A la tristeza de ver a los habaneros andar entre ruinas y, a veces, sobre ellas, sucede la de saber que muchos ignoran su significación, el sentido y valor de esas edificaciones que alguna vez fueron testigos de hechos notables, orgullo de su época y hasta mirador a un futuro que sus habitantes y vecinos soñaron espléndido.
Nada le dicen esos escombros a buena parte de esa ciudadanía andariega porque nada de ellos se le dejó saber: lo que de alma tuvieron se ha desvanecido por culpa de la incuria o la naturaleza intrínsecamente depredadora del gobierno que desvirtúa el pasado del país, aunque hay piedras con alma si quien las recoge sabe quiénes se apoyaron en ellas, y hasta polvo vivo si se le empuña e interroga.
Los habaneros van y vienen entre esa devastación como los ejércitos vencidos, al replegarse, entre los cadáveres de los hombres que murieron durante la avanzada
La puerta deshecha, el muro agrietado, las persianas de madera podrida, las paredes despellejadas, los portales mugrientos, los palacetes convertidos en casas de vecindad, las habitaciones pobladas de barbacoas, los patios interiores empantanados, los cascotes que cubren las aceras, las fachadas pintarrajeadas de colores extravagantes, los balcones apuntalados, las calzadas rotas, ¿qué fueron antes de la debacle? Los reclamos de un presente feroz dan al traste con toda tentación de averiguarlo. Los habaneros van y vienen entre esa devastación como los ejércitos vencidos, al replegarse, entre los cadáveres de los hombres que murieron durante la avanzada, sólo que ignorantes, a diferencia de esos ejércitos, de la muerte que pisan y les rodea, entumecidos por la penuria y la desesperanza.
El otoño se pasea por el sur de la Florida, y el espectáculo de las hojas secas que cubren los patios anteriores de algunas casas me ha recordado un poema japonés, y este poema, la suerte de esos habaneros que recorren su ciudad inadvertidos del oscuro esplendor* que huellan:
No hay otra senda.
Me resigno a pisar
las hojas secas.
Wasajo
El caminante, hipersensible a la fragilidad de las hojas caídas, renuente a acelerar su desintegración, a causarles mayor daño que el que ya han sufrido a manos del tiempo -acaso aún retengan un vestigio de vida-, ha buscado una alternativa a la ruta que hasta entonces seguía, la ha buscado para no destrozarlas, pero esa alternativa no existe, todo está cubierto de hojas, y si quiere llegar a su destino tendrá que caminar sobre ellas, oírlas crujir y deshacerse bajo sus pies.
El verbo resignar es clave: revela el afán con el que este hombre ha intentado salvaguardarlas y la pesadumbre con la que, luego de darse por vencido, se apresta a caminar sobre ellas. Los cubanos deberíamos averiguar qué circunstancias promueven esa finura de espíritu y, apenas las que arrasan nuestro país desaparezcan, crearlas.
El espectáculo de los habaneros recorriendo más de un barrio maltrecho de su ciudad, comprensiblemente incapaces de reconocer la trascendencia del destrozo -porque en una sociedad vapuleada por la Historia sólo se prioriza la supervivencia-, y el espectáculo de las hojas que cubren los patios de Estados Unidos me han recordado un poema japonés; los tres, unos versos de Sylvia Plath, y estos versos, la inutilidad de mi texto:
después de la plaga que ha asolado nuestra heredad,
¿qué ceremonia de palabras puede enmendar el estrago?
* El oscuro esplendor es el título de un libro de Eliseo Diego.