampoco, por esos pruritos tan de Fidel, de lo que debe ser adecuado y elegante, negándose como se niega, a llamarlo por el mote aceptado internacionalmente de Gabo.
Bien vistas las cosas, no creo que ningún otro interlocutor de Fidel haya pagado la cuota de ataques e incomprensiones que, por permanecer a su lado, la ha tocado a Gabo. Y lo más costoso de todo: el encarnizado silencio suyo ante cualquier episodio que otros, sin titubeo, hubiesen convertido en denuncias o agravios.
Ha sido sordo a todas las "pendejadas" que, desde Mario Vargas Llosa hasta Susan Sontag, le han endilgado durante más de 30 años de viajes a Cuba y estancias más o menos largas. "Pendejadas" es uno de sus vocablos favoritos, así que se ajusta al homenaje. El silencio. No otra cosa molesta tanto en adversarios —o nítidos enemigos— que ya no saben si el objeto de sus ataques es Fidel o Gabo. Claro que él sabe perfectamente que lo vigilan; muchas veces bromeamos sobre el asunto, y me sacaba a la piscina para que habláramos a cielo abierto cualquier nimiedad que cruzara por nuestras cabecitas de intelectuales de izquierda, aunque de esa manera él también se hacía parte del sofisma: la vigilancia era necesaria para la salvaguarda de la Revolución.
No había maldad en el procedimiento, sino, más bien, un acto justificable de prevención. Bendecíamos el estado policiaco, o al menos su necesidad. Todo por la Revolución. He ahí la razón entrañable y lo que aún hoy, a mí, me mueve a admirarlo y a quererlo aún más. Porque yo nunca he conocido a un hombre dispuesto a perder tanto por la lealtad a un amigo, a Fidel. Ah, Maestro. Qué de recuerdos.
Reproducido con la autorización del autor. Publicado en La Tercera el 4 de marzo de 2007.
El viejo Candebat, un mulato largo, de pómulos lombrosianos y guayabera del Diplomercado una talla corta para su estatura, y que manejaba uno de los Mercedes del Gabo, tenía el brazo del Comandante por arriba de sus hombros mientras éste, en la rotonda de baldosas rojas a la entrada de la mansión, le cuchicheaba al oído. Tenía tarea.
El jefe le encomendaba seguirle los pasos a Lupe Veliz, una gordita entrada en años, que había sido su amante aún siendo mujer de su ayudante y hombre de máxima confianza, el capitán Antonio Núñez Jiménez. Candebat debía llevar una cuenta acuciosa de las incursiones de Lupe en la cocina de Gabo y los platos que se servía. Candenbat me lo contó. Se trataba de alejar a Gabo de las inconveniencias de una funcionaria de alto rango -- Lupe estaba a cargo de la oficina de Relaciones Internacionales del Ministerio de Cultura. Para orgullo del mulato Candebat, “el comandante estaba en todas”.
Cuando, de rebote, se lo conté a Carlos Aldana, el secretario ideológico del Partido, él me restituyó la imagen del Fidel conspirador y no del personaje “cazuelero” (un chismoso, a la cubana). Usaba a Candebat para levantar una barrera de desconfianza alrededor de Lupe y las otras señoronas de su escuadrón volante, que revoleteaban sobre el lugar. En esta especie de sofisma que Carlos alentaba no podía despreciarse, así mismo, una lógica interior, muy del uso en nuestro entorno. Fidel no estaba haciendo otra cosa que proteger al Gabo, si bien a su vez lo espiaba.
No es la primera vez que me pasa; me ha ocurrido anteriormente que, para hablar de un escritor, empiece por Fidel. En 1981, dando los toques finales a un libro sobre Hemingway, tuve la oportunidad de entrevistar a Fidel respecto a sus lecturas de este autor y de pronto me vi reajustando toda mi visión sobre esa montaña literaria que era Ernest Hemingway por la valoración que de él podía tener uno de sus lectores: Fidel Castro. Vean ustedes, lo importante no era escribir los 43 capítulos de Por quién doblan las campanas, sino lo que le había parecido a Fidel.
Con Gabo es aún más complejo el tema dado sus estrechos vínculos con el Comandante y porque, a juicio de casi todo el mundo, lo que hace atractiva la biografía de Gabo es la del personaje contiguo. Ha habido envidia, desde luego, nada más que de pensar los cuentos que Fidel le habrá hecho, y se habla de confesiones inéditas y de un material contado en secreto durante noches y noches de conciliábulo en la Casa de Protocolo Número 6 que Gabo usará algún día en su biografía del jefe de la Revolución Cubana.
Grabriel. Este hombre bueno y remoto ha vivido fascinado con un cubano que nunca ha aprendido a pronunciar su nombre a derechas. Esa ere que se le pierde dentro de un nombre tan corto, pero tan enmarañado de consonantes, y siempre presta a saltársele de lugar no sin antes reproducirse donde el lenguaje escrito nunca la ha registrado, y tampoco, por esos pruritos tan de Fidel, de lo que debe ser adecuado y elegante, negándose como se niega, a llamarlo por el mote aceptado internacionalmente de Gabo.
Bien vistas las cosas, no creo que ningún otro interlocutor de Fidel haya pagado la cuota de ataques e incomprensiones que, por permanecer a su lado, la ha tocado a Gabo. Y lo más costoso de todo: el encarnizado silencio suyo ante cualquier episodio que otros, sin titubeo, hubiesen convertido en denuncias o agravios.
Ha sido sordo a todas las "pendejadas" que, desde Mario Vargas Llosa hasta Susan Sontag, le han endilgado durante más de 30 años de viajes a Cuba y estancias más o menos largas. "Pendejadas" es uno de sus vocablos favoritos, así que se ajusta al homenaje. El silencio. No otra cosa molesta tanto en adversarios —o nítidos enemigos— que ya no saben si el objeto de sus ataques es Fidel o Gabo. Claro que él sabe perfectamente que lo vigilan; muchas veces bromeamos sobre el asunto, y me sacaba a la piscina para que habláramos a cielo abierto cualquier nimiedad que cruzara por nuestras cabecitas de intelectuales de izquierda, aunque de esa manera él también se hacía parte del sofisma: la vigilancia era necesaria para la salvaguarda de la Revolución.
No había maldad en el procedimiento, sino, más bien, un acto justificable de prevención. Bendecíamos el estado policiaco, o al menos su necesidad. Todo por la Revolución. He ahí la razón entrañable y lo que aún hoy, a mí, me mueve a admirarlo y a quererlo aún más. Porque yo nunca he conocido a un hombre dispuesto a perder tanto por la lealtad a un amigo, a Fidel. Ah, Maestro. Qué de recuerdos.
Reproducido con la autorización del autor. Publicado en La Tercera el 4 de marzo de 2007.